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Historias de piel: Cuerpo, control viral y deseo

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EN LA INTIMIDAD

Ruben Campero invita a reflexionar en la cuarentena y transformar en sabiduría emocional y praxis el silencio que produce esta pandemia

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Asistir como humanidad al fenómeno del Coronavirus, y en particular como cultura occidental y occidentalizada, nos enfrenta a la incertidumbre, pero también a la exploración de potencialidades hasta el momento desconocidas, las cuales nos permiten desarrollar no sólo la adaptación a la custodia sanitaria-estatal, sino también ampliar la sensibilización respecto de cómo veníamos “corriendo” tras los guiones cotidianos en clave de control y producción, así como también afinar la escucha crítica ante la actual concepción y tratamiento que estamos aprendiendo a ejecutar sobre la vida, los cuerpos y sus distancias en base a las restricciones decretadas por la emergencia sanitaria.

Conforme atravesamos situaciones generadas por la pandemia, experimentamos, cada quien desde su singularidad, distintas manifestaciones que hacen a un acontecimiento global e inesperado que interpela la estabilidad de la salud, así como los modos consagrados de ser, estar y relacionarnos. Provocando que debamos acomodar la expresión y satisfacción de nuestras pulsiones y deseos a encuadres restrictivos signados por lo incierto, mientras ponemos a prueba nuestra tolerancia a la frustración y a las distintas expresiones del vacío interno generadas desde el encierro, en intento de desplegar nuevos modos vinculares que potencien la empatía y la solidaridad.

Desde esa escucha crítica que una crisis propicia a modo de resistencia, es posible advertir que muchas de aquellas manifestaciones son también producto de un poder institucional-estatal que, desafiado en su rol de gestor y protector ante el impacto del virus, decreta modos específicos desde los que el sujeto debe relacionarse consigo mismo, su cuerpo y los otros a la luz de un imperativo higienista. Desde ahí cataloga conductas aptas o peligrosas de contaminación, así como la consagración a normas ponderadas por protocolos de emergencia que moldean formas de comunicación, trabajo y vínculo entre las personas.

Ello se afianzaría desde la necesidad de contar con un régimen de procedimientos excepcionales para enfrentar una situación inusual, que justificaría la regulación estatal explícita de comportamientos y puesta en suspenso de ciertas autonomías individuales y colectivas, poniendo el acento en el acatamiento de las normas.

Un suspenso adaptativo y sanitariamente argumentado, que sin perjuicio de ello no deja de evidenciar los efectos de un poder que opera desde una lógica de control que busca “viralizarse”, afectando las maneras de concebir, valorar y actuar sobre los cuerpos, la vida, los vínculos, los deseos y los modos de organización social. Un poder que se configura en base a una serie de discursos sobre lo biológico, y que acciona con fines de control a través de instituciones encargadas de la administración de la vida.

Esa misma vida que en la historia humana poco ha sido considerada por su mera existencia orgánica (de ahí el terrible destino que sufren los animales no humanos y los humanos “animalizados”), sino que más bien ha requerido de dispositivos políticos para hacerla “viable” y “reconocible” como vida ciudadanamente “valiosa”, tal y como lo expresaba la ley romana imperial del pater familia, según la cual un niño realmente accedía a la vida si su origen era reconocido por el padre, ya que en caso contrario era sacrificado. Si bien la estrategia de desacelere de la infección apunta a prescribir el (auto)disciplinamiento en clave de colaboración ciudadana a través de la cuarentena y el distanciamiento social, ello no implica que la energía deba restringirse a adaptarse para protegerse, clausurando un sentir-pensar-actuar crítico sobre las implicancias de las medidas que se toman, sobre todo porque estas inciden directamente sobre el entramado social, biológico, económico, político y ético de la comunidad.

Con el fin de identificarse con las vivencias de otros ante una intervención surgida de un contexto de excepción, cabe citar parte de la reflexión que el filósofo Paul Preciado realiza inmediatamente después de su recuperación febril, y que publicara en la columna “La conspiración de lxs perdedorxs” desde el sitio lobosuelto.com:

“Me enfermé en París, el miércoles 11 de marzo, antes de que el gobierno francés ordenara el confinamiento de la población, y cuando me levanté el 19 de marzo, poco más de una semana después, el mundo era otro. Cuando me acosté, el mundo era cercano, colectivo, viscoso, sucio. Cuando me levanté, se había vuelto distante, individual, seco e higiénico…”.

Ese nuevo mundo sanitariamente compartimentado por la amenaza del contagio que el filósofo experimenta, resulta en uno diagramado por tecnologías sociales que (des)vitalizan y confinan cuerpos en función de la edad, la inclusión/exclusión socio-económico-geopolítica, etcétera. Un mundo que se configura en autoridad para rediseñar vínculos e intervenir masivamente sobre la vida a fin de administrar la enfermedad y la muerte, provocando que los cuerpos vivos sean traducibles a datos epidemiológicos en función de parámetros de vulnerabilidad infectante, así como traspuestos a la virtualidad omni-vigilante de internet ante la necesidad de retomar lo cotidiano, el trabajo productivo, el entretenimiento, la sexualidad, la socialización, etcétera.

Tal modo de control puede ser pensado desde el concepto de “estado de excepción” trabajado por el filósofo italiano Giorgio Agamben, en referencia a modos extraordinarios pero posibles de ejercicio de poder justificados por catástrofes, guerras, custodia de fronteras nacionales, emergencias sanitarias, etcétera. Un estado que se configura en imprescindible en tanto ofrece protección (y no necesariamente “cuidado”) ante una amenaza, a cambio de un acatamiento docilizante que siempre corre el riesgo de pasivizar el pensamiento crítico y la capacidad de accionar.

