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Sobre lecciones argentinas

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En el diario La Nación del 30 de junio se difunde una columna del prestigioso economista Juan Llach acerca de lo que titula "el agro que el país precisa"; como siempre sus columnas resultan una referencia insoslayable en el pensamiento económico.

En esta oportunidad, aporta abundantes números sobre la pérdida del agro argentino de importancia absoluta y relativa al comercio mundial. Asimismo hace un buen diagnóstico de las causas de tan increíble fenómeno, y aporta algunas ideas sobre soluciones que podrían encararse; a mí me llamó la atención la referencia a esas causas, sobre las que escribo hoy. No obstante y aunque suponga una digresión, no resisto transcribir algunos datos de la catástrofe agropecuaria argentina.

Números.

La participación argentina en la producción mundial de trigo por ejemplo, cayó desde el año 2000 hasta ahora de 2,8% a 1,1%, lo que fue aprovechado por productores tradicionales como Canadá, Rusia y Ucrania, pero también por ¡Brasil! En maíz se conserva la misma tajada (2,4%) mientras Brasil y Paraguay la aumentaron casi dos puntos y China, la India, Rusia y Ucrania ganaron 5,2%.

En la exportación de carne vacuna, lejos del viejo liderazgo, Argentina cayó al duodécimo lugar con 200.000 toneladas, menos de la décima parte de los nuevos líderes, la India y Brasil, y sólo un 7% de lo que exporta el Mercosur, en el que Paraguay y Uruguay treparon a los lugares sexto y séptimo.

La producción de leche se estima este año igual a la de 1999, mientras en el mismo período el mundo la aumentó 30%, Uruguay 70%, Brasil 66%, Nueva Zelanda 54% y Chile 33%. En fin, en la actividad estelar del siglo, la soja, la Argentina aumentó su participación de 16,5% a 18,2% entre 2002 y 2014, mientras Brasil lo hizo de 23,6% a 30,1% y Paraguay y Uruguay sumados también aumentaron más que la Argentina, de 1,8% a 3,8%. Una verdadera catástrofe.

Cuando Llach analiza las causas de este fenómeno menciona dos. En primer lugar una presión fiscal superior a la de los países del primer mundo, y en segundo lugar nada menos que los permisos previos. Dice Llach: "Además de ser el único país productor de alimentos que castiga a las exportaciones con altísimos impuestos, también hay que pedir permiso para exportar carne, leche, trigo o maíz, o para importar insumos y bienes de capital."

Malos ejemplos.

Creo que es muy válido rescatar la analogía, aunque nuestra situación por ahora no se parezca a aquella, pero hay que poner las barbas en remojo.

Lo primero es la presión fiscal, situada en valores récord —más del 32 % del producto— y especialmente mayor para el agro, particularmente este año en el que la rigidez tributaria, en un contexto de caída de la producción, previsiblemente haga crecer la presión fiscal. Esto, y los nuevos impuestos que se anuncian; el primero el de Primaria, sobre cuya flagrante injusticia escribí muchas veces, a la que se suma ahora la inexplicable falta de consideración al momento especial que se vive de caída de todos los precios, crisis climática, incremento de costos, etc.

Por otra parte, no hay que olvidar que una parte muy importante del gobierno propone aumentar más la presión tributaria —Daniel Olesker, el Pit-Cnt— para solucionar el déficit, como si ese aumento tributario no tuviera consecuencias en la producción y el empleo. Harían bien en leer a Paul Krugman sobre el desequilibrio griego.

Pero está el tema de los permisos previos que asimismo cita Llach. También en Uruguay hay que pedir autorización al gobierno casi que para todo: para exportar ganado en pie, para hacer agricultura, para importar frutas y hortalizas, para exportar arroz, para exportar carne, para utilizar algunos herbicidas, para importar vino, para vender semillas, para elaborar o vender agrocombustibles, para poner un feed lot, para escribir un texto en etiquetas de venta, para fabricar inoculantes, para plantar árboles, para importar pollos, para introducir transgénicos.

Y agrego los permisos ambientales previos para hacer represas o bosques, el caravaneo obligatorio de ganado, las múltiples declaraciones juradas por ejemplo de existencias ganaderas, de granos, lo que se viene en materia de agua, todo se ha vuelto un loquero en el que la regla general es la prohibición y la excepción el permiso.

En esto me consta que hay menos conciencia del desorden que supone este continuo pedir permisos, porque la gente hoy en día cree que al frente de la firma de las autorizaciones esta el ministro Tabaré Aguerre; y tiene razón, pero solo en parte.

En efecto, lo que no se ve es que hay una inversión total de la institucionalidad, cada vez que se acepta que trabajar es fruto de un permiso que el estado confiere, cuando notoriamente no es así. Peor aún; la mayoría de esas acciones que admitirían una regulación general —nunca el caso a caso— suponen un grave ataque al derecho de propiedad, al derecho de la gente a hacer lo que quiera dentro de la ley, sin pedir permiso, según su leal saber y entender.

Y esto no debe dejar de señalarse justo cuando el MPP y el Partido Socialista, se proponen revisar en la Constitución precisamente el derecho de propiedad para limitarlo aún más, lo que no solo trae repercusiones económicas, sino que intensifica ese deterioro institucional, que supone que un gobernante defina cuál es el uso y goce que con su permiso un particular puede hacer.

Las lecciones de la situación argentina son múltiples y estamos a tiempo de tomar las medidas del caso. En primer lugar, cuidar la presión tributaria y más aún en momentos como el actual, en especial considerando la inmensa facilidad para trasladar capital no muy lejos, por ejemplo a Paraguay.

Pero sobre todo rechazando de plano todas las intervenciones previas que ambientan un funcionamiento institucional dirigista, irrespetuoso de las capacidades de la gente, totalitario en un sentido, y atrasado respecto del derecho de la gente a optar con sus bienes la mejor solución.

¿Y la propiedad?

Hay quienes no quieren ver que el aumento de la presión tributaria y el uso explosivo de los permisos previos, suponen un recurso ideológico de asalto a los derechos de la gente a disponer en forma privada de lo que es suyo, aunque sea poco. Y que resultan finalmente en un retroceso económico.

La lección argentina que recoge La Nación de la semana pasada debe tenerse en cuenta. Un sector agropecuario con múltiples propietarios exitosos, de todos los tamaños, libres de hacer lo que mejor les parezca, esto compone el paisaje de un agro en desarrollo. Lo otro, la presión fiscal, el permiso, la rigidez de los costos del Estado, todo eso debe repensarse.

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Argentina perdió peso entre grandes productores de trigo. Foto: Archivo El País

Julio Preve Folle

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