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Historias de piel: Chonga, mala y loca

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INTIMIDAD

Ruben Campero describe cómo la sociedad califica a las mujeres que son claras y explícitas a la hora de negociar qué quieren (o no) a nivel sexual

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La feminidad tradicional como figura machistamente devenida en objeto erótico-estético que moldea subjetividades de mujeres, suele implantar en los sujetos así feminizados una suerte de (auto) vigilancia respecto de si son o no deseadas (y desde ahí “deseables” en general) por una mirada que dice tener la autoridad deseante para catalogar y evaluar cuerpos, así como los modos “sexys” en que estos deben manejarse para “estimular” la atracción.

Esa “condición” femeninamente evaluable y manipulable, habría colocado a las mujeres y otros sujetos “no masculinos” en un lugar social condicionado por una identidad más “elegible” que “electora”. De ahí se desprende, por ejemplo, el “tomar” una esposa, el valor de la virginidad para “adquirir” cuerpos “sin uso”, el lugar de “decorado” que figuras feminizadas patriarcalmente aún tienen en los medios, el significado político en clave de invisibilización y expropiación misógina de un cuerpo que implica el femicidio, etcétera.

Estos significados de lo femenino si bien viene cambiando a la luz del acceso a derechos y cambios en los modos de subjetivación en ciertos sectores, aún sigue actuando de maneras implícitas y simbólicas a partir de la vigencia de un imaginario patriarcal. El mismo que se torna materialmente contundente en sus efectos cuando intersecciona con situaciones de pobreza, disidencia sexual, migración y otras formas de vulneración.

Algunas teorías neuro-hormonales hablan de un funcionamiento integral cerebral en hembras humanas capaz de atender a la vez múltiples estímulos del ambiente, en comparación con machos cuyos cerebros funcionarían más por focalización y especialización, afectando su capacidad de atender (incluso empáticamente) a estímulos paralelos. Pero como lo biológico no actúa con independencia de lo psicológico y lo social, también es cierto que la educación feminizante construye sujetos hiper atentos a las simultáneas y hasta contradictorias expectativas que se tienen sobre ellos. Esto provocaría que su energía erótica se disperse tras los múltiples requerimientos de su atención, haciendo difícil que logren focalizarse para desear sexualmente, y puedan apaciguar las voces culpabilizantes que inhiben el “soltarse” e identificar los estímulos que excitan.

Al momento de enfocarse en el deseo sexual, y más allá de la rica complejidad de contenidos y fantasías que se puedan manifestar, algunas mujeres pueden encontrar dificultades para identificar-validar lo que quieren, y por tanto expresarlo con claridad. La vertiginosidad de mensajes que deben procesar, tales como no ser puta pero jugar a serlo en la cama, ser una buena (asexuada pero sexy) madre, cumplir con la “empoderante” obligación de tener orgasmos, emular las formas sospechosamente desinhibidas con las que los masculinos hegemónicos expresan sus deseos y prácticas sexuales, etcétera, generaría superposiciones de pensamientos, provocando que al momento del encuentro sexual puedan estar pendiente de demasiadas cosas a la vez.

Ello se complejiza cuando en muchos contextos heterosexuales la relación con hombres masculinos que se muestran “seguros de sí” y sexualmente demandantes, tiende a ahondar por complemento vincular esas “dispersiones” a raíz de sentirse sutil o explícitamente presionadas para que “definan”. Todo en el contexto de una educación sexual informal que estereotipa el diálogo inter-géneros, como forma de naturalizar una diferencia sexual hombre-mujer de “polos opuestos”.

Con eso además se sostendría la peligrosa creencia de que la “duda ambivalente” de lo femenino ante lo sexual, habilitaría a lo masculino a irrumpir violentamente desde su “urgencia” genital como forma de presionar para “concretar”, sugiriendo la naturalización de una cultura del acoso y la violación. Todo ello a su vez teniendo en cuenta que desde la hegemonía resulta “molesto” (o atemorizante) cuando una mujer es clara y explícita a la hora de negociar vincularmente lo que quiere o no a nivel sexual.

Ante tal feminidad “distraída” y “encorsetada”, podrían ser tomadas tres figuras del imaginario social que si bien se encuentran condenadas al desprecio por su significación “demoníaca”, “salvaje” o de “astucia destructiva”, lograrían sin embargo expresar una autonomía y enfoque de intenciones más allá de esa mirada escrutadora que la feminidad tradicional ha introyectado, y que sigue recayendo sobre las mujeres como parte del control social docilizante y feminizante. Tales figuras serían: “la chonga”, “la mala” y “la loca”.

“La chonga”, clasistamente así configurada, estaría aparentemente “disculpada” y en algún sentido “liberada” del escrutinio “civilizatorio” que claramente pesa sobre “la señorita” o “la dama”, a partir de un “descalificable” lugar social que la torna juzgable como mujer “no importante” en tanto que “puta pobre” o “mujer vulgar”.

