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La inflación, el eterno retorno latinoamericano

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Foto: Getty Images

TEMA DE ANÁLISIS

Aceleración en el alza de precios hace poner a los bancos centrales las barbas en remojo.

El título parece invitar a una reflexión sobre las teorías de Nietzsche o la concepción de los estoicos acerca de la circularidad del tiempo; aunque si bien la economía tiene puntos en común con la filosofía, no deja de ser una columna de análisis de coyuntura.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la inflación fue el gran azote de las economías de América Latina. Pero salvo Argentina y Venezuela, en los últimos años dejó de ser un factor de preocupación. Con la excepción de Uruguay que siempre tuvo problemas para romper el piso duro de 7%–8%, era una rareza encontrar tasas de inflación superiores al 4% en los restantes países. Sin embargo, los tiempos han cambiado. Mientras el BCU sigue procesando —no sin dificultad— su compromiso en bajar la tasa mediante señales como la reducción del techo de la meta, cambio en el instrumento de política monetaria (en 2020 adoptó la tasa de interés), un discurso más activo para moldear las expectativas y la exhortación a un cambio en la conducta de los agentes para desdolarizar las transacciones de bienes y servicios no transables, en la región súbitamente hemos asistido a una aceleración inflacionaria sin precedentes en lo que va del aún joven siglo XXI.

El gráfico 1 es elocuente, y podría decirse que los demás países “se han puesto a tiro” de Uruguay. Más aún, sorprende ver a EE.UU. sumado al pelotón, con una tasa que trepó del 1% en 2020 al 5,3% en los últimos doce meses a setiembre de 2021, el máximo registro en treinta años.

¿Qué hay detrás de esta aceleración? La respuesta es variada según el caso.
En EE.UU. hay dos enfoques igualmente atendibles, y como suele ocurrir en muchos órdenes de la vida, la verdad estaría en el medio. El primero —la postura de las “palomas”, a la cual adhieren las autoridades de la Fed— sostiene que el pico inflacionario es atribuible a factores transitorios que golpean la oferta, como la escasez generada por cuellos de botella en las cadenas de producción y suministro de bienes a raíz de la pandemia, lo cual llevó a un desequilibrio tras la reactivación de la demanda. Según el argumento, cuando estos cuellos de botella sean abatidos, la inflación volverá a moderarse. La otra postura —defendida por los “halcones” — apunta a la existencia de un grave desequilibrio monetario exacerbado por la expansión de la oferta de dinero a partir de 2020.

Cuando estalló el COVID-19, la Fed redujo la tasa de interés al 0% para evitar a toda costa la interrupción del crédito, tal como había hecho en 2008 cuando se produjo la crisis de hipotecas subprime con la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers. Al no poder seguir bajando la tasa, la política expansiva continuó con la compra de bonos a un ritmo de unos US$ 120 billones por mes, conocido como quantitative easing (QE). Pero a diferencia de la crisis subprime, en este caso la política fue mucho más agresiva. Puesto en números: en los 60 meses transcurridos entre 2008 (cuando comenzó el QE1) y 2013 (cuando se anunció la finalización del QE3), el agregado monetario M2 se expandió en términos reales un 30% (promedio de 0,5% mensual). Mientras que en el período de 19 meses hasta setiembre de 2021 la expansión fue del 28% (un 1,5% mensual).

Esta triplicación en la tasa de expansión mensual de la oferta monetaria es lo que alimenta los temores de un episodio inflacionario persistente. Claro está que Estados Unidos tiene el privilegio de contar con una moneda —el dólar— de aceptación universal como medio de pago y reserva de valor, lo que equivale a decir que la demanda de dinero sería lo suficientemente vasta como para absorber la oferta sin que necesariamente se traduzca en una mayor inflación (por eso cualquier economía sudamericana terminaría en hiperinflación si se embarcase en la misma aventura).

En todo caso, la Fed ya puso las barbas en remojo y este mes anunció el comienzo de la desarticulación del QE con una reducción de la compra de bonos a un ritmo de US$ 15 billones al mes (conocido como tapering). Se estima que a mediados de 2022 finalizarían las compras, y el siguiente paso sería el aumento en la tasa de interés. Todo lo cual llevará a un mayor costo del crédito que hará más difícil la vida de los consumidores norteamericanos.

En América Latina, los motivos de la mayor inflación parecen no estar asociados a este enfoque, con la salvedad de Argentina y Venezuela donde el desorden monetario es evidente (por cierto, en octubre Venezuela suprimió seis ceros a la moneda, con lo cual ya acumula catorce ceros eliminados en los últimos trece años; es decir más de un cero por año). Es buena noticia, pues aleja los fantasmas de inflación crónica padecida en el siglo XX. Lo que habría es un componente de inflación importada por el alza en los precios internacionales. En el gráfico adjunto se puede ver cómo, luego del apagón económico mundial en abril de 2020, los precios de los commodities energéticos y alimenticios comenzaron a trepar hasta terminar muy por encima de los niveles pre pandemia. Nuevamente el efecto COVID explica en buena medida este comportamiento. La reactivación económica en el mundo y el aumento de la movilidad impulsaron fuertemente la demanda mientras que la oferta estuvo a la zaga, en parte por las dificultades logísticas suscitadas con el coronavirus, pero también por el retraso en retomar el proceso productivo suspendido tras el desplome de 2020. Tal fue el caso del petróleo, que se derramó en mayores costos de transporte en todos los países (gráfico 5). Finalmente, existe la sospecha de que la consabida expansión monetaria de EEUU generó una burbuja en el precio de activos financieros como las acciones (el índice S&P 500 escaló a niveles récord), pero también los futuros, cuyo activo subyacente son los commodities. Ello deja abierta la interrogante de lo que podrá ocurrir en estos mercados, cuando la Fed revierta su política.

En Uruguay, la reciente publicación del IPC a octubre ratifica la situación planteada. Los cuartos trimestres suelen ser los de menor aumento de precios; por eso causó sorpresa el alza de 1,04%, la más alta registrada para dicho mes en los últimos 25 años (a excepción de octubre de 2012). En términos interanuales, la inflación se explica fundamentalmente por el lado de los bienes transables, donde la combinación de mayor tipo de cambio y precios internacionales es determinante. A su vez, la inflación subyacente —que excluye precios administrados y de elevada volatilidad como frutas y verduras— supera a la inflación efectiva, lo cual es factor adicional de preocupación. Los bancos centrales de la región (incluyendo al BCU) ya han reaccionado elevando la tasa de interés en un proceso que continuará durante los próximos meses. Es factible que eso genere una apreciación de las monedas, que contribuirá a combatir la inflación transable; la duda es hasta qué punto será eficaz, mientras continúen las presiones por el lado de la inflación importada.

(*) Ec. Marcelo Sibille, gerente senior del área de asesoramiento económico y financiero de KPMG en Uruguay.

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