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Entre la nostalgia y el futuro difuso: el dilema de nuestra sociedad

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Somos una sociedad que mira al futuro como algo distante y ajeno. Creemos que éste nos llega por inercia. Por tanto ni lo buscamos activamente y menos tratamos de acercarlo.

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En el año 2004, la ley 17.825 dice que la velada del 24 de agosto sea reconocida oficialmente como la Noche de la Nostalgia. En su artículo 2°, señala que el evento se promocione en el exterior por su interés turístico a través de Embajadas, Consulados y Oficinas Consulares. Lo notable del caso es que una idea para vigorizar la oferta festiva nocturna, recordando hits discográficos del pasado, adquirió envergadura tal que logró estatus legislativo propio, dejándolo al borde de un cuasi feriado nacional.

Aquí no estamos cuestionando la idea ni tampoco la decisión del legislador, sino que intentamos sacar pistas para caracterizar el tipo de sociedad en la cual estamos inmersos. Más aún, reflexionar sobre cuáles son los fundamentos culturales que nutren nuestra visión sobre el mundo y, en particular, la relación de nuestra sociedad con el futuro. Si nos atenemos al significado del vocablo nostalgia, según el diccionario de la Real Academia lo que se estaría celebrando es “…un sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos”.

Quizás ni la sociedad ni el legislador tuvo en cuenta ese significado para lo que en realidad es una velada de parranda, pero sí transmite algo que está subyacente en nuestro modo social: que el pasado fue mejor, que proyectarse hacia el futuro implica asumir mayor incertidumbre o quizás no aporte beneficios suficientes para arriesgar los logros presentes. Por tanto los cambios, si fueran necesarios, deben ser cautelosos y dosificados de forma homeopática.

En la excelente película “El viaje hacia el mar”, guionada sobre un cuento homónimo de Juan Morosoli, los personajes que con ansiedad querían conocer el mar que nunca habían visto, una vez llegados a destino después de una larga peripecia deciden, antes de subir el médano y deslumbrarse con el esplendor del horizonte infinito, detenerse y hacer un asado bajo una enramada. La imagen capta con agudeza y desde otro ángulo un retrato de nuestra actitud social frente a lo desconocido y a la adopción al cambio. Si esto lo trasladamos a los temas que focalizan los debates actuales, mucho de lo anterior se confirma. La reforma de la seguridad social es una mirada hacia el futuro para darle sostenibilidad a un sistema que es un puntal básico de nuestra sociedad.

Las condiciones demográficas y estructurales del mercado de trabajo han cambiado y por tanto el sistema debe acompasarse a la realidad de un futuro inexorable. La resistencia a cambiar, el temor a perder un derecho (edad de retiro más baja) proveniente de una matriz demográfica sin retorno retroalimentan las posiciones políticas que tampoco quieren asumir el malhumor del electorado. Lo mismo ocurre con la reforma educativa. La oposición gremial juega un papel importante, pero tampoco opera en un vacío. De lo contrario, no podría sostenerse durante tanto tiempo. En realidad se apalanca en un status quo que de hecho supone replicar fórmulas anteriores, extendiendo horizontalmente el sistema para lograr mayor cobertura, pero sin profundizar la calidad de la matrícula, ni la calidad de los profesores ni maestros. Tratamos de medirnos con países que han dado el gran paso en materia educativa, sin pensar que para hacerlo previamente dieron el primer otro gran paso que fue tomar la decisión de que podían superarse como sociedades si tomaban la mejora de la educación como heraldo de proyección nacional.

Son reformas que para prosperar requieren el calor de la base ciudadana, que luego es esparcida por el brazo ejecutor de las políticas públicas. Lograr esa simbiosis no es fácil, pero es un requisito necesario para asegurar el resultado y debilitar las resistencias al cambio.

Otro ejemplo son los debates sobre Ancap que giran más sobre reavivar el negocio fallido del portland y mucho menos en cómo adaptarla a la provisión de las nuevas alternativas energéticas que se vienen inexorablemente.

La optimización de nuestra inserción internacional nos viene rondando desde hace décadas. Hace tres décadas dimos el paso osado de integrarse al Mercosur, antes lo habíamos hecho con Aladi y la Alalc y también habíamos decidido convertir nuestra matriz productiva en un modelo exportador. En dicho lapso, salvo la irrupción de China como mercado y el TLC con México del 2004, no hubo mayores cambios. Es cierto que hubo intentos, algunos frustrados por nuestros socios regionales, pero todo eso no justifica detener la marcha. O enfrascarse en dudas cuando están pendientes pasos que otros países competidores ya han tomado hace tiempo. Prácticamente todo el espectro político coincide en el objetivo, pero quizás como en el cuento de Morosoli, antes de subir el médano para adentrarnos en el horizonte de las oportunidades, hacemos la pausa que consume décadas de tires y aflojes que nos deja en el punto de partida.

Finalmente, somos una sociedad que mira al futuro como algo distante y ajeno. Creemos que éste nos llega por inercia. Por tanto ni lo buscamos activamente y menos tratamos de acercarlo. Nuestro colega Ricardo Pascale, de manera elegante y reiterada, nos señala algunas de esas carencias que nos impiden sumergirnos de lleno en el futuro, remarcando que la investigación y la posibilidad de patentar nuevos procesos deben ir de la mano, la complementariedad entre la academia y el sector privado son esenciales para revitalizar la investigación, la formación de empresas innovadoras deben tener la posibilidad de financiarse con capital de riesgo (venture capital). Lograrlo implica cambiar nuestro chip cultural refractario al cambio, recreando la actitud que nuestra sociedad, todavía en formación, tuvo a principios del siglo pasado.

Pues sí pudimos legislar para celebrar la nostalgia, también corresponde hacerlo para adentrarnos plenamente en el futuro.

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