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Estado de crueldad

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Algo terrible les ha pasado a las texanas embarazadas: se ha duplicado su tasa de mortalidad en los últimos años, y ahora se puede comparar con las de sitios como Rusia o Ucrania.

Aun cuando los investigadores de este desastre tienen cuidado de decir que no se puede atribuir a una sola causa, el aumento en las muertes sí coincide con el hecho de que el gobierno estatal no fondea la Planeación Familiar, lo cual llevó al cierre de muchas clínicas. Y todo esto debería verse contra el telón de fondo general de la política texana, la cual es extremadamente hostil hacia cualquier cosa que ayude a sus habitantes de bajos ingresos.

Hay una importante lección de civismo en esto. Mientras que muchas personas están concentradas en la política nacional, y con razón —un sociópata en la Casa Blanca puede ser una ruina—, muchas decisiones cruciales se toman en los ámbitos estatales y locales. Si las personas a las que elegimos para estos cargos son irresponsables o crueles, pueden hacer mucho daño.

Esto es especialmente cierto cuando se trata de la atención de la salud. Aun antes de que entrara en vigor la Ley de atención asequible, hubo una gran variación en las políticas estatales, en especial hacia los pobres y casi pobres. Medicaid siempre ha sido un programa conjunto de la federación y los estados, en el que los gobiernos estatales tienen libertad considerable en cuanto a quiénes cubrir. Por lo general, los estados que han tenido gobiernos conservadores, consistentemente, ofrecieron prestaciones a tan pocas personas como lo permitió la ley, a veces, solo a los adultos con hijos, en pobreza verdaderamente extrema. Los que tenían gobiernos más liberales extendieron los beneficios en forma mucho más amplia. Estas diferencias políticas fueron una razón principal de la enorme divergencia en el porcentaje de la población sin seguro, en donde Texas aparecía sistemáticamente en primer lugar en esa deplorable clasificación. Y los huecos solo se han ampliado desde que entró en vigor el Obamacare, por dos razones. Primera, la Corte Suprema hizo que la expansión de Medicaid, fondeada federalmente y una parte crucial de la reforma, fuera opcional en el ámbito estatal. Esto debería ser pan comido: si Washington está dispuesto a proporcionarle seguro médico a muchos de los habitantes de sus estados —y al hacerlo, bombear dólares a la economía del estado—, ¿por qué no se diría que sí? Sin embargo, son 19 los estados, Texas entre ellos, que todavía se niegan a recibir el dinero gratuito, negándoles la atención de la salud a millones de personas.

Más allá de esto está la cuestión de si los gobiernos de los estados tratan de que tenga éxito la reforma sanitaria. California —donde los demócratas tienen firmemente el control, gracias a que el Partido Republicano se alejó de los votantes de las minorías— muestra cómo se supone que debe funcionar: el gobierno del estado estableció su propio mercado asegurador; promovió y reguló cuidadosamente la competición, y la participó en el acercamiento para informar a la población y alentarla a inscribirse. El resultado ha sido un éxito drástico en mantener bajos los costos y reducir la cantidad de gente sin seguro.

Huelga decir que nada de esto ha sucedido en los estados rojos. Y mientras que la cantidad de no asegurados ya ha bajado aun en ellos, gracias a los mercados federales de seguros, se ha ensanchado la brecha entre los rojos y los azules.

¿Pero, por qué hay estados, como Texas, tan resueltos a estar en contra de ayudar a los desafortunados aun si los federales están dispuestos a pagar la cuenta?

Todavía se oye decir que todo es cuestión de economía, que el gobierno reducido y el libre mercado son la clave de la prosperidad. Y es cierto que Texas ha encabezado al país en cuanto al crecimiento en el empleo desde hace tiempo. Sin embargo, existen otras razones de ese crecimiento, en especial la energía y la vivienda barata.

Y hace poco que hemos visto evidencia contundente en los estados que refuta a esta ideología del gobierno reducido. Por una parte, está el experimento de Kansas —el propio término del gobernador—, en el que se suponía que las drásticas reducciones fiscales causarían un crecimiento dramático en el empleo, pero que, en la práctica, han sido un fracaso completo. Por otra parte, está el giro hacia la izquierda en California con Jerry Brown, el cual los conservadores pronosticaron que arruinaría al estado, pero que, en realidad, ha ido acompañado por un auge en el empleo.

Así es que el argumento económico para ser cruel con los desafortunados ha perdido cualquier credibilidad, por ligera que fuera, que pudiera haber tenido alguna vez. Con todo, persiste la crueldad. ¿Por qué?

Gran parte de la respuesta, de seguro, es la usual: se trata de la raza. La expansión de Medicaid beneficia, en forma desproporcionada, a los estadounidenses no blancos; al igual que el gasto en salud pública, por lo general. Y la oposición a estos programas está concentrada en los estados en los que a los electores no les gusta la idea de ayudar a vecinos que no se parecen a ellos.

En el caso específico de la planeación familiar, la respuesta usual está superpuesta a otros problemas igualmente desagradables que incluyen —yo lo diría así— una infusión considerable de misoginia.

Sin embargo, no tiene que ser así. La mayoría de los estadounidenses son mucho más generosos que los políticos que dirigen a muchos de nuestros estados. El problema es que somos demasiados los que no votamos en elecciones estatales y locales, ni nos damos cuenta qué tanta crueldad se ejerce en nuestro nombre.

El punto es que Estados Unidos se convertiría en un mejor lugar, si más de nosotros empezáramos a poner atención a la política más allá de la contienda por la presidencia.

PAUL KRUGMAN

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