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Trump y el acuerdo de París

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Donald Trump. Foto: EFE

Mientras Donald Trump se esfuerza por destruir las esperanzas del mundo de frenar el cambio climático, seamos claros sobre una cosa: esto no tiene nada que ver con servir a los intereses nacionales de Estados Unidos.

A la economía estadounidense, en particular, le iría muy bien con el acuerdo de París. Esto no se trata del nacionalismo.

Sobre la economía: en este punto, yo creo, tenemos una idea bastante buena del aspecto que tendría una economía con pocas emisiones. Estoy seguro de que los expertos en energía disentirán en los detalles, pero no es difícil describir los lineamientos generales.

Es evidente que sería una economía que funcionaría a base de electricidad —coches eléctricos, calor eléctrico— en la que serán raros los motores de combustión interna. La mayor parte de esa electricidad, a su vez, provendría de fuentes no contaminantes: eólicas, solares y, sí, probablemente, nucleares.

Claro que a veces el viento no sopla y el sol no brilla cuando la gente quiere electricidad. Sin embargo, existen múltiples formas para resolver ese problema: una red robusta que pueda transportar la electricidad a donde se necesite; almacenaje de varias formas; la dinámica de los precios que alienta a los clientes a usar menos luz cuando es escasa y más cuando no lo es, y cierta capacidad de aumento —probablemente debido a generadores a gas natural, de emisiones relativamente bajas— para manejar cualquier desequilibrio que persista.

¿Cómo sería la vida en una economía que hiciera tal transición energética? Casi indistinguible de la que tenemos ahora.

La gente seguiría conduciendo automóviles, viviendo en casas que se calentarían en invierno y se enfriarían en verano, y viendo videos sobre superhéroes y gatos divertidos. Habría muchas turbinas eólicas y paneles solares, pero la mayoría de nosotros los ignoraría en la misma forma en la que actualmente lo hacemos con las chimeneas de las plantas eléctricas convencionales.

¿La energía no sería más cara en esta economía alterna? Probablemente, pero no tanto: el avance tecnológico en las energías solares y eólica ha reducido en forma drástica el costo y parece que lo mismo empieza a suceder con el almacenamiento de la electricidad.

En tanto, habría beneficios compensatorios. En forma notable, se reducirían los efectos sanitarios adversos de la contaminación del aire y es bastante posible que, por sí mismos, los costos más bajos de la atención de la salud compensarían el costo de la transición energética, aun ignorando todo aquello de salvar a la civilización del cambio climático.

El punto es que, si bien atacar al cambio climático en la forma prevista en el acuerdo de París solía parecer un problema duro, de ingeniería y economía, hoy día parece bastante fácil. Tenemos casi toda la tecnología que necesitamos y podemos tener bastante confianza en que se desarrollará el resto. Obviamente, la transición a una economía de bajas emisiones, la eliminación gradual de los combustibles fósiles, llevaría tiempo, pero eso estaría bien, siempre y cuando el camino esté libre.

¿Por qué, entonces, hay tantas personas en la derecha determinadas a bloquear la acción climática y hasta tratar de sabotear el progreso que hemos tenido en cuanto a las nuevas fuentes de energía?

No me digan que están honestamente preocupadas por la incertidumbre inherente a las proyecciones climáticas. Se deben tomar todas las decisiones políticas de largo plazo de cara a un futuro incierto; en esto hay un gran consenso científico. Y se podría decir, en este caso, que la incertidumbre fortalece la argumentación para la acción porque los costos de equivocarse son asimétricos.

No me digan que se trata de los mineros del carbón. Cualquiera al que realmente le importaran esos mineros estaría luchando por proteger su salud, discapacidad y prestaciones en las pensiones, así como tratando de proporcionar oportunidades de empleos alternativos; en lugar de fingir que, de alguna forma, la irresponsabilidad ambiental hará que retornen los empleos que se perdieron a causa de la minería a cielo abierto y la remoción de las cimas de las montañas.

Si bien no se trata de los empleos carboníferos, en parte, el antiambientalismo de la derecha trata de proteger las ganancias de la industria carbonífera, que, en el 2016, dio 97% de sus contribuciones políticas a los republicanos.

Si se pone atención al discurso de la derecha moderna, incluidos los artículos de opinión que altos funcionarios de Trump escriben en los diarios, se encuentra una profunda hostilidad hacia cualquier noción de que algunos problemas requieren acción colectiva.

Más allá de esto, pareciera que a gran parte de la derecha actual la impulsa, por encima de todo, la animosidad hacia los liberales, más que algún problema específico. Si los liberales están a favor, ellos están en contra.

Si los liberales lo odian, es no. A esto hay que añadir el antiintelectualismo de las bases del Partido Republicano, para las que el consenso científico sobre un tema es una desventaja, no una ventaja, con puntos extras de bonificación por debilitar cualquier cosa asociada al ex presidente Barack Obama.

Y si todo esto suena demasiado mezquino y vengativo para ser la base de decisiones políticas trascendentales, hay que considerar el carácter del hombre en la Casa Blanca.

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Donald Trump. Foto: EFE

PAUL KRUGMAN

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