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Distintas apuestas y un objetivo: reducir el déficit

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

La política fiscal es de lo más discutido entre quienes aspiran a guiar política y económicamente al país a partir de marzo.

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Los días previos a las definiciones que comenzarán en dos semanas, están cargados de comentarios sobre el rumbo que debe tomar la política de gastos y de ingresos oficiales. Es que el resultado crecientemente negativo de las cuentas públicas amenaza al grado inversor que califica hoy a los pasivos financieros del sector público nacional. Aunque la mayoría reconoce que el gasto público debe disminuir o al menos ser más eficiente, no todos descartan reincidir en aumentos de impuestos y de cuasi tributos.

El gasto

El gasto público se financia parcialmente con la recaudación tributaria y con sobreprecios de tarifas públicas y el exceso se paga con endeudamiento. Algunos critican el monto de los egresos estatales porque no se cumplen adecuadamente las funciones que financian —educación pública, seguridad y salud— y también porque los costos para cumplirlas, aún inadecuadamente, son excesivos. Otros opinan que la provisión de esos servicios ha mejorado sensiblemente respecto al pasado, aunque admiten que se debe mejorar la gestión. Si hay algo en lo que las dos partes coinciden es en la necesidad de ajustar profundamente el régimen vigente de la seguridad social, que explica gran parte del desequilibrio fiscal.

Efectivamente, la simple observación de la evolución del gasto público marca la necesidad de adecuar a la seguridad social, no solo porque es alta su contribución al déficit actual, sino porque también lo será y todavía mayor en el futuro, ante las características demográficas del país. Pero también es inevitable reconocer que resulta exageradamente alta la dotación de funcionarios públicos. Es bien conocido el 36% de aumento del número de servidores estatales que ha habido en los últimos quince años, lapso en el que se ha desarrollado una revolución digital y tecnológica que sustituye —y con ventajas— al trabajo de personas.

Desconocer que a pesar del aumento del funcionariado vinculado al sector oficial no se ha logrado mejorar a fondo la educación, la seguridad y la salud en la esfera pública, puede llevar a algunos —quienes pueden seguir en el gobierno— a continuar con el incremento de esos vínculos laborales, lo que agravaría aún más el costo de la gestión que hoy algunos desean disminuir. Y además, a una mayor presión fiscal que desincentivaría la inversión, el crecimiento económico y el empleo.

Los impuestos

Todos los que en estos días bregan por gobernar al país a partir de marzo rechazan, en total o parcial medida, la posibilidad de aumentos tributarios —nuevos impuestos, adecuación de bases imponibles o subas de tasas—, o de ampliar cuasi tarifas, para recaudar más. Sólo en el caso de la fuerza política que hoy gobierna al país, se ha advertido suba de impuestos directos ante determinadas coyunturas económicas, locales y externas con efecto locales.

Lo que se debe reconocer cuando se deciden aumentos tributarios es que en la mayoría de los casos, el objetivo es beneficiar a las clases sociales de menores ingresos, con transferencias directas de dinero o indirectas en especie: educación, salud, seguridad. Pero también se debe reconocer —por la evidencia empírica que existe— que aunque sea loable, el propósito de mejorar ingresos y oportunidades tiene efectos negativos a descontar. En primer lugar, porque los que son gravados pierden más que lo que reciben los beneficiarios del gasto: entre ellos hay costos explícitos e implícitos que reducen la recaudación a transferir. Desde el momento que hay que liquidar un impuesto hasta el momento de la transferencia al beneficiario, hay etapas a recorrer que tienen costos a retraer de la recaudación. En segundo lugar, se debe también reconocer que las transferencias no llevan a mejores oportunidades para sus beneficiarios, porque en general disminuyen el ahorro disponible para invertir o consumir y, en consecuencia, afectan a la producción y al empleo. Más impuestos se traducen siempre en menor inversión, menor ocupación y su obvia consecuencia, menor producción.

Ante contingencias por coyunturas externas adversas, el competidor electoral que no ha descartado recurrir a una mayor presión impositiva, también defiende un programa tributario que recurriría a aumentos de impuesto directos. Tributos que gravan al patrimonio de personas y empresas, o a sus ingresos. A un stock que se ha acumulado a lo largo de muchos años de ahorro y disminuido ya por el pago de tributos, o a un flujo —salarial por ejemplo— que puede ser alto por diversas circunstancias: capital humano, calificación especial, mayor riesgo, temporalidad o por otras causas. Tanto en el caso de un impuesto sobre un stock —patrimonio o los componentes de su base imponible— como sobre un flujo —ingreso— tiene sus consecuencias de corto, de mediano y de largo plazo, a las que me referiré en otra ocasión.

Se trata de impuestos que se cobran a un número relativamente escaso de contribuyentes, por lo que sus tasas son altas y además, se reinventan otros y se replican las mismas bases —doble y triple tributación sobre el mismo activo o el mismo ingreso— ya gravadas tanto a nivel nacional como local: impuesto al patrimonio, impuesto de Primaria, contribución inmobiliaria, patente de rodados, Fonasa, impuestos a la renta, impuesto de asistencia a la seguridad social y otros por el estilo.

El camino de la nivelación presupuestal será trabajoso y lento y se dará en un contexto de alta conflictividad política, ideológica y sindical, que puede afectar la buena consideración que se tiene de la deuda uruguaya.

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