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Historias de Piel: Prefiero que mi hijo sea ladrón a que sea…

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SEXUALIDAD

En su columna Ruben Campero remarca que en el Día Internacional de lucha contra la homofobia es necesario mantener la vigilancia ante la discriminación y tantos otros modos de violencia.

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Lo que sigue a los puntos suspensivos es fácil de llenar, las mayoría de las veces se utiliza una palabra insultante, sobre todo si se perteneció o se pertenece a alguna sociedad homofóbica.

Los puntos suspensivos son también una metáfora del silencio propio de lo “innombrable” desde el que las disidencias sexuales (gays, lesbianas, trans, bisexuales, no binarios, pansexuales, etcétera) debían construir su subjetividad, entre ocultamientos, desprecios, soledad, closets y verdaderos “enemigos” con los que muchas veces tenían que convivir, por ser los únicos adultos referentes que habían “tocado en suerte” al haber nacido en una familia que manejaba demasiado patológicamente las directrices homofóbicas y transfóbicas que la constituían en tal.

La familia nuclear moderna fue la encargada de producir sujetos adaptables a un régimen político y económico específico de anatomías y deseos heterosexuales hechos norma, constituyéndose a través de la femeninamente abnegada madre y del masculino padre terrible, en la gran fábrica taylorista que junto a la escuela, la institución jurídico-policial, el poder médico-psiquiátrico y la iglesia cristiana, se avocó a manufacturar “respetables” hombres y mujeres “de familia” funcionales a un determinado sistema de producción subjetiva y sexual.

Tal máquina doméstica de intimidades no cesó de parir ciudadanos “normales”, esos que se mantenían alejados (o “a discreción”) de posibles “vicios” que corrompieran la salud de la fábrica de cuerpos y del mercado de guerras. Pero por lo mismo, no pudo evitar generar toneladas de violencia, secretos, clandestinidad y diversos “monstruos”, que a modo de “gritos” emitidos por vidas que se resistían a ser meras mordazas de una felicidad normalizada, luchaban desde sus cuerpos y deseos para no ser capturadas por ese mecanismo tan claramente captado por Pink Floyd en “Another brick in the Wall” (1979), e incluso por la película “Tiempos modernos” (1936) protagonizada por Charles Chaplin.

Esa misma máquina que las personas “adaptadas”, si bien usufructuantes de los privilegios que otorgaba, también supieron padecerla, tal y como se puede ver en las películas “Las horas” (2002), “La sonrisa de Mona Lisa” (2003) y “Memorias de Antonia” (1995), entre otras, o que es posible apreciar en la canción “Caperucita” (1997) de Ismael Serrano cuando dice: “…para que seas buena esposa y no envejezcas sola, en la cama y la cocina has de saber, alegrar a tu marido y cuidar a cada hijo, que te atrapa tu destino, que has de ser madre y esposa, y la pobre caperucita llora…”

Una máquina que solo habilitaba a “desear” casarse (con alguien de distinto sexo) y concebir hijos, y que por tanto generó múltiples vivencias de extranjería en quienes manifestaban deseos y modos disidentes de vivir el género y la sexualidad. Todo ello, a la vez que provocaba culpa, mentiras e infelicidad en sus miembros, evidenciaba paralelamente incapacidad para “devorarlo” todo, en la medida en algunos lograban sobrevivir encontrando escondrijos que aunque dolorosos les permitían más o menos expresarse.

Un dolor por “salvarse a escondidas”, tal y como dice la canción “Y nadie nos vio” (1994) de Sandra Mianovich, que no sufrían exactamente así, por ejemplo, los niños y adolescentes negros en épocas post-esclavistas. Quienes si bien padecían la discriminación, las más de las veces contaban con una familia o pares también negros que podían comprender, contener y colectivizar su dolorosa vivencia de invisibilidad y desprecio ante la marginación. Algo que no ocurría a nivel gay, lésbico y trans, en tanto que quienes debían cuidar muchas veces se constituían en los primeros y más letales violentadores ante quienes se debía simular “normalidad”.