En ese sentido “la chonga” tendría cierto margen de expresión y enfoque en cuanto a lo que dice querer sexualmente de si y del otro. Sobre todo también porque se la percibe utilizando códigos sexuales explícitos, que la harían “apta” para dialogar familiarizadamente con modos del erotismo masculino hegemónico. Claro está que el patriarcado de mercado suele cooptar los bríos sexuales de este “tipo” de mujeres, y hacerlos funcionales a una producción misógina de expresión descalificadoramente “salvaje” de erotismos femeninos, de forma tal de explotar y consumir sus producciones sexuales “no reprimidas” a un “menor precio”.

La figura de “la loca”, por su parte, representa una manera histórica de control social sobre la expresividad de las mujeres a través de su demonización (como con las brujas) o patologización, tal y como lo ha hecho la psiquiatría y sus decimonónicas teorías sobre la “histeria”, las cuales misóginamente pasaron al imaginario social a través de mitos que unen menstruación, locura y mujeres “ováricas”.

Pero de manera similar al descontrol sexual de “la borracha”, “la loca” lograría con su marginalidad femenina apenas evadir las cámaras de seguridad del control social de género mediante su “impunidad de loca”, pudiendo expresar de modo más directo aquello que siente como deseo sexual. Claro está que eso no la salva de la opresión y el abuso (como tampoco lo hace con “la borracha”), ya que su impulsivo “pasaje al acto” es muchas veces aprovechado en su “desborde” como mercancía sexual de consumo, justificándose tal explotación con el argumento de que estas mujeres “raras” (tal y como se decía de las antiguas “ninfómanas”) no pueden dar cuenta de sí en la medida que están locas tanto “de la de arriba” como “de la de abajo”, pudiendo por tanto ser violentadas sin mayor problematización ética.

Y finalmente “la mala” ha sido una figura monstruosamente sexualizada por la cultura judeo-cristiana. Asociadas a Lilith, a la desobediente Eva, a “Salomé”, a las “vampiresas”, e incluso a las seductoras sirenas griegas devoradoras de carne de macho humano que alegorizan los marítimos tormentos de Ulises, las “malas mujeres”, al igual que las mujeres de “mala vida”, solían ser aquellas que eran prostituidas o “rompían hogares" con su impertinencia sexual, en clara envidia hacia la “buena” mujer que gozaba del amparo de un “esposo-padre”.

En tanto que ya condenada por su malicia, “la mala” no necesita exhibir sumisión para ser deseada, ni acatar la expectativa de “pureza y bondad” que pesa sobre ella como mujer. Para el imaginario social “la mala” lograría enfocar y explicitar su deseo sexual, ya que no tiene que vérselas con las ambivalencias de la pulsión ni reprimir su agresividad y egoísmo. No le importa la sanción de lucir “como puta”, ni tampoco cae en la trampa de ser “la puta” que el patriarcado hoy le exige ser a las mujeres “exitosas” y “empoderadas” a partir de una neoliberal “liberación femenina” de estética porno hegemónica.

Considerando que socialmente se tolera que los hombres puedan ser “chongos”, “locos” y “malos”, resta analizar el porqué de la diferente consideración que se hace para con las mujeres.

Una diferencia que no parece ser equitativa, y que obstaculiza para lo femenino la focalización en los propios deseos sexuales. Tornándose difícil hacer silencio ante ese continuo diálogo interno que muchas mujeres sostienen consigo mismas, como efecto de históricas “mordazas” y mandatos sexuales contradictorios que impiden conectar con una “sana maldad egoísta” que permita gozar directamente con lo que se quiere.
Es difícil desinhibirse o tener un orgasmo como una “señorita intelectual”, al igual que desde la puesta en escena de una actriz de porno hegemónico.

Se haría por tanto clara la necesidad de contacto no sólo con emotivas fantasías, sino también con lo visceral y terrenal, con la locura en clave de pasión, para así lograr ser lo “suficientemente mala” como para escuchar aquello que dispara el deseo y la excitación, permitiendo estar realmente presente en el aquí y ahora de la interacción sexual

Conocé a nuestro columnista
Ruben Campero
Rubén Campero

Psicólogo, Sexólogo y Psicoterapeuta. Docente y autor de los libros: “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes”, “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” y “Eróticas Marginales. Género y silencios de lo (a)normal” (Editorial Fin de Siglo).

Fue co-conductor de Historias de Piel (1997-2004, Del Plata FM y 2015 - 2018,
Metrópolis FM). Podés seguirlo en las redes sociales de Historias de Piel: Facebook, Instagramy Twittery en su canal de YouTube.

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