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Las disfuncionalidades de nuestro proceso de reformas

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Reformar requiere cristalizar consensos que muchas veces tropiezan con visiones diferentes, preceptos ideológicos antagónicos o la defensa de intereses creados.

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A pesar de que nuestra historia reciente muestra que las reformas estructurales han sido esenciales para potenciar el bienestar ciudadano, su curso de acción ha sido tortuoso. Ya a mediados del siglo pasado, Real de Azúa advertía en “El impulso y su freno” de esa cualidad de nuestra sociedad. Se podrá diferir en sus argumentos pero no en el mensaje, pues tras el paso de las décadas, se constata que una sociedad que siempre se autopercibe como propensa al cambio, cuando llega el momento de su adopción, se pone en “modo” reflexivo, sobrepondera los riesgos, se anida en lo logrado, busca excusas, y se detiene. Es así que cada impulso reformista encuentra su freno porque somos conservadores en la asunción de riesgos, por razones ideológicas y defensa de intereses corporativos.

En la ruta reformista hubo avances, pero sin la continuidad necesaria. Algunos sustantivos, comenzados en la década de los ´70 que liberalizaron la economía, permitiendo la operativa de un mercado cambiario libre, la apertura de la balanza de pagos, la eliminación de los controles de precios y dominar la inflación, consolidando la macroeconomía a mediados de los años ´90.

Comenzó la rebaja arancelaria, contrapartida necesaria de un modelo de crecimiento basado en las exportaciones. Se desreguló la operativa del sector agropecuario, siendo relevante la desregulación del abasto de carne, de la industria frigorífica y el cierre del Frigonal, la libre importación y exportación de granos y la eliminación de las detracciones. En materia de inserción internacional, el Mercosur fue pensado como el primer escalón para proyectar a la región como potencia exportadora global. En ese ínterin se introdujo legislación que posibilitó la instalación de zonas francas, con la idea de potenciar la industria de servicios financieros y desarrollo de software.

La reforma de la seguridad social aprobada en 1996 aseguró la consistencia macroeconómica futura, facilitando un mejor acceso a los mercados de capitales y generando recursos para financiar obra pública y emprendimientos privados a través de las Afap.

Las reformas —a pesar de las resistencias—, también llegaron a ciertas actividades bajo dominio público. Se abrió a la competencia la telefonía móvil y el mercado de seguros, monopolizado por el Banco de Seguros. Se autorizó la operativa de privados en la actividad portuaria, en la generación eléctrica, y se concesionaron carreteras. En la faz educativa, irrumpieron las universidades privadas, junto a los centros CAIF como forma de potenciar desde la base el proceso educativo de los niños, en particular aquellos de los sectores más vulnerables.

En definitiva, en un par de décadas se introdujeron reformas sustanciales —hoy indiscutidas— donde muchas no fueron fáciles, porque reformar requiere cristalizar consensos que muchas veces tropiezan con visiones diferentes, preceptos ideológicos antagónicos o la defensa de intereses creados.

En estos días, dos debates que están sobre el tapete demuestran esa realidad. El primero refiere a la reforma de la seguridad social. Hay consenso sobre su necesidad pero divergencia en el cómo y su oportunidad política. La demografía obliga a aumentar las edades de retiro actuales. Instrumentarlo tiene un costo político inmediato —nadie quiere trabajar más aunque viva más— y sus beneficios se capturan recién en años venideros, hecho contrario a la lógica electoral. Ese escollo conjuga, a su vez, con diferencias entre el régimen general y otros como el militar, policial, y también el profesional y bancario, que deben reformarse pues, a la larga, descargan sus desfinanciamiento sobre el bolsillo promedio de todos los ciudadanos. A esto, sumémosle la oposición al régimen solidario y de capitalización imperante para entender la magnitud del desafío, al mezclarse cuestiones de oportunismo político, defensa de intereses creados y visiones diferentes de cómo organizar el sistema. Solo como dato y no consuelo, es una de las reformas pendientes en la mayoría de los países sin importar su grado de desarrollo.

En nuestro país, casi toda reforma de las empresas públicas tropieza con una oposición febril nutrida de ideología y defensa de intereses privados de sus trabajadores. El corporativismo ideológico en los argumentos se trasluce cuando se anteponen como superiores los intereses de la empresa respecto a los del ciudadano. Dos ejemplos relevantes son la introducción de la portabilidad numérica y la eliminación del monopolio de Antel como proveedor básico de servicios de Internet, En el primero de los casos, bajaron los precios y la empresa no pierde su posición dominante. Y si lo hubiera perdido en beneficio del consumidor, que es un ciudadano de a pie, cuál era el problema. El esplendor de la empresa, o el beneficio del usuario que a su vez es su accionista y por encima de todo ciudadano.

Respecto a la competencia en el mercado de Internet lo mismo. Cuando se argumenta que al ser Antel propietario del cable submarino y la red de fibra óptica, le da exclusividad de uso, se confunden varias cosas. Primero, Antel no es su propietario sino quien la financió, en este caso el bolsillo del ciudadano. Por tanto él es quien tiene el derecho a sacarle el mayor beneficio a esa inversión en la modalidad que más le convenga socialmente. Antel, como brazo del Estado, es el instrumento para ofrecer un bien de uso público, que no implica exclusividad de uso.

A manera de ilustración, las carreteras las financian los ciudadanos con sus impuestos y peajes para transportar libremente sus cargas y vehículos. Que se construyan con recursos del Ministerio de Obras Públicas, no le otorga exclusividad de uso. De lo contrario solo podrán transitar vehículos propiedad de ese ministerio. Concluyendo, las empresas públicas están al servicio de los ciudadanos, objetivo reñido con el mantenimiento de monopolios innecesarios.

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