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“Somos las próximas inmigrantes”

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Gabriela León, Raibel Andreina Leal y Aixa Ferreira son tres venezolanas que en pocas horas pisarán tierra uruguaya. Foto: EFE.

CRISIS EN VENEZUELA

Los testimonios a El País de Gabriela, Raibel y Aixa, tres venezolanas que viajan a Uruguay.

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Me voy. Hace seis años que tomé esta decisión, cuando estaba por graduarme en la universidad y en Venezuela ya empezaba a escasear hasta el papel higiénico. Me voy. Había confirmado este plan hace tres años, cuando renuncié a mi trabajo como comunicadora en Caracas porque con los ajustes salariales se me hacía más caro viajar hasta la oficina que ser mi propia jefa desde casa. Me voy. Lo sé hace dos años, cuando la violencia que veía en las calles de mi ciudad me generaron crisis de pánico. Me voy. Es un hecho: en unas horas estaré en Uruguay.

En la valija que estoy armando, esa que no puede superar los 23 kilos y en la que no cabe todo el amor que le tengo a esta tierra venezolana, ya he puesto el budare, ese plato de hierro que sirve para cocinar las deliciosas arepas. Perdón, casi se me olvidaba: soy Gabriela León, tengo 29 años. Y en breve seré una inmigrante.

Jamás pensé en irme. No era una opción para mí. Al menos no lo era hasta 2017, aquel día en que me enteré que tenía cáncer de mama y que Venezuela, esta Venezuela en la que acceder a las medicinas o a un chequeo médico es un suplicio, ya no era para mí. Perdón, a mí también se me pasó presentarme: soy Raibel Andreina Leal Nava, de 36 años y especializada en gerencia de mercadeo. En días seré una inmigrante.

Yo también llevo el budare en la valija, y eso que pesa un montón y el pasaje a la frontera colombiana lo haré por tierra. Le hice un lugar al Alma Llanera, esa canción de don Rafael Bolívar y que ya es un segundo himno. Acomodé unas fotos familiares y el olor a mi casa. Lo bueno de la crisis es que llevo poca ropa y tengo espacio de sobra. Además, me acompaña mi hija, y mi esposo nos espera en Uruguay.

A mí me acompaña el Señor, Jesucristo. Claro que en mi maleta llevo la Biblia y mis títulos universitarios apostillados. Soy licenciada en Educación en Dificultades de Aprendizaje. Yo también zarpo para Montevideo con la ilusión de reinventarme y el temor a lo desconocido. Soy Aixa Ferreira, una venezolana de 58 años a horas de ser una inmigrante.

No recuerdo el día en que Hugo Chávez intentó un golpe de Estado desde el Museo Histórico Militar. Aún usaba pañales y ni siquiera sabía lo que era una arepa. Cuando asumió la presidencia, en 1999, ya era más consciente. Pero no es el chavismo o el antichavismo lo que me hacen armar esta valija. No digo que la política no importe, solo que mi prioridad es estar viva y comer.

Acá en Venezuela te matan hasta para quitarte un celular. Y eso que el celular ya está quedando viejo. Es imposible comprarse uno nuevo. El salario no alcanza y el bolívar, nuestra moneda, está tan devaluado que no vale nada.

Mi esposo siempre me dice: “Gaby, di gracias que somos de los pocos que hemos podido ahorrar algo para un pasaje y para hacer una emigración planificada, sabiendo que tendremos que mantenernos los tres primeros meses hasta que consigamos trabajo”. Soy consciente que la mía no es la realidad de los cerca de 4.000 compatriotas que cruzan el puente internacional cada día, o de los 3,4 millones que ya se fueron.

Quizás esa sea la razón por la que elijo Uruguay, un país caro pero con mejor calidad de vida que la región. Un lugar que me dio la chance de iniciar el trámite de residencia a distancia, así me es más sencillo conseguir un empleo formal.

Hacer los trámites en mi país fue toda una odisea. Puede que mi nombre, Raibel, suene extraño para un uruguayo, pero es muy común en Venezuela. También mi hija tiene un nombre común, pero los muchachos del pasaporte se confundieron el sexo, la anotaron mal, y eso nos trancó el viaje casi un año. Entiéndase bien: un año más padeciendo esta crisis, un año más ganando miserias y habiendo variado por completo nuestra dieta. Un año más sin encontrar pollo o azúcar en el supermercado. Solo eso quiero encontrarme en Uruguay.

Y yo, Aixa, quiero abrazar a mi hija que hace dos años está en Uruguay. Esa es la razón que me lleva a este país del sur. Sé que no todo será una maravilla, pero no puede ser peor que aquí. Uno de cada tres venezolanos está desempleado, e imagínese lo difícil que es acceder a un trabajo a mis 58 años. Gracias a Dios, tengo experiencia de vendedora más allá de mis doce años en educación con chicos especiales. Ah, también me doy maña con la cocina: a mi nieta le encantan mis tortas. ¡Cómo la voy a extrañar!
Diga que la niña y sus padres (mi hijo y mi nuera que se quedan en Venezuela) viven cerca de casa, por estos lados se hace cuesta arriba hacer un par de kilómetros en carro. Hay que hacer cola para la gasolina y las carreteras son un desastre. Al final solo salgo para ir a la iglesia.

En mi caso, Raibel, estoy obligada a salir de casa por los chequeos médicos por la remisión del cáncer. En casa estudio invierto años meses y meses de ahorros. Pero ahora hasta ahorrar es un problema: no tengo electricidad durante tres horas al día, no tengo agua potable por tubería desde hace un mes y puedo estar horas para conseguir un poco de harina de maíz.

Hay quienes me critican de por qué emigro ahora “cuando todo está por acabar”. Lo mismo decían cuando murió Chávez, o cuando la ayuda China. Nada hace suponer que esto cambie de la noche a la mañana. Hoy me toca a mí, Gabriela León, hacer el cambio de vida y ser la única de la familia que empaca. Pero sé que el dolor es compartido. ¿Quién de nosotros no tiene un primo o un vecino que lo hayan secuestrado? ¿Un enfermo que no consigue medicinas? ¿Un muerto?

No es lo que quiero a mis 29 años. Tampoco yo a los 58, ni yo a los 36. Nosotras somos las próximas inmigrantes.

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