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Expectativas exacerbadas en el camino hacia el 2020

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Las expectativas de un cambio de gobierno pueden llegar a ser desmedidas y poner la vara muy alta para el que llega.

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Por tercera vez desde el retorno a la Democracia, se asiste a un proceso electoral sui generis, en el cual una fracción relevante de la población tiene grandes expectativas sobre el futuro gobierno, por el sólo hecho de que esperan un cambio igualmente relevante en la conducción del país. En 1985, era lo sumo: un cambio de régimen, desde la dictadura a la Democracia. En 2005, un cambio sin precedentes: desde el bloque de partidos fundacionales hacia el Frente Amplio. En 2020, muchos esperan otro cambio de ese porte: el retorno del bloque fundacional en remplazo del Frente.

En esas circunstancias, es razonable que las expectativas de muchos se inflen e incluso que se puedan volver desmedidas. Algo así como “si todo lo que tenemos es malo, y es por ellos, todo lo que vendrá será mejor, con nosotros”. Un razonamiento de esas características, basado en una premisa falsa (¿por qué todo habría de mejorar per se con un cambio de gobierno?) tiene el problema, si luego se confirma el escenario esperado, de que pone muy alta la vara para el que llega.

Lo interesante del caso consiste en que, tanto en 1985 como en 2005, ese razonamiento pareció acertado. Pero se trata, como tantas veces, de una cuestión de correlación y no de causalidad: en ambos casos se contó (a favor) con el efecto del “rebote” tras sendas crisis, las peores de que se tenga recuerdo. Que no será el caso de 2020.

En el primer período de gobierno democrático, la economía creció 22% y venía de caer 16% en los tres años anteriores. Hubo un enorme aumento de la masa salarial privada y un aumento considerable de las pasividades. Además, no hizo un ajuste fiscal que le restara popularidad: el déficit fiscal promedio fue de 5,2% del PIB (sí, el promedio del quinquenio).

En el primer gobierno del Frente Amplio, la economía creció 33%. El PIB había caído 20% entre finales de 1998 y comienzos de 2003 y cuando asumió el nuevo gobierno ya había recuperado más de la mitad de aquella caída. Además, ya se estaba recibiendo el impulso del shock externo positivo más fuerte en décadas, con el aumento de los precios de exportación.

También hubo un aumento extraordinario de la masa salarial privada y grandes aumentos reales en salarios públicos y pasividades. Tampoco se hizo un ajuste fiscal al inicio de este período y fue el crecimiento (¡al 5,9% anual!) el que ayudó a mejorar las cuentas públicas.

Pensando ahora en 2020 y los años siguientes, es difícil encontrar similitudes con aquellos dos períodos. Por un lado, no hay rebote desde una crisis para aprovechar. Por otro lado, no se aguarda un gran crecimiento económico para el próximo quinquenio: ¿de cuánto hablamos?, ¿una tasa tendencial de 2% y 5-6 puntos adicionales por el efecto de UPM2? ¿17% en cinco años? Por cierto, no es gran cosa, máxime teniendo en cuenta que los puntos de UPM2 rendirán menos fiscalmente que los puntos “normales”, por las exoneraciones impositivas que benefician a ese proyecto. Encima, el gobierno entrante no habrá de zafar de hacer un ajuste fiscal convencional.

Es decir que, en esta oportunidad, las expectativas exacerbadas por el cambio de gobierno no serán ayudadas por el rebote desde una grave crisis cercana ni por un gran crecimiento económico próximo, y en cambio serán afectadas por el ajuste fiscal: aún en el caso ilusorio que se plantea desde la campaña electoral, sin aumentos de impuestos, si hay un verdadero ajuste, habrá menos pesos públicos entrando en bolsillos privados.

El panorama se complica más en materia de expectativas infladas cuando desde la campaña electoral se ilusiona con un ajuste “light” (a la Macri 2016, digamos). Y en esto coinciden gobierno y oposición, unos por no reconocer el desastre fiscal que legarán y otros por no ser “pianta votos”.

De este modo, se echa leña al fuego del motor de la ilusión y, si luego esa ilusión no encuentra sustento en los resultados concretos en los bolsillos, puede terminar volviéndose en contra del gobierno.

La magnitud del ajuste a realizar es tal que no se arregla con crecimiento ni con medidas homeopáticas, que son los caminos que se insinúan desde la campaña electoral. Se requerirá cortar los famosos gastos superfluos (más necesarios como señal desde “la política” que por lo que rinde hacerlo); se deberán encarar reformas que sí bajen realmente el gasto público pero que si son bien hechas, rendirán con gradualidad y no de manera inmediata (seguridad social, recursos humanos en el sector público, gestión del presupuesto, regla fiscal, gobernanza de empresas estatales); y se deberá subir impuestos, en el mejor de los casos como “puente” hasta que esas reformas generen ahorros.

Viendo el panorama político, no da para ser muy optimistas.

Si repitiera el Frente Amplio, sería uno con dominancia del sector retrógrado sobre el social demócrata. No tendría mayoría parlamentaria y sería difícil que la alcanzara con alianzas, dada la intención de voto, hoy, de cada partido.

Si ganara la actual oposición, sería más factible llegar a la mayoría parlamentaria, pero el gobierno debería pagar reiteradas veces el voto que le dé la mayoría, dentro y fuera de su partido, lo que afectaría la calidad de sus políticas. Este sería el caso de las “expectativas exacerbadas” y si los resultados esperados no llegaran, muchos tendrían incentivos para ser los primeros en abandonar la coalición.

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