OPINIÓN
La globalidad y espectro de los efectos disruptivos de la pandemia actual pueden asimilarse a muchos de los que genera una conflagración mundial.
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En ambos casos mencionados, las fronteras se cierran al tránsito de personas, las corrientes comerciales se debilitan, las tesorerías deben financiar gastos extraordinarios inesperados y las sociedades quedan malheridas por los estragos de la guerra o el abrupto ascenso del desempleo y la pobreza.
Sin duda que en ello hay circunstancias diversas y también impactos de grado diferente. Pero todos tendrán un futuro distinto al que proyectaban hasta hace muy poco, que de por sí ya era desafiante.
Hoy se está en la fase de la contención del problema, pero aún no se entró en la ofensiva para revertirlo. Como remedio inmediato, se utiliza una expansión inédita del gasto público tanto en los países desarrollados como emergentes buscando atemperar los efectos del desempleo, el aumento de la pobreza y el apuntalamiento del sector privado a través de modos diversos.
Como reacción a la pandemia, los países desarrollados despliegan políticas fiscales y monetarias expansivas inéditas por su cuantía y la dirección del gasto. La asistencia al sector privado a través de la compra de deuda corporativa por los bancos centrales y con líneas de crédito preferenciales, son las bases de esa postura fiscal y una forma de socialización de parcelas importantes del sector privado con problemas. Esto no es nuevo, pues en la crisis del 2008 se rescataron instituciones financieras ante los riesgos de una crisis sistémica.
Lo que hasta hace poco parecía anatema, la pandemia lo convirtió en norma aceptada para regenerar la actividad económica en picada. Y ese nuevo arco de conductas cubre desde la ortodoxa Alemania, pasando por el campeón de la actividad privada, Estados Unidos, culminando en Japón que profundiza su tradicional postura fiscal expansiva para contrarrestar el estancamiento.
Eso plantea preguntas tales como cuál será el impacto de toda esa extraordinaria liquidez sobre la inflación futura. Lo esperable, según la teoría, es su rebrote vigoroso, algo que la historia desde el 2008 viene negando, pues tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo ya ejecutaron esas políticas sin generar efectos inflacionarios. Más aun, cuando hay quienes vaticinan que estaríamos entrando en un período deflacionario, donde la caída del precio de la energía sería su primer síntoma.
Al mismo tiempo, ya hay señales de cambios estructurales en el modo operativo de la economía y las costumbres sociales, entre ellos el aplacamiento temporal, sino definitivo, de actividades que impliquen el aglutinamiento y traslado de personas. En otras palabras, ciertos servicios proyectados hasta hace poco como motores de la nueva economía entraron en un cono de sombra por un lapso impredecible.
En cambio, los países emergentes tropiezan con la restricción insalvable de que el gasto público lo deben financiar con endeudamiento externo, pues aplicar más impuestos en una fase recesiva es un contrasentido y hacerlo con emisión monetaria desataría niveles de inflación muy elevados y crisis cambiarias.
Uruguay está sujeto a esos mismos impedimentos, lo cual complejiza una situación que ya era difícil antes de la pandemia, caracterizada por crecimiento prácticamente nulo, déficit fiscal elevado (5%) y alto desempleo (10,5%). Con ese escenario de partida adverso, la emergencia sanitaria obliga a expandir el gasto social, en salud, así como a renuncias fiscales de apoyo a las Pymes y sectores perjudicados por la pandemia. En suma, más gasto público que se traduce en más endeudamiento. Afortunadamente queda espacio para aumentar, aunque ya está en niveles altos que arriesgan mantener el grado de inversión y que también agrega mayor presión al fisco por pago de intereses.
Las circunstancias hacen que se vaya retrocediendo en materia de sostenibilidad macroeconómica, lo cual implica redoblar esfuerzos para revertir esa tendencia lo antes posible. Recuperar el crecimiento y eliminar todo gasto superfluo es más esencial que antes.
De no hacerlo, eso implica quedarnos en el mejor de los casos en el punto de partida que encontró el gobierno, signado por el estancamiento y el alto desempleo.
Priorizando en lo que hacer, el apoyo al sector privado figura primero en la lista. De su recuperación depende el aumento del empleo, objetivo básico de todo gobierno.
En esto, la política comercial adquiere una dimensión esencial. Aunque el mundo saldrá más pobre después de la pandemia, esto no vicia que nuestro crecimiento se sigue apoyando en el mejor acceso a los mercados externos que trascienden a los regionales. Los acontecimientos recientes en el seno del Mercosur y nuestras urgencias refuerzan la necesidad de acelerar el diseño de una nueva política comercial. El sector privado necesita cuanto antes señales claras en tal sentido para establecer sus estrategias de inversión.
Respecto a los incentivos a la inversión, son todos bienvenidos y, más aun, cuando estos puedan ser captados por emprendimientos pequeños, pues a muchos sus escalas no les permiten acceder a los beneficios ofrecidos. En paralelo, el clima de negocios debe mejorarse. Seguimos a media tabla en las mediciones internacionales por el cúmulo de regulaciones que agregan costos que lastran la gestión privada
El sector público, por su lado, seguirá siendo el soporte del tejido social desflecado por la crisis. Eso implica más gasto, lo que fuerza a adelantar las reformas en el sistema de seguridad social, para sacarle presión al aumento inevitable del déficit fiscal.
La reforma de las empresas públicas buscando su mayor eficiencia se hizo crucial. Eso determina que sea necesario revisar desde su gobernanza hasta los subsidios cruzados dentro de una misma empresa para financiar rubros a pérdida, como la fabricación de portland o la producción de biocombustibles.
La nueva normalidad, hacia la que inexorablemente vamos, implica buscar todo atajo y entender que cada dólar de ahorro cuenta.