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Sobre la inserción internacional: el porqué de un paso urgente

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

La mayoría del espectro político nacional hoy coincide en que Uruguay debe tener una política diferente en materia de comercio internacional, mucho más abierta al libre mercado.

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También lo hace en que el Mercosur no funciona como se pensó y el regionalismo abierto original dio paso a la parálisis ideológica en la que seguimos estando. Esto no siempre fue así, 30 años atrás éramos minoría quienes propugnábamos por la apertura externa que hoy, eufemísticamente, llamamos inserción internacional. Afortunadamente muchos han cambiado su posición, desde la nacionalización del comercio exterior, el control de divisas y capitales y una romántica pretensión cuasi autárquica, viraron a la defensa de la apertura comercial. Un cambio radical en el buen sentido. No hay duda que la caída del “socialismo real” hizo a muchos reflexionar sobre su pensamiento, ya no sólo a nivel teórico, sino básicamente pragmático. Lo que no podía funcionar, no funcionó y, entonces, personas inteligentes reconocen los hechos y corrigen sus posturas.

El mundo desde el final de la segunda guerra transitó un proceso de apertura y crecimiento sin par, que comienza tímidamente, va ganando tracción sobre la segunda mitad de los ´50, luego se estanca para recobrar bríos y consolidarse a partir de la década del ´80 del siglo pasado. El crecimiento de la economía mundial a partir de 1980 ha sido muy importante en medio de una casi continua revolución tecnológica; su razón básica fue la caída de monopolios, la apertura a la competencia de sectores claves en los países desarrollados y el progresivo pasaje hacia un comercio internacional mucho más libre que en el pasado.

Beneficios. El comercio y la libre competencia proporciona beneficios a las personas, que se traducen en mayor bienestar. No importa si el comercio es entre agentes domésticos o proviene del intercambio con el resto del mundo. Éste hace que cada uno produzca el bien o servicio que mejor sabe hacer, y por ende, utiliza menos recursos humanos y materiales por unidad del bien final producido —lo hace de manera más eficiente—, y lo intercambie por otros en lo que no es tan bueno —menos eficiente—, pero otras personas lo hacen mejor. Cada uno vende en el mercado lo que mejor sabe hacer, cobra por ello y, con ese dinero, compra lo que mayor bienestar le brinda en cada momento (su necesidad). Entonces, con el intercambio, para ambas partes, cada unidad de trabajo que aplican le reditúa más bienes y servicios que si lo hiciera todo la misma persona. A su vez, si desea y su ingreso le alcanza para satisfacer sus necesidades vitales y materiales puede optar por mayor tiempo de ocio que también le brinda placer.

La política comercial, contrariamente a lo que suele creerse —y en ciertos casos se la mal utiliza— es una política de asignación de recursos productivos, precisamente porque si se impide el intercambio, sea mediante barreras proteccionistas elevadas, regulaciones que restringen la competencia o directamente por prohibiciones, lo que hace es aumentar la proporción de la demanda doméstica que se satisface con producción local.

Para ello, la oferta local debe aumentar y, entonces, utilizar recursos internos, tierra y trabajo, capital, que se detraen de otras actividades en donde su uso es más eficiente, con lo que se asignan recursos de manera incorrecta. Lo anterior, entre otras cosas, aumenta el costo de producción local, deprime el tipo real de cambio y atrasa la innovación e incorporación de tecnología, que se resuma en la “simetría de Lerner” (un impuesto a la importación equivale a un impuesto a la exportación). Puro atraso. Lo contrario sucede cuando se reduce la protección artificial excesiva.

Para una economía pequeña, un beneficio claro de la apertura al mundo es la posibilidad de acceder a mercados más grandes y, con ello, poder lograr economías de escala en su producción, reduciendo los costos y mejorando la capacidad de competencia. A su vez, lograr acuerdos comerciales que eviten el pago de aranceles de importación en los países de destino de nuestras exportaciones, donde competimos con otros que no pagan, implica que nuestros productores percibirán más dólares por cada unidad exportada y ello, para quien lo recibe, equivale a una devaluación de la moneda local. Es una mejora en la competitividad.

Costos. Pensar en abrir mercados sin que nosotros tengamos una actitud recíproca no parece realista y la apertura a la competencia algún costo tiene. En nuestro caso, este costo no es muy grande. En todo caso hay algunos pocos sectores identificados a los que se deberá atender y ayudar en su reciclaje, el tema es ¿cómo?

Querer manejar desde el gobierno “lo que deben hacer los particulares” ya sabemos que sólo conduce a pérdida de recursos y tiempo y, por tanto, a la frustración. Hay que dejar que las personas se acomoden, ayudando a ello de manera acotada, tanto en dinero como en período de tiempo, con los incentivos adecuados. No puede ser un proceso eterno.

Inmediatez. Pese a todas las urgencias que el nuevo gobierno deberá enfrentar, una acción decidida y rápida en este campo está entre las dos o tres cosas que deberá encarar, aun desde antes de asumir. La ventaja en esta materia es que, seguramente, no encuentre mayores resistencias salvo un sector minoritario y ya conocido del espectro político, al tiempo que las posibilidades de obtener resultados en un lapso relativamente corto es grande. Es un tema de decisión y trabajo. Por cierto que habrá que avisar e intentar concordar con nuestros socios regionales, los buenos modales nunca deben perderse, pero nada debe impedir que Uruguay transite su camino.

Del éxito de esta tarea depende en gran medida el crecimiento del país. y recordemos que sin crecimiento, no hay solución posible a ninguno de nuestros problemas.

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