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Reflexiones sobre el nuevo orden regional

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Foto: Reuters

OPINIÓN

La irrupción del Acuerdo Mercosur-Unión Europea, más los anuncios conjuntos de Brasil y Argentina de intentar negociar un TLC con Estados Unidos, deben interpretarse como el nuevo regionalismo que imperará en estas tierras al menos durante la primera mitad del siglo XXI.

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Despues de 28 años de expectativas burladas, el Mercosur como forma de sustitución de importaciones regional para engendrar una base productiva de punta y luego proyectarse hacia el mundo con vigor, ha fracasado. Salvo en algunos rubros agropecuarios y explicado por la aparición de China, todo lo demás es poco y tecnológicamente atrasado. Lo prueba que no hay presencia sustancial de ningún producto de la cadena agroindustrial ni industrializado de origen Mercosur en los mercados mundiales relevantes. Otro tanto puede decirse del proceso de integración, cuando se mira la escasa interconexión de la infraestructura caminera o del abastecimiento energético para citar algunos casos, cuyas notorias carencias integran el debe del tratado. Por último, la inestabilidad macroeconómica de sus socios ha campeado a lo largo de las últimas décadas, cuando en realidad es esencial como catalizador de la profundización de cualquier proceso de integración.

El agotamiento de ese modelo como palanca de crecimiento alimentó la idea de exponer al Mercosur —o a sus socios por separado— a la competencia externa como forma de romper un estado de situación inconducente. Esa idea fue facilitada por el reordenamiento comercial a escala mundial de la mano del binomio China y Estados Unidos, que hizo evidente la necesidad de articular un nuevo eje comercial donde girará una nueva complementariedad europea con los países ribereños del atlántico de América Latina, y desde allí acceder a los países del Pacífico latinoamericano, y luego hacia Oriente, como forma moderna de reeditar lo que los viejos exploradores intentaron cinco siglos atrás.

Complementando ese reordenamiento, también aparece la búsqueda de un contrapeso para balancear la presencia de China en América Latina a través de la fluidificación del comercio de la región con Estados Unidos, por medio de TLC o acuerdos comerciales bilaterales con la potencia del norte.

En estos episodios, no puede ignorarse que Brasil explicitó su condición de líder natural de la región, papel que siempre ejerció, pero que últimamente disimuló a través de las afinidades ideológicas con sus vecinos que terminaron en fracaso. Eso es pasado, y de ahora en más volverá sin tapujos su rol tradicional apuntalado por su perenne visión estratégica de liderazgo regional, ayudado por su condición de ser a pesar de todo, la octava economia del mundo medido por su PIB.

Eso implica que estamos inmersos en unos de los cambios estructurales más significativos de la historia moderna de nuestro país. No entenderlo de esta manera es cometer un error de graves consecuencias, pues nos dejaría a la deriva de una historia que formularán otros. Aun reconociendo nuestro escaso margen de maniobra, debemos utilizarlo al máximo para aprovechar los beneficios y minimizar costos. Ello es válido para nuestros planteos en el ámbito internacional, como las reformas necesarias en lo doméstico para adecuarnos a las nuevas circunstancias.

En realidad, hacia lo que vamos implica competir con una de las regiones más avanzadas del mundo, y a su vez acceder a un mercado ampliado cuyo tamaño explica más del 25% del PIB mundial. Por encima de las salvaguardias, los plazos de entrada en vigor para dar tiempo a los ajustes y las dilatorias propias de algo tan complejo, se entra en un nuevo paisaje cuyo amanecer es ya mañana.

La puesta en marcha del acuerdo implicará en los hechos que nuestras máquinas, nuestra infraestructura y nuestros operarios competirán con sus pares europeos prácticamente de igual a igual, sin cortafuegos que limiten la competencia. Porque en esta lógica, los cortafuegos negociados son siempre parciales y de fácil perforación. Esto conlleva a aceptar y, por ende, instrumentar un cambio cultural profundo, donde lo local se diluye en un ámbito global, donde imperarán reglas explícitas o implícitas ineludibles. Donde violarlas tiene costos elevados, que se aplican tanto a los empresarios como a los trabajadores, así como al propio Estado.

Una cosa que enseña la teoría es que la apertura comercial potencia sus beneficios cuanto menor son las distorsiones y rigideces vigentes que imperan en la estructura económica del país. Lo inverso también es cierto, en materia de costos sociales y económicos.

En términos prácticos, la plena vigencia del tratado insumirá a lo máximo tres períodos de gobierno, lo cual no es demasiado frente a la envergadura de lo que es necesario llevar adelante. Es por eso que nuestra sociedad y sus futuros gobernantes deben incluir en sus programas las políticas necesarias para introducir las reformas estructurales imprescindibles. Por ello, se entiende adaptar la institucionalidad a la nueva realidad, empezando por el fenómeno educativo de enseñar a los ciudadanos a movilizarse en un mundo más abierto, cargado de oportunidades pero también mayor volatilidad. Eso sigue con la eliminación de las distorsiones (incluidas las tarifas públicas) y la modernización de las regulaciones, incluidas las laborales. En suma, todo lo que sea necesario para mejorar la capacidad de competencia del país.

Por último, es necesario crear las redes de contención para aquellos que por la lógica ineludible de estos procesos quedarán en el grupo de los perdedores. Es una manera de ejercer justicia social y reducir la oposición a un proceso del cual no podemos escapar y que bien manejado, traerá notorias mejoras al bienestar general.

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