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Así relató Leonel Aguirre en El País el último día de Washington Beltrán

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Sepelio de Beltrán: “todavía vibran las resonancias del homenaje que le tributaron, y del dolor que causó su muerte prematura”. Foto: Archivo El País.

EL DUELO QUE CAMBIÓ LA HISTORIA

Leonel Aguirre, padrino y testigo de excepción, relató en las páginas de El País los detalles y preparativos del lance.

Washington Beltrán tenía el propósito de descansar durante los días de Semana Santa. Había proyectado una excursión al interior que no pudo realizarse debido a que algunos de los que debían ser sus compañeros no podían acompañarlo. En sustitución, proyectó algunos paseos a sitios cercanos, pues, lo mismo que sus compañeros, estaba decidido a descansar. Tal era el estado de ánimo de los directores de El País el miércoles 31 de marzo a la noche, cuando acertaron a pasar por allí algunos amigos que hablaron de notas agresivas insertas en otro diario contra El País y que ninguno de los directores de éste conocían. Leído ese otro diario, Beltrán, indignado, tomó la pluma y escribió algunos sueltos. Entre ellos el titulado “Qué toupet” que dio motivo al lance, y entregados estos a las cajas, para ser impresos se retiró con el Dr. Eduardo Rodríguez Larreta.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, llegaban a la dirección de El País dos señores en calidad de testigos de un tercero que se decía ofendido por aquel suelto, a los cuales se les contestó que volvieran a las diez de la noche.

Muy cerca de esta hora, llegaban a la imprenta el doctor Beltrán con los doctores Aguirre y Rodríguez Larreta, de quienes exigió que fuesen sus padrinos. Pocos minutos más tarde, entraban los testigos del adversario. Recibidos galantemente por Beltrán, acto seguido los puso en contacto con sus representantes, a los cuales habíalos munido de una terminante carta-poder “para que lo representasen en el duelo a que había sido retado”.

Condiciones del lance.

La conversación entre los cuatro padrinos fue breve. Ceñidos a los deseos del Dr. Beltrán, los señores Aguirre y Larreta, no hicieron la menor cuestión sobre quién tenía el derecho de elegir armas; no obstante poder hacer una cuestión ya que suelto “Qué toupet” no contenía, en su concepto, ninguna injuria personal y sí solo cargos políticos muchas veces formulados, y es elemental que aun en caso de que un cargo político pudiera justificar un pedido de reparación por las armas, nunca podría llegar hasta dar, a quien tal hace, la elección de las mismas.

El duelo quedó concertado a 25 pasos de distancia; los adversarios serían colocados de espaldas, a la primera palmada debían ponerse de frente, a la segunda apuntarían y entre ésta y la tercera podrían tirar.

Esto ocurría a eso de las once de la noche del jueves. Había que buscar un sitio adecuado para el encuentro y pistolas de duelo. Los testigos del adversario del doctor Beltrán hablaron de unas armas del doctor Baltasar Brum, asegurando que eran desconocidas de su representado, pero los del doctor Beltrán dijeron que preferían buscar otras.

Beltrán como tirador.

Labrada el acta respectiva, la entrevista quedó terminada. Una vez que se retiraron los padrinos, el doctor Beltrán entró en la sala de la dirección con su alegría comunicativa. Al dársele la noticia de que los representantes contrarios habían elegido la pistola, dijo sin perder su jovial confianza: “Prefería el sable, pero me gusta también la pistola”.

Efectivamente, el doctor Beltrán era un eficaz tirador de sable y tenía bastante conocimiento de la espada de combate. Su esgrima había sido siempre esencialmente práctica y asombraban los recios golpes que sabía dirigir en momento siempre bien elegido. En cambio, como tirador de pistola no era realmente fuerte y sus ensayos habían sido más de salón que de terreno.

No se crea por eso, que el inolvidable compañero fuese de los que practicaran ensayos tenaces con ánimo de herir ni matar a nadie. Demasiado generoso, su concurrencia a la sala de armas era interrumpida frecuentemente por meses y meses que no realizaba el menor ejercicio, circunstancia que pueden acreditar personas de todo matiz político concurrentes al Círculo de Armas, único local en que hiciera sus ejercicios.

Washington Beltrán. Foto: Archivo El País
Washington Beltrán. Foto: Archivo El País

Los compañeros y padrinos, quisieron, minutos después de concertado el lance y de retirados los padrinos del contrario, que el doctor Beltrán hiciera algún ensayo y tomara algunas precauciones, pero fue inútil. “Doctor Beltrán -le dijo uno de ellos-, es necesario que usted haga doscientas veces este movimiento”, indicándole el de tirar en una posición adecuada. El doctor Beltrán replicó risueñamente: “¿Y por qué no doscientas una?”.

