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El Estados Unidos real contra el Estados Unidos del Senado

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Congreso de EE.UU. Foto: AFP

OPINIÓN

Todo el mundo ha presentando su análisis de las elecciones del martes 6, así que, por si sirve de algo, aquí va el mío: a pesar de algunas decepciones amargas y terreno perdido en el Senado, los demócratas obtuvieron una gran victoria.

Los demócratas rompieron el monopolio republicano en el poder federal y eso es algo muy importante para un gobierno que ha caído en actos descarados de corrupción y abuso de poder, creyendo que un impenetrable muro rojo siempre lo protegería de tener que rendir cuentas. También lograron victorias importantes a nivel estatal, que tendrán un gran impacto en las elecciones futuras.
No obstante, ¿dado este éxito general, cómo explicamos esas pérdidas en el Senado? Muchas personas han señalado que el mapa del Senado de este año fue inusualmente malo para los demócratas, ya que está compuesto de manera desproporcionada por estados en los que Donald Trump ganó en 2016, pero en realidad hubo un problema más grave, uno que supondrá obstáculos a largo plazo, no solo para los demócratas, sino para la legitimidad de todo nuestro sistema político. Las tendencias económicas y demográficas han interactuado con el cambio político para hacer que el Senado sea muy poco representativo de la realidad estadounidense.

¿Cómo está cambiando Estados Unidos? La inmigración y nuestra creciente diversidad racial y cultural son solo parte de la historia. También estamos siendo testigos de una transformación en la geografía de nuestra economía, ya que las industrias dinámicas gravitan cada vez más hacia extensas áreas metropolitanas donde ya hay grandes cantidades de trabajadores altamente educados. No es casualidad que Amazon esté planeando instalar sus dos nuevas sedes en las zonas metropolitanas de Nueva York y Washington, D.C., puesto que ambos lugares ya cuentan con una enorme fuente de talento.
Evidentemente, no todos viven, ni quieren vivir, en estos centros de crecimiento de la nueva economía. Sin embargo, nos convertimos cada vez más en una nación de urbanitas y suburbanitas. Casi un 60 por ciento de nosotros vive en áreas metropolitanas con más de un millón de personas, más del 70 por ciento en áreas con más de 500.000 habitantes. Los políticos conservadores pueden ensalzar las virtudes del “Estados Unidos real” de las zonas rurales y los poblados pequeños, pero el verdadero Estados Unidos en el que vivimos, aunque sigue teniendo ciudades pequeñas, es principalmente metropolitano.

He aquí algo curioso: el Senado, que le da a cada estado el mismo número de curules independientemente de la población —lo cual da a las menos de 600.000 personas en Wyoming la misma representación que a los casi 40 millones en California— otorga un peso realmente excesivo a esas áreas rurales y se lo quita a los lugares donde viven la mayoría de los estadounidenses.
Me parece útil contrastar el Estados Unidos real, el lugar donde verdaderamente vivimos, con lo que considero es el “Estados Unidos del Senado”, la nación hipotética que insinúa un simple promedio entre estados, que es lo que de hecho representa el Senado.
Como dije, el Estados Unidos auténtico es principalmente metropolitano; el Estados Unidos del Senado es todavía mayormente rural.
El Estados Unidos real es racial y culturalmente diverso; el Estados Unidos del Senado todavía es muy blanco.
El Estados Unidos real incluye grandes cantidades de adultos altamente educados; el Estados Unidos del Senado, que le da un menor peso a las áreas metropolitanas dinámicas que atraen a los trabajadores altamente educados, tiene una mayor proporción de personas sin estudios universitarios y muy particularmente blancos sin educación superior.
La intención no es denigrar a los electores blancos sin estudios universitarios en las zonas rurales. Todos somos estadounidenses, y todos merecemos una voz igualitaria para moldear el destino nacional. Pero resulta que algunos de nosotros somos más equitativos que otros y eso supone un gran problema en una era de profunda división partidista.

Para decirlo simple y llanamente: lo que Donald Trump y su partido están vendiendo se reduce cada vez más al nacionalismo blanco: el odio y el miedo hacia la gente de piel morena, con una dosis importante de antiintelectualismo más antisemitismo, que siempre ha sido parte del paquete. Este mensaje rechaza a la mayoría de los estadounidenses. Por eso la elección del martes en la Cámara de Representantes —que a pesar de todo el fraude electoral y otros factores es mucho más representativa del país en general que el Senado— produjo una importante ola demócrata.
Sin embargo, el mensaje sí hace eco entre una minoría de estadounidenses. Estos estadounidenses son, por supuesto, blancos, y es más probable que residan fuera de las áreas metropolitanas grandes y racialmente diversas, porque la hostilidad racial y el miedo a la inmigración siempre parecen ser mayores en lugares donde hay pocas personas que no son blancas y muy pocos inmigrantes. Además, estos son justo los lugares que tienen una participación desproporcionada en la elección de senadores.
Entonces, lo que pasó el martes, con los republicanos que sufrieron importantes derrotas en la Cámara de Representantes, pero la victoria en el Senado no fue solo una casualidad del mapa de este año ni de temas de campaña específicos; fue el reflejo de una profunda división en la cultura, y, en efecto, de los valores, entre la ciudadanía estadounidense en general y la gente que elige a la mayor parte del Senado.
Esta divergencia tendrá profundas implicaciones, porque el Senado tiene bastante poder, en particular cuando el presidente —que, no olvidemos, perdió el voto popular— encabeza un partido que controla esa instancia. En específico, Trump y sus amigos del Senado pasarán los próximos años llenando los tribunales de republicanos de derecha.
Así que podríamos estar ante una crisis creciente de legitimidad en el sistema político estadounidense, incluso si logramos salir de la crisis constitucional que parece inminente en los próximos meses.

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