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Los debates para el 2021

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Decisiones a tomar para tiempos extraordinarios.

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Los finales del año de la pandemia pueden considerarse como una bisagra en la historia reciente del mundo por los paradigmas que derrumbó, las cicatrices infligidas convertidas en desafíos a resolver y, como secuela positiva, los avances científicos logrados en el campo de la medicina. Comenzando por esto último, la gran noticia es que la comunidad científica desarrolló una vacuna para combatir una enfermedad nueva en tiempo récord, aplicando en algunos casos tecnologías inéditas que podrán ser utilizados en el combate de otras enfermedades. En la mayoría de los casos, su motor fue la actividad privada, asociada con la academia y el apoyo financiero del Estado bajo modalidades diversas. En definitiva una sinergia virtuosa de las mejores capacidades que pudo ofrecer cada sociedad en la materia.

A diferencia de todas las otras hecatombes de la historia moderna, esta tuvo la capacidad de dislocar el funcionamiento del mundo a escala global, haciendo que no hubiera país que no sintiera su impacto negativo en materia de crecimiento, dejando una estela de mayor pobreza y más desempleo. Si bien el mundo emergente o en desarrollo es el que ha recibido el mayor impacto, las economías industrializadas sufren el mismo fenómeno. Lo más extraordinario es que ocurre en momentos de una revolución tecnológica a escala mundial, que de alguna manera alimentó el hurís de la omnipotencia humana, haciéndole olvidar su fragilidad biológica y desatendiendo cuestiones básicas como la capacidad de los sistemas de salud para atender emergencias sanitarias como las actuales.

En otro plano surge una pregunta, quizás incomoda. China, por donde comenzó la pandemia y sufrió sus consecuencias severas, hoy con cierto orgullo muestra que la tiene dominada y que su crecimiento se recupera de manera acelerada. En tanto sus pares del mundo occidental están soportando los embates de una segunda ola de contagios y demorarán un par de años recuperar los niveles de su PIB del 2019. Entonces, correspondería interrogarse si hay alguna cualidad diferencial en la institucionalidad de China caracterizada por un sistema político autoritario, para lidiar con éxito este tipo de situaciones. O estamos frente a un hecho cultural, donde la sociedad, ante un peligro común, adopta sin resistencia conductas acordes sugeridas por el gobierno para combatirlo. No es un hecho menor, pues si uno bucea en su historia reciente, encuentra que ese país transitó uno de los procesos sociales contemporáneos más significativos, como fue la conversión de millones de campesinos en ciudadanos de grandes urbes. Esa característica puede ser utilizada para la reconversión laboral y los impactos sociales que promoverá la revolución robótica en curso.

El denominador común de los daños de la pandemia son el aumento de la pobreza y la desocupación, fenómeno que ya se venía insinuando previo al COVID-19, pero que hoy se plantea como uno de los mayores desafíos actuales del mundo occidental, independientemente del nivel de ingreso de los países.

En el curso de casi un siglo que arranca desde la gran crisis de 1930 hasta ahora, se fue profundizando el conocimiento del funcionamiento de la macroeconomía a escala doméstica y global, así como sofisticando la ejecución de las respectivas políticas para fortalecer el crecimiento, mantener a raya la inflación y lidiar con los shocks negativos de índole financiero. El balance de un siglo de gestión no ha sido malo si se piensa que se reconstruyeron países desvastados por guerras, los índices de pobreza disminuyeron y muchos países en desarrollo de Asia emergente y nuestro continente presentan mejores niveles de vida. Ello no los inmunizó de episodios de crisis esporádicos que, a la postre, fueron sorteando con cierto éxito.

Pero bastó un episodio como el actual para desnudar fragilidades inherentes traducidas en aumentos significativos de la pobreza, alta desocupación y tasas de crecimiento insuficientes para revertir esas adversidades, que pueden convertirse en hechos endémicos de la década que transcurre.

De aquí en más se abre el debate tanto para el mundo desarrollado como el emergente sobre qué hacer para revertir esa realidad, cómo ejecutar las políticas respectivas y por cuánto tiempo. El eje del debate gira en torno a si el sector privado tendrá la capacidad suficiente para regenerar la demanda de trabajo, o si será necesario complementarlo con inversión pública para aumentar el empleo y que si está bien direccionada también aumente la productividad total, lo que potencia a su vez al sector privado.

Sin duda es una opción válida para los países centrales, que pueden ejecutar políticas fiscales expansivas sin preocuparse por los niveles crecientes de deuda que se generan. El mundo desarrollado ya enjugó, sin demasiado traumas, episodios fiscales similares.

Para el mundo emergente la situación es distinta, pues aunque la lógica es similar sobre sus efectos positivos sobre el empleo y el sector privado, las consecuencias del aumento del endeudamiento son diferentes. De todos modos, esa restricción hay que calibrarla de manera diferente respecto al pasado reciente, pues el desplome de las tasas de interés hace que disminuya el peso del servicio de la deuda pública. O puesto en otros términos, los aumentos de productividad generados por inversión pública bien diseñada superan ampliamente sus costos de financiamiento.

Dicho esto, dos advertencias: no tiene que ser el sector público quien la ejecute, ni tampoco su índole es permanente. Simplemente, meditarlo como una alternativa temporal extraordinaria para tiempos extraordinarios.

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