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¿Globalizadores o globalizados?

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Foto: Pixabay

Opinión

Suele suceder que cuando se habla del futuro, salvo que se trate de un asteroide en trayectoria de colisión con el planeta Tierra, la reacción natural del público es pensar: bueno, ya veremos como manejar el tema cuando se presente. Mientras tanto, ocupémonos de lo importante, o sea lo inmediato.

Sin embargo, en la actual campaña electoral ha surgido la sensata idea de promover una coalición formada en torno a un consenso acerca del futuro. Sobre su integración –incierta aún en esta etapa– solo cabe señalar que cuanto más inclusivo mejor, siempre y cuando los integrantes suscriban sin mayores reparos su contenido. Pero lo esencial es el aspecto sustantivo: mas allá de cómo lidiar con los típicos desafíos que deja una administración saliente, el consenso se formaría también alrededor de un nuevo paradigma económico que proyecte al país hacia una integración mas fructífera con el mundo.

El actual paradigma ya lleva más de un siglo de uso y sus limitaciones son evidentes. Los países especializados en productos primarios estamos jugados al vaivén de la demanda mundial. Durante las infrecuentes fases de bonanza, sucumbimos a la tentación de erigir generosos estados de bienestar, que luego caen en brutal desfinanciación durante las prolongadas fases de contracción de demanda. Compárese con Noruega, por ejemplo, que con sus regalías por petróleo ha constituido desde 1990 un fondo global de pensiones cuyo valor actual equivale a tres veces su PIB.

Los intentos de evadir el ajuste a una realidad internacional menos auspiciosa llevan –paso por paso– a la desestabilización financiera, el populismo y la fragilidad institucional. Durante las cinco décadas que transcurrieron entre el final de la guerra coreana (1953) y el comienzo del superciclo chino (2002), en el Uruguay lo inmediato siempre fue lo apremiante. Los gobiernos de turno se dedicaban a sofocar incendios económicos sin tener tiempo para pensar estratégicamente mas allá de la próxima crisis.

De persistir con el paradigma vigente, la brecha de niveles de vida con los países avanzados se irá ensanchando cada vez más. Así lo afirma el Cr. Ricardo Pascale en comentarios vertidos en entrevistas y charlas recientes, donde pone el énfasis en la economía del conocimiento (EC) como el principio rector del mundo posindustrial desarrollado. Asimismo hace notar la crucial importancia que dichos países asignan a la educación desde temprana edad para preparar a su gente en la aplicación de las tecnologías de información y comunicaciones (TIC) a las distintas áreas del quehacer nacional.

El aspecto clave de esta nueva etapa en la evolución económica de occidente (sucediendo a la agraria e industrial), radica en su mayor dependencia de la capacidad intelectual más que de los insumos físicos o los recursos naturales. La globalización permite a cualquiera reunir los factores de producción, pero hoy la ventaja competitiva está en saber aplicar las TIC para minimizar costos y maximizar la cadena de valor. Ello requiere investigación permanente en áreas de logística, procesos, factores, diseño de productos, mercadeo, regulaciones, sistemas internos de manejo de datos e impacto ambiental.

También implica crear un ambiente propicio para el desarrollo de las distintas actividades, incluyendo una educación orientada a proveer las habilidades especializadas que se requieren y el fomento de polos de aglomeración geográfica de actividades afines (clusters) para cosechar economías de escala y alcance. Si bien el nuevo paradigma nace en el mundo empresarial, se esparce rápidamente al resto de la sociedad al adaptarse las TIC para coordinar actividades públicas y privadas, sean institucionales, empresariales, mediáticas o de la sociedad civil.

No se debe subestimar el esfuerzo de prepararse para penetrar y participar en este nuevo mundo, y de paso transformarse de globalizado en globalizador. Es un desafío que insumirá recursos y tiempo en una escala mayor a lo que pueda lograrse en un período de gobierno. Implica dejar atrás lo reconfortante de lo conocido y aceptar la incertidumbre del porvenir. Nuestro país posee la materia prima básica para el nuevo paradigma: la materia gris. Queda por ver si nuestro sistema político tiene la inteligencia, el ahínco y el coraje de consensuar el proyecto y llevarlo adelante. Solo así se podrá elevar la productividad nacional y, por añadidura, el nivel de bienestar de todos los uruguayos.

Porque en todo esto hay una gran paradoja: si bien el éxito de la economía del conocimiento depende íntimamente del sistema de mercados, no alcanza con dejarles exclusivamente a los mercados la tarea de incorporar un país al nuevo paradigma. El proceso tardaría demasiado –como el desarrollo por goteo– y en dicho lapso la brecha se agrandaría aún más.

Todos los procesos exitosos de reconstrucción, reconversión y desarrollo económico desde la posguerra se han debido a un activo y decidido liderazgo del Estado enmarcado en el sistema de mercados. Ya sea en Europa Occidental y Japón bajo regímenes democráticos, o en los “tigres asiáticos” de primera ola y la China de Deng Xiaoping bajo regímenes autoritarios.

En el contexto de nuestra democracia, para que el Estado asuma tal protagonismo hará falta un vigoroso consenso. Existen antecedentes auspiciosos, como ser el desarrollo de la forestación y el Plan Ceibal. Pero también hay obstáculos importantes, ya sea por obcecación ideológica, defensa de situaciones de privilegio o simplemente por resistencia al cambio. Transformarse en una economía del conocimiento es un objetivo que amerita un consenso nacional explícito que lo eleve a categoría de política de Estado. Que el tema se esté abordando en la campaña electoral es de por sí un síntoma alentador.

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