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Las perspectivas económicas del nuevo gobierno brasileño

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Jair Bolsonaro. Foto: AFP

OPINIÓN

La elección de Jair Bolsonaro para la presidencia de Brasil en el período 2019-2022 viene acompañada de grandes expectativas. 

A pesar de los avances obtenidos por el gobierno de Temer —aprobación de un techo para los gastos del gobierno federal, reforma laboral y cambio en la tasa de interés cobrada por el Bndes con reducción de subsidios, entre otras medidas— todavía hay enormes desafíos a ser enfrentados.

El principal sigue siendo desequilibrio fiscal. Este año, el déficit primario del sector público consolidado (gobierno federal, gobiernos estatales y municipales y empresas estatales) debe situarse en el 1,6% del PIB, similar al de 2017. Cuando los intereses sobre la deuda pública se incluyen en el cálculo, el déficit pasa a ser del 6,1% del PIB. La deuda bruta del gobierno general debe cerrar el año en el 77,3% del PIB, frente al 74% del PIB el año pasado.
El deterioro de la situación fiscal en los últimos años tiene un componente cíclico, asociado a la recesión de 2014-2016 y al bajo crecimiento de los dos últimos años. Sin embargo, el factor dominante de esta dinámica perversa es de naturaleza estructural: la presión de los gastos obligatorios en todos los niveles de gobierno, con destaque para el crecimiento proyectado de los gastos de previsión social en el gobierno federal y de los gastos con inactivos del sector público en los gobiernos estaduales.
En esta perspectiva, la reforma de la Seguridad Social es absolutamente crítica para la reducción del actual déficit presupuestario. Los gastos del gobierno federal con beneficios de la seguridad social corresponden al 43% de los gastos totales y se estima que crecerán un 3% este año, a pesar del gran esfuerzo de fiscalización que se está haciendo para eliminar fraudes. Su dinámica es dada básicamente por la demografía de las décadas de 1960 y 1970, cuando la población brasileña crecía a tasas elevadas, en torno al 3% al año; tasa a la que crece la población anciana hoy, lo que significa que ese crecimiento se prolongará a futuro.

El actual sistema es insostenible en la medida en que, más allá de la transición demográfica, no requiere edad mínima para jubilación cuando el tiempo de contribución, de 35 años para los hombres y 30 para las mujeres, haya sido cumplido. Esto lleva a las personas que trabajaron formalmente a lo largo de la vida —es decir, contribuyendo a la seguridad social— a jubilarse muy temprano. Como la expectativa de vida viene aumentando, la presión sobre el sistema lo hace insostenible en la medida que esas personas deben recibir sus beneficios por un período muy largo.
Había una expectativa de que la reforma previsional pudiera ser votada este año después de las elecciones, tomando como base la propuesta enviada por el actual gobierno. Sin embargo, sea por el hecho de que hubo una renovación muy alta en el Congreso, lo que reduce los incentivos a que los representantes apoyen medidas impopulares, o porque el nuevo gobierno aún no tiene claro qué propuesta de reforma pretende presentar, el proceso quedó para 2019. El dilema en este momento se sitúa en términos de combinar la necesidad de reducir la presión sobre el presupuesto a corto plazo con el objetivo de introducir un sistema de capitalización a través de cuentas individuales de jubilación. El nuevo gobierno ha enfatizado este último aspecto, pero tendrá que afrontar también el desequilibrio a corto plazo.
Además de la Seguridad Social, los gastos de personal y otros gastos obligatorios ocupan una parte expresiva del presupuesto federal, de modo que menos del 10% del total pueden ser reducidos. Desde 2015, estos gastos discrecionales ya se han reducido en casi el 25%, lo que limita el alcance de las reducciones adicionales. Por eso, parte importante de la agenda del nuevo gobierno implica aprobar medidas constitucionales adicionales, que exigen mayoría de 3/5 en la Cámara y en el Senado, que flexibilicen los gastos obligatorios.
La política fiscal debe implicar otros aspectos, destacándose las privatizaciones de empresas estatales y las reducciones de deserciones fiscales y de beneficios fiscales y crediticios, que crecieron del 3,1% del PIB en 2007 al 5,4% del PIB en 2017, después de alcanzar el 6,7% del PIB en 2015, reflejando la política expansionista y de sesgo sectorial adoptada tras la crisis de 2008. En el caso de las privatizaciones, el primer desafío será encaminar la venta de Eletrobras, empresa estatal con participación importante en la generación y la transmisión de energía, que acumuló pérdidas muy grandes con las medidas equivocadas en relación al sector, adoptadas durante el gobierno Dilma Rousseff. Hay también expectativas de que se privatizan áreas de Petrobras, como refinado y distribución de combustibles, permitiendo que la empresa se concentre en el área de explotación, dado el inmenso potencial petrolero del pre-sal.

Hay muchas otras reformas, varias de ellas de carácter microeconómico, que necesitan ser implementadas para permitir que el crecimiento sostenido -una vez reducido el hiato del producto, hoy en torno al 4% del potencial- pueda acelerar en relación a los niveles actuales, en torno al 2,0% al año. Una de ellas, sobre la que todavía hay poca información concreta, es la liberalización comercial. Dado que la economía brasileña es una las más cerradas del mundo, con un coeficiente de comercio exterior de apenas el 25% del PIB, existe un gran potencial de aumento de productividad por la mayor integración de Brasil al comercio mundial.
Hay bastante optimismo en el momento en cuanto a las perspectivas para la economía: el equipo económico indicado por el nuevo ministro de Economía (cartera que debe aglutinar los actuales ministerios de Hacienda, Planificación e industria y Comercio) cuenta con varios economistas egresados de Chicago, así como con miembros del actual equipo económico. Se combinan así personas con experiencia académica, en el sector privado y en el gobierno, todos comprometidos con las reformas.
No está claro el apoyo político que el nuevo gobierno tendrá para realizar esos cambios, principalmente por el cambio que el nuevo presidente imprimió a las negociaciones, reduciendo el papel de los partidos políticos y aumentando el de las bancadas temáticas. El capital político obtenido en las urnas, sin embargo, permite anticipar que hay una elevada posibilidad de que se concreten.

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