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La cuarentena más ansiada de Elvis, el joven venezolano que ni el COVID frenó

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Elvis recibió esta semana su cédula de identidad uruguaya y ahora busca un trabajo formal que le permita “un futuro”. Foto: Leonardo Mainé

LA MARCHA DE LA PANDEMIA

Un joven venezolano que había escapado de la “dictadura” de su país en busca “de un futuro mejor”, logró refugiarse en Uruguay en medio de la pandemia.

Despertaba y se miraba. Almorzaba y se miraba. Antes de acostarse, también se miraba. Y el espejo del baño masculino del polideportivo del Chuy, allí donde pasaba solo la cuarentena tras haber cruzado la frontera desde Brasil, le devolvía siempre la misma imagen: un joven con el torso esculpido de haber cargado plátanos y cortado yuca, unos leves pozos a ambos lados de los párpados que le dejó la rubéola y unos ojos pequeños que ansiaban mirar las calles de Montevideo.

Elvis Antonio Carreño Martínez -o simplemente Leo, como le dicen por sus garras para perseguir sus objetivos- abandonó Venezuela porque la “dictadura” lo estaba dejando “sin futuro”, resignó Brasil por los estragos del COVID-19, y, tres hisopados negativos mediante, encontró refugio en Uruguay.

El espejo del polideportivo no lo sabía, pero esa silueta de 24 años que se reflejaba allí, con los bíceps trigueños en los que “alguna vez” irá tatuado un león y una frase de aliento a su familia, pertenece a uno de los pocos extranjeros que han podido migrar en tiempos de cielos y límites territoriales cerrados. Pertenece a uno de los pocos que, sin ser uruguayo, sin tener familia ni un emprendimiento en el país, pudo entrar con la emergencia sanitaria y ya tiene su cédula de identidad pronta para “ponerse a trabajar”.

Las ganas de ocuparse se le notan. Tiene unos cortecitos sobre los nudillos de tanta manualidad arreglando caños. Lleva una campera prestada para que el frío no le impida desparramar su currículum vitae en cuanto local se cruce mientras anda en bici. Y guarda esa perseverancia de quien pasó ocho días en la absoluta soledad del polideportivo, escuchando algo de música, saludando desde la ventana a los transeúntes y mirándose al espejo.

Fue allí, en ese recinto solitario, donde las autoridades del Chuy y de la Organización Internacional para las Migraciones le pidieron que pasara la cuarentena mientras aguardaba el resultado del segundo test de COVID-19. Ya se había hecho uno en San Pablo, Brasil, antes de emprender el camino hacia el sur. Y todavía le esperaba un tercer hisopado más, tras ese aislamiento en el polideportivo, para que el señor que atendía el puesto migratorio le sellara el papelito que dice “solicitante de refugio”.

Antes de que la pandemia cambiara la movilidad humana, al menos 4.769.498 venezolanos habían emigrado de su país. La magnitud de ese flujo y, sobre todo, las condiciones de salida en medio de una crisis económica, política y de derechos humanos, hizo que Naciones Unidas pidiera a la comunidad internacional que se autorizara el status de refugiado para esa población.

Leo es el menor y único varón de cinco hermanos que nacieron en San Félix, al oriente de Venezuela, allí donde la gente lleva a la mesa algún pescado que capturó en el río Orinoco. Cuando acabó el liceo, con Nicolás Maduro ya al mando del gobierno de su país, tuvo dos opciones: seguir ayudando a su padre en los cultivos tropicales o estudiar enfermería. Fue por la segunda.

Pero ni la falta de enfermeros -que la Organización Mundial de la Salud estima en nueve millones a escala global- le dio a Leo lo que necesitaba: un empleo digno para alimentar a los suyos y la seguridad de que no tenía que reunir cuatro salarios mínimos para comprarse un pollo. Entonces empezaron las aventuras: fue barbero en un cuartel militar, fue albañil y fue uno de los tantos jóvenes de su país que en 2018 escapó hacia Brasil.

