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Saneamiento y crecimiento

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Foto: Archivo El País

ISAAC ALFIE

Es bastante extendido el consenso de que la próxima administración deberá enfrentar la dura tarea de reducir y, quizás en cierto momento, hasta eliminar por un tiempo el déficit fiscal. ¿Por qué?

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La historia muestra que todos los imperios cayeron por su desequilibrio financiero. En la antigüedad fueron las cesaciones de pagos, usualmente precedido por aumentos desmedidos de impuestos, las que generaban descontento popular, el principio del fin. Naturalmente que los tiempos del "proceso de decadencia", poco tienen que ver con los actuales, sean éstos de regímenes autoritarios o bajo democracias republicanas. Tal como lo vemos hoy en Venezuela, o como fueron en los países del bloque comunista de Europa del Este, los tiempos normales de una democracia son mucho más rápidos y, los de los regímenes actuales, también bastante más cortos que en el pasado. Las dictaduras sustentan su decadencia en base a la fuerza que impone el control del ejército, la policía y grupos paramilitares. A estos se los mantiene con privilegios frente al resto de la sociedad y con ello lo que se transforma en tiranía se extiende en el tiempo.

En las repúblicas como la nuestra, donde rige el estado de derecho, no es así. Se puede aguantar de manera artificial por algún tiempo una situación no sostenible, como sucedió en Argentina de los Kirchner —ayudado notoriamente por un entorno internacional favorable— mediante medidas de restricciones cuantitativas, pero a la larga la realidad llega y todo se desmorona. En otras ocasiones, como nuestro Uruguay de hoy, el prestigio ganado desde el fondo de la historia y, especialmente, en los durísimos acontecimientos de 20022003 nos permiten tener crédito y, con ello, inversores confiados en que el país "hará lo que deba hacer" pero honrará sus compromisos. Ello nos posibilita obtener varios miles de millones de dólares por año mediante emisión de bonos, con los que "pagamos" los vencimientos de capital y cubrimos el agujero fiscal ya superior a los US$ 2.500 millones anuales.

La inflación, que usualmente fue la "solución" para cubrir el déficit y evitar la cesación de pagos, es muy impopular y, afortunadamente, parece estar fuera del menú.

De todos modos, el riesgo no es menor porque, basta que las dudas se instalen o, como sucedió hace unas semanas, un analista de un banco diga que corre riesgo el grado inversor, para que los capitales quieran irse, aumentando el costo del endeudamiento, depreciando la moneda local y, acelerando los tiempos del ajuste. Imaginemos que debamos hacer un ajuste de 5 puntos del PIB (unos US$ 3.000 millones al año) de golpe. La única manera es con una reducción drástica de todas las erogaciones en términos reales, y esto el mercado lo hace sobre devaluando la moneda local frente a una paridad normal; la inflación aumenta por cierto período de tiempo, sin que los ingresos de las personas acompañen el aumento de precios.

Un segundo argumento es también conocido. Un déficit fiscal de envergadura, financiado con deuda nos produce atraso cambiario que, llevado a los niveles actuales, terminan paralizando la economía, tal como lo estamos viendo en estos cuatro años que transcurrieron desde el 2014. En efecto, las cifras publicadas a fines de marzo dieron cuenta de que la economía transita una recesión, en principio nada aguda, pero caída de la actividad al fin, desde el segundo trimestre de 2018. A su vez, si en lugar medir la variación del PIB con la base fija de 2005, tomáramos como ponderación de cada sector su peso según el PIB nominal del año previo, que es una de las maneras de aproximarnos a una realidad más cercana, tendríamos que entre 2014 y 2018 la variación del PIB fue de apenas 0,4%, es decir una economía estancada. Este número, además, se encuentra mucho más en línea con lo sucedido en el mercado de trabajo entre esos años, donde la caída del empleo compensa el aumento del salario real, lo que nos conduce a una masa salarial constante.

Ciertamente lo que hay que hacer son reformas de largo plazo, algunas con impacto directo en las cuentas públicas, otras indirecto, como las que liberan recursos para que el sector privado vuelva a tener incentivos a invertir, tanto en capital físico como humano para crecer. Sin crecimiento no hay nada posible; es como en el fútbol, nos podemos defender y, entonces, el mejor resultado posible es el empate 0 a 0. Para ganar hay que atacar. Al igual que en una empresa, se puede reducir y racionalizar los gastos, pero sin ventas no hay empresa. Traducido al sector público, sin crecimiento no hay futuro, porque no hay empleo, no hay recaudación, no hay políticas sociales sustentables. Sólo se genera frustración.

Para crecer se requiere, entre otras cosas, accesos a mercados, reformas microeconómicas que incentiven la competencia, reduzcan los costos ocultos en logística, transporte y otros; inversiones en infraestructura básica y, desde ya, un cambio sustancial en la educación que prepare de verdad a nuestros muchachos para el mundo.

Se necesitan cuentas públicas en orden y para ello estricta disciplina fiscal, pero también reformar el sistema tributario para sesgarlo hacia el crecimiento, es decir, eliminar las doble tributaciones que han aparecido, reducir hasta eliminar los impuestos ciegos y reducir la carga sobre los factores de producción. Nada que sacrifique ingresos se puede hacer en el corto plazo, pero sí a medio plazo en la medida que se crezca y se ahorre buena parte de los frutos del crecimiento.

Haciendo las reformas, si el barrio al menos no resta, la tasa de crecimiento vuelve al 3,5%-4,0% anual, lo que, conjuntamente con gastos controlados, proporciona los recursos para cumplir con las metas.

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