El mismo compañero le observó el traje gris claro que vestía y le previno que al día siguiente debía vestir otro oscuro, pero la prevención fue inútil

Después de algunas conversaciones cruzadas de ocurrencias de que participaban algunos amigos de los directores del diario, la reunión se disolvió minutos antes de las doce, con el compromiso de reunirse antes de las 9:00 a.m. del día siguiente, “viernes de dolores”, hora en que también concurrían los padrinos contrarios para combinar los detalles referentes al sitio y a las armas que todavía no estaban resueltos.

El día trágico.

La mañana del viernes amaneció lluviosa. Antes de las nueve llegaban a la imprenta de El País los padrinos y el doctor Arturo Lussich, médico del doctor Beltrán.

Segundos después llegó éste, presuroso y alegre. Nadie diría que llegaba a batirse a duelo. Vestido esmeradamente de claro y con sombrero de paja, en la mano una pequeña valija y una raqueta de jugar tenis, risueño y juvenil, todo podía hacer pensar su aspecto menos que ya la tragedia se abatía sobre él.

Los enseres de tenis los explicó graciosamente. Debía disimular el objeto de su matinal e insólita salida y para ello inventó el pretexto de que iba a una inofensiva partida. “Vieran mis esfuerzos de dialéctica, agregó el doctor Beltrán, para convencer a mi señora de que la lluvia pararía y se podría jugar sin la menor molestia”.

Su confianza y optimismo, eran a tal punto imperturbables que no quiso hacer el menor ensayo, no obstante las instancias de sus padrinos, que habían llevado pistolas con ese objeto, alegando que ya a esa hora más bien le perjudicaría cualquier ejercicio.

Leonel Aguirre. Foto: El País
Leonel Aguirre. Foto: El País

Entretanto, los padrinos contrarios habían llegado. Se combinó el sitio en que debía verificarse el lance, y el doctor Rodríguez Larreta fue en busca de pistolas. La tertulia reanudó, mientras, su curso. Se habló de política francesa, de duelos célebres.

Beltrán tenía la palabra y relataba ya la caída del Ministro Selves, ya el duelo de Clemenceau y Déroulede, ya el lance histórico de Armand Carrel y Emile de Girardin, bien ajeno de que una hora después le tocaría a él mismo correr la suerte del primero de aquellos, del joven y temerario publicista francés caído también por la república y por la democracia en un duelo trágico.

El tiempo transcurría. No fue posible encontrar pistolas, debiéndose resignar los padrinos del doctor Beltrán a que el duelo se efectuase con las armas del Dr. Brum, y marchar apresuradamente al sitio convenido.

El lance.

El sitio convenido era el Parque Central. El doctor Beltrán y sus testigos y médico, llegaban primero, pasadas las diez de la mañana. Muy poco después llegaron los contrarios, y tras estos, el director del lance y el armero. El día seguía tenazmente nublado.

Acto seguido de encontrarse en el sitio convenido todas las personas necesarias para el desarrollo del lance, se estudió el terreno y se eligió, no sin algún trabajo, el sitio adecuado. Era éste en medio del field de fútbol, sobre un terreno liso y con césped corto, en una línea recta que va del centro de los palcos al centro de las tribunas, de tal manera que uno de los adversarios debería tener a su espalda aquéllos, y el otro éstas últimas.

Sorteadas las colocaciones correspondió elegir a los adversarios del doctor Beltrán, que se decidieron por poner a su apadrinado de espaldas a los palcos. Sorteadas las pistolas, correspondió la elección al doctor Beltrán, pero ésta carecía de importancia desde que no se llevaba más que un solo par de pistolas y éstas debían de ser exactamente iguales así como absolutamente desconocidas de los duelistas.

El lance iba a empezar ya, cuando en ese preciso instante la fina y tenaz llovizna se transformó en un fuerte chaparrón. Hubo que esperar no menos de diez minutos. Al fin, el director del lance manifestó, reloj en mano, que esperaría cinco minutos más, y que si pasados estos seguía lloviendo, el lance se verificaría bajo la lluvia, lo que motivó un comentario espiritual del doctor Beltrán.