En Manaos durmió dos meses en una hamaca paraguaya, cargó bananas brasileñas y hasta contrajo una rubeola que casi lo tumbó. Al tiempo, mientras un amigo suyo perfiló para Montevideo “porque la calidad de vida era mejor”, él siguió su aventura en San Pablo. Pero…

A mediados de marzo 2020 el gobierno brasileño cerró todas las fronteras del país. La administración de Jair Bolsonaro les extendió a los venezolanos la validez de su documentación hasta que acabase la emergencia. A las personas que perdieron sus medios de vida debido a la pandemia, independientemente de su nacionalidad y por un lapso de máximo tres meses, les asignó un ingreso básico de 600 reales (US$ 120).

Pese a las medidas, “la cuestión del coronavirus estaba muy fuerte y necesitaba salir”, dice Leo con una seguridad de sí mismo que impresiona en un centennial. La travesía lo hizo “madurar de golpe” y una llamada de su viejo amigo -ese que había huido a Uruguay- le dio el impulso final para acercarse a la frontera sur y cruzarla “como sea”.

Con los últimos ahorros -los que reunió en Brasil, claro, porque de Venezuela había salido con solo US$ 80- compró un pasaje de avión hasta Porto Alegres y uno de ómnibus hasta la frontera. Y allí estaba, un 10 de junio, con una remerita en pleno invierno, una mochilera, el número de teléfono de su amigo en la calle que separa al Chui del Chuy.

“Caminé unas cuantas cuadras hasta el puesto migratorio y el señor de la cabina no me quería dejar pasar. Era tanta la impotencia que me puse a llorar. Una señora que estaba cerca, a quien le estaré eternamente agradecido, me explicó cómo podía llegar hasta la Alcaldía. Esperé a que me atendieran. Todos se alejaban de mí y aunque en su momento me molestó, rápidamente entendí que era para cuidarse ellos y cuidarme a mí. Fue así que, con la ayuda de ellos y la OIM me hicieron otro hisopado, me prestaron un colchón y pasé ocho noches en el polideportivo. Tras ello, otro hisopado, el papelito de solicitud de refugio, un 0800 al que debía llamar para tramitar la cédula y la OIM me financió el pasaje hasta Montevideo… y aquí estoy”.

Frente a un espejo, esta vez en la casa de su amigo en la Unión, viendo como la piel se le pone de gallina... un poco por el frío y otro tanto por haber logrado lo que parecía un imposible: migrar en medio de la pandemia del COVID-19.

-¿Con qué objetivo?

- Un futuro mejor.

Tecnología eficaz

Los equipos que dispone la Dirección Nacional de Identificación Civil le permiten al Estado uruguayo conseguir en tiempo real los antecedentes penales de quien tramita la cédula de identidad, el cotejo de las huellas dactilares y facilita la entrega de la documentación.

Cédula de identidad, la clave para regularizar el acceso a los derechos
Elvis recibió esta semana su cédula de identidad uruguaya y ahora busca un trabajo formal que le permita “un futuro”. Foto: Leonardo Mainé

La cédula de identidad parece el termómetro de la marcha poblacional en Uruguay. La extensión de este documento, que está universalizado entre los recién nacidos y que los inmigrantes consiguen en menos de un mes, permite visualizar las tendencias demográficas: la caída de la natalidad, el auge de los flujos de cubanos y venezolanos, y, desde la llegada de COVID-19, el cierre de fronteras. “Se nota la caída de solicitudes de cédulas de nacidos en el extranjero, aunque es de esperar que en breve se note más”, dice José Luis Rondán, el nuevo director nacional de Identificación Civil. ¿Por qué? En los primeros meses de pandemia, en especial en marzo, quienes estaban obteniendo la documentación todavía no eran los llegados post-coronavirus. Así las cosas, desde comienzos de marzo tramitaron la cédula 2.177 cubanos, 595 venezolanos (la mitad solicitante de refugio), 419 argentinos, 134 colombianos, 112 brasileños, 50 peruanos y 28 chilenos.

En el caso uruguayo, la cédula de identidad es una puerta de acceso al trabajo formal, el registro en el Banco de Previsión Social, la prestación de salud de ASSE y la inscripción escolar -aunque está permitido la inscripción en la salud y la educación antes de obtener los documentos. La lógica detrás de esta política es que se permita la inmigración y el goce de derechos pero de manera regular. La facilidad para la obtención del documento de identidad, por tanto, es uno de los elementos que más destacan de Uruguay los recién llegado al país.

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