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El Consejo de Ministros

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El consejo de ministros de Tabaré Vázquez es una actuación, un acting típico de tiempos posmodernos donde la imagen lo es todo.

La escenificación pretende ser perfecta, el fondo adecuado con el tono celeste justo para la televisación. Los ministros van hablando escuetamente mientras el presidente, de sweater blanco puntaesteño con bordecitos azules (look Fred Perry) y camisa sin corbata, dirige la comparsa. Habla Bonomi, farfulla, siempre parece enojado. Nin al vuelo expresa algo. Astori entre embolado y riguroso se quiere ir rápido. Rossi se expide con los ojos en pánico como si estuviera cayendo en una montaña rusa.

La toma televisiva vuelve sobre Tabaré, rostro amable, brazos cruzados pero severo. Manda, goza, le gusta eso. A su derecha está Sendic, transparente, invisible, inexistente a los ojos de la gente.

En un momento se hace la luz y aparece Cosse. ¡Diosa entre los gerontes! Tiene reflejos nuevos, está más rubia. Mientras habla la divina Cosse el vicepresidente intitulado se rasca la nariz como si estuviera en otra. Arismendi le asiente a su amiga ministra. No sabe lo que dice pero la banca de onda, igual es para la televisión.

Empieza alguna gente a hablar. Está todo medio editado, los ministros el día anterior estuvieron chequeando que nadie viniera a incendiar la pradera. Sin embargo algún ciudadano se cuela y reclama sutilmente algo. El horno no está para pudrirla, es todo muy a lo Tabaré, medido, cuidado, digitado. Roballo se agita, Toma parece levitar. (Se extraña a Cánepa).

Ahora Tabaré le da la palabra a unos chiquilines que parecen pioneritos cubanos. A esta altura la semejanza de este acto virreinal con cualquier otro similar como los de la Argentina de Cristina o los de Evo en Bolivia es obvia, es que los populismos (cada uno en su formato) creen que estos baños de pueblo son legitimadores del poder y no advierten que eso solo funciona cuando la fiesta económica reparte para todos, de lo contrario son actos obscenos y con rigor propagandístico. Son casi una tomada de pelo para la gente de a pie.

Y siguen apareciendo jóvenes, algunos de buena fe, seguramente, otros editados y supereditados porque leen textos que ellos no podrían jamás construir. Todo es de una semiótica bastante pornográfica mientras Tabaré sonríe y sonríe, sin advertir que la decadencia se le instaló ante el cinismo cómplice de muchos de esos funcionarios que viven de su gobierno y ya no le dicen la verdad. Es la tragedia griega anunciada sin vergüenza alguna. Y los funcionarios —como los miembros de una corte— todos se felicitan entre ellos de lo estupendo que anda todo. Es el delirio colectivo. Lacan se haría una fiesta acá.

Una joven procura colarse al final para hablar, quiere robar cámara, cita a Eduardo Rubio por un proyecto de ley de su autoría y Tabaré, al sentir ese nombre la corta en seco como cuando Linda Blair veía al exorcista. Luego, el presidente manifiesta palabras hermosas donde todos somos felices comiendo perdices.

Señoras y señores, estamos perdidos. Si esto es todo lo que tienen para ofrecer habrá que ver los Simpson en sus temporadas anteriores para no perder el tiempo y luego volverlas a ver eternamente.

LA COLUMNA DE WASHINGTON ABDALA

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