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Cómo NO pensar en políticas públicas

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Síntomas y enfermedades no son lo mismo, pero suelen confundirse.

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Tratar los síntomas sin atacar sus causas solo puede proveer alivio temporal. Un neumático en llanta probablemente esté pinchado, pero seguramente no lo esté en su parte plana. Esto que es obvio para un médico y un mecánico, no suele serlo cuando hablamos de políticas públicas. Veamos algunos ejemplos.

Primero, la producción de bienes y servicios requiere la utilización de variados insumos. El trabajo, o mejor dicho, las distintas formas de trabajo, son parte de esos insumos. La tierra, la maquinaria, la energía, la materia prima y el espíritu empresarial también lo son. En alguna medida, estos factores de producción son sustituibles y puede haber distintas combinaciones para hacer lo mismo. Aunque en gran medida son complementarios y la restricción en uno de ellos provoca que se demande menos de todos. El desempleo o el empleo precario son síntomas de que algo en el proceso productivo no funciona bien, especialmente cuando conviven trabajadores desalentados con firmas que no pueden cubrir vacantes especializadas.

Cuando la falta de empleo de calidad se focaliza en sectores específicos de la población, intervenciones directas para subsidiar este u otro tipo de empleo, lo más probable es que no sean soluciones de fondo. Se necesita que todas las partes fluyan adecuadamente y por ello elegir ganadores suele ser mala idea. No solo entre empleadores o empleados, también entre sectores productivos. En inglés la palabra que se usa para esto es “picking winners”. Estas son políticas en las que un gobierno alienta a ciertos sectores de una economía, o incluso en su peor versión a empresas particulares. La elección de ganadores se da otorgando incentivos fiscales, regulación favorable, zonas francas o incluso subsidios directos.

Segundo, no cabe duda de que las brechas de género han ganado visualización en muchas de sus variantes y esto es bueno. Las causas últimas del tratamiento desigual de mujeres están anidadas en patrones culturales de muy larga y persistente historia. Sin embargo, el igualamiento forzoso o, aún peor, la acción de privilegiar mujeres por el solo hecho de serlo, no resuelven las bases detrás de las diferencias entre personas de distinto sexo. El mercado laboral está lleno de estas situaciones. En el pasado, me he referido desde esta columna al techo de cristal que limita el acceso de mujeres a los niveles mayores del Sistema Nacional de Investigadores y que en definitiva, no es más que parte del acceso deficitario de las mujeres a las jerarquías superiores de la academia.

En diversos debates en los que he participado han surgido propuestas de ponderar mayormente la producción de las mujeres de manera que estas se vean beneficiadas en su comparación con los colegas hombres y así asciendan en la escalera profesional. Esto es una mala idea, tanto por razones de eficiencia como de equidad. Uno de los principales costos sociales de la discriminación de género es que no tenemos a las personas más calificadas en los niveles de responsabilidad y decisión. La propuesta de violentar los méritos efectivos para beneficiar a una persona en favor de otra, implica generar un remedio peor que la enfermedad. Más allá de esto, el hecho de apartarse de la meritocracia le hace muy flaco favor al objetivo de procurar una valoración justa del trabajo femenino. De hecho, tendería a generar el efecto contrario, ya que se visualizaría a las investigadoras con altos cargos como arribistas por su condición de mujer y no por sus méritos.

Tercero, la desigualdad de ingresos también puede ser vista como una enfermedad o como un síntoma de desigualdades más profundas. Si creemos que el proceso de generación de riqueza fluye natural e ininterrumpidamente, probablemente, pensaremos en la desigualdad de ingresos solo como un problema de apropiación injusta e indebida de unos sobre otros de las merecidas participaciones en el bienestar general. En ese caso, beneficiaremos políticas de redistribución directa que saquen a unos y den a otros. Si creemos que la inequidad de ingresos refleja desigualdades más profundas asociadas a capacidades, aspiraciones y circunstancias de vida, tenderemos a preocuparnos más en políticas que favorezcan la igualdad de oportunidades. En lugar de intervenir en el producto final, privilegiaremos el proceso como causa origen y determinante.

Los tres ejemplos considerados en esta nota son simplemente ilustrativos y no pretenden ser una acabada discusión de ninguno de ellos. Lo que tienen en común es que se suele meter en la misma bolsa las causas con las consecuencias. Retomando la alegoría del primer párrafo, la agenda de políticas públicas debería no tratar síntomas como si fueran enfermedades ni considerar que donde se ve el problema es realmente donde está. Los remedios temporales pueden ser necesarios coyunturalmente, pero nunca son soluciones de fondo y su acumulación en capas sucesivas no hace más que ocultar el origen de los males.

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