La lluvia cesó antes de los cinco minutos. Eran las once menos diez cuando los adversarios ocuparon de nuevo sus puestos. Uno de sus padrinos observó al doctor Beltrán que debía sacarse el sombrero de paja, pues constituía un blanco de una visibilidad extraordinaria, lo que dio motivo a que lo tirara muchos metros lejos, reemplazándolo con el del director del duelo.

Dadas las palmadas convenidas, sonaron casi simultáneamente los dos disparos. Las dos primeras balas habían sido cambiadas sin resultado. Entendemos que una y otra picaron bajo.

Muerte del Dr. Beltrán.

Era necesario cargar nuevamente las armas y se decidió esperar esta operación bajo techo, pues la humedad continuaba.

Duelistas, padrinos y médicos pasaron a los palcos. Beltrán y sus acompañantes conversaron un momento más. Alguien le dijo al doctor Beltrán que afinase la puntería, y él contestó tranquilamente que no se sentía con instinto homicida. Por otra parte, su tranquilidad aparecía todavía mayor, si era posible, que en el disparo anterior, debido a que ni siquiera había sentido silbar la bala de su adversario.

Realizada la carga de las pistolas, los duelistas fueron colocados nuevamente en sus sitios respectivos. El doctor Beltrán recortaba su silueta gris, pues había llegado despreocupadamente vestido con un traje de ese claro color, sobre el fondo de las tribunas. Su adversario tenía tras de sí los palcos. Uno de los padrinos del doctor Beltrán y uno del adversario hallábanse colocados en el centro hacia la derecha del doctor Beltrán. Delante de éstos colocóse el director del lance, y en un sitio céntrico a la izquierda del doctor Beltrán, hallábanse los otros dos padrinos y los dos médicos.

Entregadas las armas y dadas las palmadas, volvieron a sentirse casi simultáneamente las dos detonaciones.

Esta vez el doctor Beltrán que tiró con el brazo estirado, dejando descubierto el pecho, había sido herido por una bala que le entró entre la tetilla y la axila derecha, para atravesarlo de parte a parte. Las pistolas muy cargadas de pólvora seguramente con el propósito humanitario de que no se prestasen a una puntería precisa, habían despedido las balas con fuerza terrible.

El doctor Beltrán vaciló, dejó caer la pistola, dio dos o tres pasos hacia la izquierda, dijo al médico que lo tomaba entre sus brazos: “estoy herido”, y se deslizó hacia el suelo tendiéndose suavemente sobre la tierra. Los médicos arrodillados al lado del cuerpo yacente, le examinaban. “No es nada -dijo la voz alentadora del doctor Lussich- pulmonar no más”. “Pero con reflejos cerebrales”, agregó el facultativo de los adversarios. Transcurrieron, luego, segundos angustiosos, de muda y trágica espera, y el mismo facultativo de los adversarios, alzó la cabeza y dijo: “muy grave”.

Después, unos minutos terribles. Los facultativos continuaban su tareas; pero el doctor Beltrán yacía mudo e inerte, y al colocarlo boca abajo, apareció en la espalda, hacia la izquierda, casi sobre su omóplato, una gran mancha de sangre sobre el saco claro. Después, un momento aparece la visión del doctor Beltrán tendido a lo largo, y a su lado, de pie, la figura rígida del doctor Lussich, recostado sobre el fondo grisáceo, que lo observaba reloj en mano, para hacer la última comprobación.

Casi enseguida ambos facultativos dieron por terminada su misión. A la pregunta que hiciera el doctor Rodríguez Larreta de si el doctor Beltrán estaba muerto, el doctor Lussich contestó: “Sí, casi desde que cayó”.

Era necesario transportarlo. Se necesitaba una camilla y se fue a buscar precipitadamente. Entretanto, el cuerpo del amigo querido y nobilísimo ciudadano, yacía mal cubierto con un capote de goma ensangrentado, bajo el cielo gris de una tristeza inexpresable.

Los curiosos empezaban a llegar atraídos por el estruendo de las detonaciones, y como no fuese posible encontrar una camilla, debió conducírsele hasta un automóvil que había de transportarlo al sanatorio de los doctores Lamas y Mondino.

El final.

Así murió Washington Beltrán. Generoso, no pensaba en matar; heroico, no quiso tomar precauciones para resguardar su vida y ni hizo cuestión de armas, ni quiso hacer ensayos previos, ni trató de cubrirse el pecho al hacer los disparos, llegando hasta ni siquiera adoptar la precaución de llegar al terreno vestido de color oscuro. La enseña a cuyo pie cayó tronchada su existencia de predestinado, hállase formada por el lote más puro de ideales y principios que pudiera existir en un pueblo civilizado.

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