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Reflexiones luego de un cuarto de siglo inédito por su complejidad

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

El tránsito hacia una nueva normalidad, ahora monetaria.

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El primer cuarto del siglo XXI quedará definido como un período inédito, por el afloramiento de hechos diversos que marcan un punto de inflexión histórico.

En su transcurso se consolidó, de la mano de China, la irrupción de Oriente como actor principal a nivel global, tanto en lo económico como en lo político. Sin ambages, puede decirse que la cuenca del Pacífico ha desplazado al ordenamiento centrado en el Atlántico, comenzado medio milenio atrás.

Tan fuerte es su capacidad de atracción, que la principal potencia del mundo debe competirle en lo geopolítico y su comercio exterior depende de China. Lo mismo puede decirse de importantes países europeos como Alemania, donde ese mercado es el destino principal de sus exportaciones industriales y bienes de capital. Ni que decir de América Latina, donde se convirtió en el principal destino de su oferta de materias primas y alimentos.

Como resultado, el mundo hoy camina por un andarivel estrecho cuyos lados son la trayectoria de China y Estados Unidos, donde ambos representan el 40% del PIB mundial a precios de mercado.

El nuevo ordenamiento global acelerará la obsolescencia del ropaje institucional heredado de la segunda posguerra, poniendo en un cono de sombra a entidades veneradas como las Naciones Unidas, los bancos de desarrollo (Banco Mundial, BID) y al Fondo Monetario. También hizo palidecer a la OMC, convirtiéndola de actor a espectador en el tránsito hacia nuevas formas de asociación comercial, donde impera el bilateralismo entre países o formas imperfectas de multilateralismo que desamparan de la arbitrariedad a los países más débiles.

También en este cuarto de siglo dice presente una nueva faz del cambio tecnológico encarnado en la economía digital y la inteligencia artificial, generando efectos disruptores en las formas de producción, pautas de consumo y en la toma de decisiones en planos diversos. Por su efecto, una ronda potente de desempleo tecnológico es una amenaza concreta y próxima.

Como subproducto, gravitó en la difusión masiva de las redes sociales, las cuales se convirtieron en instrumentos de profunda participación en la vida cotidiana, incluso adentrándose en la actividad política y, en algunos casos se las utiliza como medida para gobernar.

Frente a estos impactos tan trascendentes, las crisis económicas y sus respectivos correctivos pierden importancia relativa. Pero este lapso histórico tan intenso también tuvo una crisis financiera, no vista desde la década del `30 del siglo pasado. En 2008, el sistema financiero del mundo desarrollado estuvo al borde de colapsar, de no mediar medidas de política económica inéditas, que implican inyectar montos extraordinarios de liquidez a través de la acción conjunta de sus bancos centrales y tesorerías. La decisión fue la correcta, vistos los resultados, lo cual llevó a una década de estímulos monetarios permanentes, primero para sellar las fisuras del sistema y luego para recuperar el crecimiento económico aletargado por la crisis.

Cuando el apaciguamiento anhelado después de tanto vértigo parecía próximo, irrumpió una pandemia inesperada y vertiginosa. En su combate, la ciencia puso su sapiencia para crear vacunas en tiempo récord y los gobiernos sus billeteras, agregando más liquidez y más expansión fiscal financiada con deuda.

A fines del 2021, China y Estados Unidos sobrepasan holgadamente sus niveles de producto de pre pandemia (2019). El resto, con comportamientos diversos pero con tendencia positiva aún insuficiente para recuperar lo perdido.

Transcurridos dos años de la irrupción del COVID-19, y cuando lo peor ya parecía superado y el mundo se encaminaba hacia la normalidad, aparece una variante del virus nueva que anuncia más incertidumbre. La reacción inmediata de los mercados fue una venta generalizada de activos ante la perspectiva de un retroceso en la recuperación mostrada en 2021.

Poniendo la lupa en este escenario, hay dos hechos que se destacan nítidamente y que plantean preguntas básicas. Por un lado, si los gobiernos con la ayuda de la ciencia serán capaces de mantener a raya a un virus que muestra una gran capacidad para mutar, hecho que genera incertidumbre, genera disrupciones imprevisibles y que por tanto, lastra el crecimiento.

La otra interrogante es cuándo comienza la reversión de las políticas monetarias y fiscales extraordinarias ante la aparición de empujes inflacionarios en Estados Unidos y Europa. El debate entre su índole permanente o transitoria por estrecheces de oferta parece haberse dilucidado, según los anuncios recientes de Jay Powell, gobernador de la Fed, al señalar en su reciente comparecencia ante el Congreso que propondrá adelantar por parte de la Reserva Federal la reducción de la compra de activos financieros.

Lo que viene por delante no es una cuestión trivial por sus efectos subsidiarios. Como era esperable, los mercados de valores relevantes reaccionaron instantáneamente a la baja, adelantando subas de las tasas de interés. En esta etapa, lo único que puede decirse es que se apaciguará la exuberancia en las cotizaciones mostrada en estos últimos tiempos. Como era esperable, el dólar se fortaleció respecto a otras divisas.

Todo ello agrega un desafío nuevo a las economías emergentes, que paulatinamente verán aumentado el costo de su financiamiento.
Pero, la gran interrogante que permanece es cuánto tiempo insumirá el tránsito hacia esa nueva normalidad monetaria que tendrá como determinante la interrelación entre el combate a la inflación y la preservación del crecimiento como instrumento para generar empleo.

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