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Dos décadas cruciales

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Hace dos décadas, la mayoría de los países de la región —incluido Uruguay— intentaban acabar con el flagelo de la inflación, modernizar la gestión del sector público y mejorar su inserción internacional. Cada cual lo buscó a su manera con resultados variopintos, aunque aceptables.

La mayoría logró abatir la inflación a menos de un dígito. Se mejoró la gestión del sector público a través de un espectro de opciones que fueron desde la privatización de empresas públicas deficitarias, pasando por asociarlas al sector privado y culminado con la abolición de monopolios públicos.

Otro impulso modernizador fue la reforma de los sistemas previsionales, o como medio de consolidar un mecanismo desfinanciado, fomentar el ahorro y consolidar el mercado de capitales doméstico. Sin embargo, pocos fueron los avances en disminuir la hipertrofia del sector público. En materia de inserción internacional, se apostó a un modelo exportador junto a la apertura comercial. Simultáneamente se priorizaron acuerdos regionales como el Mercosur con el propósito de generar comercio y una plataforma de industrialización.

En un continente afín a los etiquetados, ese conjunto de políticas justificadas para salir del estancamiento y evitar crisis recurrentes de balanza de pagos recibió el mote con tinte peyorativo de "Consenso de Washington". En realidad tuvo muy poco de consenso, mucho de factura local y nada de imposición externa proveniente del norte. Simplemente fue la respuesta a una situación de estancamiento secular presente a lo largo y ancho de la región.

Luego, la crisis de principios de siglo detonada por un frenazo del financiamiento externo demostró que esa agenda de reformas estaba incompleta. En nuestro caso, el contagio se explayó a través del sistema financiero, incluida la banca pública, que no tenía el encuadre regulatorio adecuado. Crisis más recientes del mundo desarrollado convalidan esa interpretación, la complejidad del problema y la virulencia de sus efectos.

Empujado por estas y otras razones, la mayoría de la región estrena las postrimerías del siglo con una oleada de gobiernos progresistas que mueven el fiel de su balanza política hacia el centro izquierda, que en algunos casos penetra formas de populismo autoritario.

Ese camino lleva una década, y es suficiente para evaluar sus resultados. En primer lugar el crecimiento económico estelar fue impulsado por pocos productos de exportación de la mano de la demanda extraordinaria de China que aumentó precios y volúmenes. A ello corresponde agregarle el financiamiento externo a tasas reales extraordinariamente bajas y la correspondiente oferta de inversión directa extranjera derramada a lo largo de casi toda América Latina. Como hubo crisis importadas por impactos externos, lo mismo puede decirse de las bonanzas alimentadas por eventos favorables foráneos. La prueba es que, agotado el súper ciclo de las materias primas, comienza el declinar de la tasa de crecimiento regional hacia sus niveles históricos. Y en algunos casos —como el de nuestros vecinos— rayando en la recesión abierta.

En consonancia con lo anterior, la matriz productiva sigue concentrada en pocos rubros, con signos de primarización creciente de la oferta de bienes. Se produce más pero con escaso o nulo grado de industrialización, lo que impacta negativamente en la demanda de trabajo de calidad. Cómo aumentar la industrialización es una interrogante, tanto para la academia como para los equipos dirigentes. Lo que se ha intentado hasta ahora ha fracasado.

Siendo las políticas sociales el estandarte de los gobiernos progresistas, junto a la disponibilidad creciente de recursos se hubiera esperado mejores resultados. En muchos casos, incluido Uruguay, la mayoría de los indicadores sociales no son sustancialmente mejores a los vigentes a mediados de la década del 90. Y eso es a pesar de la extraordinaria bonanza que se desparramó sobre toda la sociedad y el erario público proveniente de factores externos. El aumento de los ingresos de los estratos más bajos y el redireccionamiento del gasto público sacrificando la inversión, no se tradujo en una mejoría sustancial de condiciones básicas como la vivienda y su entorno inmediato, que contribuyen a romper el círculo de la pobreza. La vivienda informal y los asentamientos son una constante que se acrecienta que no ha tenido una solución adecuada y que alienta otro flagelo como la inseguridad.

En paralelo, la decadencia de los sistemas educativos ayuda a perpetuar esa situación y coloca a la región en la retaguardia de las nuevas generaciones que van entrando al mundo global del trabajo. A través del comercio de bienes y servicios las fronteras se desdibujan, lo que expone las diferencias de productividad de los recursos humanos y su capacidad de competencia.

Por último, la inserción internacional desde hace dos décadas viene empantanada por una visión errónea que se ha profundizado en esta década. Con el multilateralismo y el Mercosur agotados, no queda otra alternativa que cambiar de estrategia tal como lo vienen haciendo algunos países de la región.

Esta mirada a vuelo de pájaro muestra que siguen presentes los mismos desafíos a pesar del paso del tiempo y los cambios de signo político de los gobiernos.

Lo más descollante fue el relámpago de la irrupción de China, que no fue suficiente para modernizar nuestras sociedades y lanzarlas de lleno a sendas robustas de crecimiento. Con su declinar aparece la víspera de una etapa nueva que ya muestra en la región sus primeros indicios.

carlos steneri

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