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Pensando en regular, sólo se retrocede

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

La libertad de las personas, en buena parte del mundo y en esta zona en particular, ha retrocedido a niveles de insospechadas limitaciones.

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Estamos inmersos en una sociedad donde quienes nos gobiernan y buena parte de los aspirantes a hacerlo, cada vez que aparece un tema, el acto reflejo es emitir una regulación, sea ley, decreto o resolución.

Sucede algo y “de manera inmediata” alguien anuncia que propondrá una regulación, sin ponerse a pensar si realmente lo amerita. Muchas veces son sucesos aislados donde el costo de administrar las nuevas disposiciones supera con holgura un eventual daño.

La ciencia económica enseña que una norma sólo se justifica cuando mejora el bienestar general, preferiblemente si aumenta el de algunos sin que disminuya el de nadie. Naturalmente que la mayoría de las veces la medición no es sencilla y, hacer una aproximación insumiría tantos recursos que deja de ser viable hacerla. De todos modos, hay situaciones muy claras, en un sentido (emitir la regulación) y en otro (no emitirla). En todo caso hay una premisa que debe cumplirse para que al menos se verifique la condición necesaria de mejora, y es que quien toma la decisión tenga mejor información. Está harto demostrado que son pocos los casos donde el sector público tiene mejor información que el privado y, por tanto, su intervención suele empeorar las cosas. Este simple axioma no parece estarse comprendiendo.

Por cierto que no estoy refiriéndome a grandes líneas de políticas aplicadas como, educación, salud, administración de justicia, etc. donde la intervención estatal, al menos en su financiamiento, es evidente que mejora las cosas, sino a las miles de “pequeñas” disposiciones que pretenden gobernar nuestras vidas, imponiéndonos obligaciones sin sentido por sobre nuestra voluntad. La premisa “somos libres de hacer lo que mejor nos parezca mientras no causemos un daño a un tercero” está hecha añicos.

Pensemos unos instantes cuántas cosas hacemos de una manera que está forzada por normas que no le encontramos (no tienen) explicación lógica. Ejemplos del ridículo se cuentan por centenas.

Imponer normas de cómo hacer o que impidan hacer tiene costos que superan, usualmente con holgura, a los cuantificables monetariamente. Obtener un papel, su costo no es la tasa que nos cobran, sino el tiempo perdido que insume. Los costos son de eficiencia que afectan el desempeño de la economía. Las trabas eliminan artificialmente transacciones, —todas o parte—, y eso es pérdida de producto, o sea de ingreso de la gente. Sólo piénsese sobre la sobreabundante regulación en el sector que el lector mejor conozca. La maraña de normas recaen tanto donde deben como no deben, encareciendo las operaciones y, con ello, fomentando la concentración de los mercados. Es ésta, la concentración de los mercados, en un mundo que de por sí ya tiende a ello, una de las graves consecuencias de regular y regular. Si no se toma conciencia de ello, el destino es el retroceso, al menos en términos relativos frente al resto del mundo, que la manera de medir las cosas.

Está empíricamente probado —la literatura económica a nivel teórico también lo demuestra— que lo más conveniente “para el grande” es que todo esté reglado “al detalle”; el pequeño no puede soportar el costo de cumplir y la informalidad atenta contra la eficiencia, por lo que jamás tendrá capacidad de competir. Las mismas normas exigen cuerpos que las hagan cumplir, es decir el círculo se cierra con burocracia que luego, genera más normas.

La furia reguladora de todo llegó hasta la obligatoriedad de debatir. Personalmente creo en la confrontación de ideas, porque de ella debería siempre salir algo mejor o una conclusión de quien tiene la razón; difícilmente alguien tenga la verdad o solución perfecta a un problema, por mejor estudiado que lo tenga. Alguna idea o planteo siempre nos hace dudar. Si ello no es así, estamos en el peor de los mundos, el de los fanáticos, aquellos que no conciben estar equivocados. Ya sabemos adónde nos conducen tal postura. Es bueno debatir, claro, pero si alguien no quiere ¿por qué obligarlo?, ¿es tan idiota la gente que si no debate igual lo premiará con su voluntad si le parece malo?

Resulta que el Estado nos tiene que decir todo como hacerlo o dejar de hacerlo. Se omite la realidad de que la gente, si no tiene interés, no lo mira ni escucha. Existe la TV por abonados o las señales de streaming que pueden ser utilizadas y evitar la obligatoriedad, además de “apagar los receptores”. Lo peor es que el debate será obligatorio en cadena nacional y por ley se indica ¡hasta el tiempo de duración! El castigo por infringir la ley es monetario. Es curioso que muchos de los que votaron la ley dicen no creer en el mercado, donde existen premios y castigos, y la base del razonamiento es que las personas maximizan su utilidad subjetiva (que no es solo monetaria por cierto), pero aplican la más estricta lógica de mercado, con penalidad pecuniaria incluida, para hacer cumplir una ridícula disposición.

Lo anterior es sólo una muestra de que la libertad de las personas, en buena parte del mundo y en esta zona en particular, ha retrocedido a niveles de insospechadas limitaciones. Otro capítulo es el de la privacidad donde, sin darnos cuenta estamos observados, El Estado y los particulares que quieran saben todos nuestros movimientos; pero eso es otro tema, no menos importante. Ha llegado la hora de una ley de derechos civiles que proteja a las personas en su privacidad, porque si algo se ha demostrado fácil de violar son las bases de datos, hasta las de la CIA y la Nasa fueron hackeadas.

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