Un estado que por su excepcionalidad dota de soberanía a determinados organismos nacionales y supranacionales, así como a ciertos modos moralizantes de “opinión pública” (que justifican su ir contra todo “enemigo-extranjero-infectante” en defensa de su salud-seguridad), y que determina una modificación total o parcial del “orden” con el que hasta el momento se venía funcionando, permitiendo naturalizar acciones que en otras circunstancias serían consideradas de manera diferente.

De esta manera el control biopolítico, es decir la institucionalización de un poder que administra y gestiona la vida en este caso en clave de protección sanitaria, si bien ajustado a criterios científicos de preservación de la salud, también implica costos que pueden materializarse en formas de vigilancia panóptica sobre la existencia, las cuales se “harían cuerpo” a través del aprendizaje de modos específicos de ponderar lo vivo y de tratar “inmunitariamente” los (propios) cuerpos.

No se trataría sólo de una necesaria acción de amparo estatal ante un peligro, sino que con ello también se irían deslizando modos de naturalizar y justificar desde la emergencia, estrategias de ejercicio de poder que podrían poner en riesgo de interpelación a fenómenos tales como la autonomía sobre la propia corporalidad, las formas medianamente autogestionadas de vivir, enfermar o morir, la intimidad, la vincularidad, los modos particulares de habitar espacios públicos, así como la información que se pueda/deba brindar sobre lo que cada quien hace hacia el adentro íntimo de los límites corporales y sus espacios de domesticidad, en pro de un imperativo ciudadano definido exclusivamente por parámetros político-sanitarios.

A partir de la acción de un poder mediatizado por un discurso bio-bélico contra la amenaza destructiva de un virus, se afianzan formas de control que se instituyen en regla para definir lo prohibido y permitido (y de ahí lo bueno y malo), mediante la construcción de una subjetividad que desde el aislamiento, el cambio de rutinas y el debilitamiento de prácticas sociales conocidas, termina siendo maleable por la acción del miedo y el reclamo moralizante de seguridad, a la reproducción de estrategias individualistas de mero salvataje. Estrategias que si bien pueden considerarse adaptativas, no dejan de tener implicancias preocupantes sobre la vigencia valorativa de los derechos en clave comunitaria.

No cabe dudas que las medidas tomadas para desacelerar la distribución de la infección y no saturar los servicios de salud están ajustadas a comprobados criterios sanitarios de dirección estatal, pero ello no implica que por tratarse de una emergencia sanitaria sólo se pueda resistir acatando, y sin hacer uso de la reflexión crítica respecto de los modos con los que la institucionalidad (amparada en ese “estado de excepción”) actúa biopolíticamente sobre cuerpos, vínculos e imaginarios sociales.

El objetivo de tal reflexión crítica apuntaría a estar individual, vincular y colectivamente alerta ante las construcciones de barreras diferenciales, discriminatorias y antidemocráticas que cualquier modo de control biopolítico o de franca fractura de la institucionalidad pudiera implicar, y que en un futuro cercano o lejano se pudieran naturalizar. Sobre todo si consideramos que la incertidumbre vino para quedarse, en especial a partir de la crisis medioambiental y sus probables repercusiones biocidas, genocidas y especistas, las cuales son sustentadas por una maquinaria tecnológico-productiva-consumista que parecería haber cobrado vida propia y destructivamente imparable, de la cual tal vez el Coronavirus sea sólo uno de los comienzos de su materialización.

Preservar la salud en términos integrales y más allá de un no enfermar, implica desarrollar conductas responsables hacia la propia corporalidad, los otros, el medio ambiente y los demás animales, así como estrategias para habilitar distintos grados de calidad de vida individual y comunitaria.

Embanderarnos de una reactiva moralidad, y desde un exclusivo salvataje sanitario que exacerbe el distanciarse y extrañarse del otro para no infectarse, implica ajustarse acríticamente a ciertas lógicas biopolíticas sin abrir la posibilidad a la pregunta sobre cual es la mejor vida que hoy se hace posible vivir. Una que habilite el agenciamiento del deseo y la co-construcción, y sin que la necesidad de salvataje tome el mando y elabore estrategias de guerra con las que enfrentar a un otro que se traduce como enemigo. Tal vez se trate de estar conscientes sobre la siempre vital necesidad de producir pensamiento, aún en medio del torbellino confuso del acontecimiento, con el fin de desarrollar herramientas colectivas a través de las que recibir y operar sobre los nuevos desafíos. Ello permitiría potenciar diversos y posibles modos de (re)organización comunitaria, que habiliten el accionar de éticas claras ante las contingencias, órdenes democráticos y solidariamente alternativos, y honestidades políticamente estratégicas, en intento de activar modos de ser y estar en el mundo que no sólo estén comandados por las lógicas frenéticas del mercado, sino que también sepan atesorar los aprendido durante los períodos de crisis de forma tal de lograr identificar algunos efectos del control biopolítico, a la vez que poder transformar en sabiduría emocional y praxis todo aquello que está siendo repotenciado durante algunos de los silencios reflexivos que se producen desde la cuarentena.

Conoce a nuestro columnista
Ruben Campero
Ruben Campero

Psicólogo, Sexólogo y Psicoterapeuta. Es además docente y autor de los libros: “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes”, “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” y “Eróticas Marginales. Género y silencios de lo (a)normal” (Editorial Fin de Siglo).

Fue co conductor de Historias de Piel (1997-2004) por Del Plata FM y desde 2015 a 2018 por Metrópolis FM. Podés seguirlo por las redes sociales de Historias de Piel o por su canal de YouTube “Ruben Campero”, Facebook, Instagramy Twitter.

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