La sensación constante de “inadecuación” por un potencial rechazo y expulsión respecto de cualquier grupo de referencia y pertenencia, empezando por la familia y desde la infancia, fue generando en las personas no heterosexuales que vivieron durante el S. XIX y todo el XX (y aún parte del XXI) una auténtica “doble biografía”, tal y como la llama el filósofo Didier Eribon en su libro “Reflexiones sobre la cuestión gay” (2001), lo cual evidenciaba disociaciones de la propia vida en función de si “esa parte” de la existencia podía ser compartida o debía ser ocultada, marcando de manera letal los cuerpos, la sexualidad, la salud y las esperanzas de muchas generaciones.

Con las políticas de exterminio que intentó asentar el imaginario genocida del VIH-Sida al asociar “gay” con “muerte”, la homofobia, que venía siendo “apaciguada” a partir de los movimientos de reivindicación de derechos de las llamadas “minorías”, cobró un novedoso impulso. Volviendo a hundir en el universo de lo “inviable” y “descartable” a muchos proyectos de vida que no podían o no querían ajustarse a la obligatoriedad de la cultura heterosexual.

Un fenómeno bio-político que nuevamente cercenó las vidas de muchas personas, ya sea materialmente al matarlas con el Sida (o a través de las múltiples formas de violencia homofóbica asociadas), como “matándolas” de maneras simbólicas al hacerles creer que su singularidad era inviable con la existencia misma. Restándoles entonces solo morir de vejez y/o soledad en la cama de algún hospital, tal y como versaba la canción salsera de los 80 “El gran varón”, la cual postulaba en su estribillo perversamente moralizador aquello de que “no se puede corregir a la naturaleza, palo que nace doblao jamás su tronco endereza”

Por más que la OMS planteara ya en 1973 que el deseo por personas del mismo sexo no era considerado una patología, hasta el día del hoy las muertes por homofobia y transfobia continúan, tanto las explícitas como las simbólicas, ya sea por asesinatos, expulsiones precoces del hogar, bullying, suicidios, conductas compulsivas, matrimonios heterosexuales como huida de los propios sentimientos, campos de concentración ofertados por grupos religiosos a padres y madres que buscan comprar la “cura de la homosexualidad”, gobiernos explícitamente homofóbicos con políticas de exterminio a través de la violencia institucional o el desamparo social, político, sanitario, etcétera.
 
Los derechos conquistados por la lucha social nunca están asegurados, ya que ellos dependen del grado democrático o diverso en que cada estado o cultura se maneja de acuerdo a sus preceptos y creencias. A la vez es importante recordar que los modos de acumulación y control social actuales migran y se sofistican con tal vertiginosidad, que logran colonizar modos libertarios del existir para imponer desde la incitación emocional e individualista, nuevas normativas que reciclan desigualdades también sexuales y de género,

En conmemoración del Día Internacional de lucha contra la Homofobia, y todos los días en realidad, es necesario mantener la vigilancia ante la homofobia y tantos otros modos de violencia (argumentando cabalmente ante las reacciones indignadas o victimistas de quienes siempre tuvieron privilegios pero que nunca identificaron como tales) como forma de no volver a naturalizar y legitimar sistemas de opresión, que en su hegemonía exigen que “ciertas” personas retornen al silencio (es decir a la muerte) para que otras puedan gozar de manera plena e impune de legitimidad y visibilidad.

conocé a nuestro columnista
Ruben Campero
Ruben Campero

Psicólogo, Sexólogo y Psicoterapeuta. Docente y autor de los libros: “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes”, “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” y “Eróticas Marginales. Género y silencios de lo (a)normal” (Editorial Fin de Siglo).


Fue co-conductor de Historias de Piel (1997-2004, Del Plata FM y 2015 - 2018,
Metrópolis FM). Podés seguirlo en las redes sociales de Historias de Piel: Facebook, Instagramy Twittery en su canal de YouTube.

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