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Las colas del hambre recorren Nueva York

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Foto: Reuters

La pandemia acentuó los problemas

Millón y medio de habitantes deben acudir a los bancos de alimentos para subsistir. La pandemia ha empujado a ocho millones de estadounidenses a la pobreza desde mayo.

En primavera, cuando la pandemia apretaba, muchos agricultores del Estado de Nueva York se vieron obligados a tirar su producción tras el cierre de las tiendas y restaurantes a los que abastecían antes del confinamiento. En paralelo, los trabajadores de esos locales se quedaron sin ingresos y empezaron a recurrir a bancos de alimentos para subsistir. Para remediar el despilfarro y el hambre –a menudo las dos caras de la misma pobreza–, la senadora demócrata por Nueva York Jessica Ramos ideó un circuito de aprovisionamiento, sin intermediarios, para dar de comer a miles de vecinos de Queens, su distrito –uno de los más golpeados por la COVID-19–, mediante el reparto gratuito de unos 16.000 kilos de alimentos a la semana: los granjeros cubrían costes y sacaban un pequeño beneficio mientras los vecinos llenaban la despensa.

Unos 1.5 millones de neoyorquinos, en una ciudad de casi nueve millones, dependen hoy del reparto de alimentos para subsistir. Es la nueva pobreza derivada de la COVID-19, que engorda unas filas del hambre no inéditas, pero sí sonrojantes en algunas áreas. “Yo pateo mucho mi barrio, y cada día me encuentro decenas de nuevas personas sin hogar, la situación es alarmante”, explica Ramos, especialmente combativa en una emergencia “abocada a un invierno muy crudo” y en vísperas de unas elecciones en las que, en los programas económicos de los candidatos, entre la vanagloria prepandémica de Trump y el brindis de Biden a la clase media, no parece haber espacio para los nuevos parias.

En siete meses, desde que comenzó la crisis sanitaria, los bancos de alimentos de la ciudad han recibido 12 millones de visitas, un 36% más que en el mismo periodo del año anterior, según la ONG City Harvest. La demanda de comida gratis es tal que se ha creado una aplicación online para buscar despensas comunitarias por zonas. Según un estudio de la Universidad de Columbia, ocho millones de estadounidenses han engrosado las filas de la pobreza desde mayo, cuando concluyó el plan de ayudas, como un cheque de 1.200 dólares y una paga extra semanal de 600 a los desempleados.

“No hablamos de indigentes, sino de gente que tenía dos, tres trabajos precarios, y hoy en el mejor de los casos son vendedores ambulantes y con eso no pueden alimentar a su familia; también de muchas personas que por carecer de documentos no pueden solicitar ayudas”, explica Ramos. “Pero aunque la pandemia sea una novedad, no lo es el déficit estructural, ignorado durante demasiados años, y que la COVID solo ha contribuido a poner de relieve. La ayuda de las administraciones es muy limitada, de hecho se han recortado fondos federales para los bancos de alimentos, lo que ha potenciado aún más las redes de apoyo comunitarias”.

Partidaria de dar “una solución política a un problema de fondo”, Ramos ha presentado un proyecto de ley para gravar la fortuna de los milmillonarios. “En siete meses los habitantes más ricos de Nueva York han visto incrementados sus ingresos en 77.000 millones de dólares; pues bien, el impuesto que propongo –para combatir la crisis– solo supondría un tercio”, explica. En junio de 2019, logró que el Senado de Nueva York aprobase una ley de comercio justo para los entre 80.000 y 100.000 trabajadores del campo del Estado, que por primera vez disfrutan de derechos tales como un subsidio de desempleo; gracias a esa iniciativa los tiene de su lado para combatir el hambre.

Al margen de campañas concretas como la de Ramos, el grueso de la distribución de ayuda recae en organizaciones humanitarias o caritativas, muchas de ellas ligadas a confesiones religiosas. Por eso los coloridos carteles de la despensa comunitaria Love wins, en Jackson Heights (Queens), hacen pensar en un primer momento en la presencia de una congregación evangélica, aunque la bandera arcoíris enseguida saca del error. Cada viernes, una treintena de voluntarios –algunos de ellos, a su vez, beneficiarios de la ayuda– convierten un bar de ambiente LGTBI obligado a cerrar por la pandemia en despensa para los vecinos, que forman dos filas (hay una solo para los mayores) horas antes de que empiece el reparto. Gracias a suministros de la ONG del chef José Andrés, World Central Kitchen y, desde la semana pasada, del banco de alimentos del Ayuntamiento, han dado de comer a miles de personas desde abril.

Carmita Sancho, ecuatoriana, aguarda con sus dos hijas pequeñas. “Mi esposo lleva más de seis meses parado, y lo poco que teníamos ahorrado se nos fue en la renta de la casa, de 1.750 dólares. Yo tengo dos hijos más en Ecuador y ya no puedo mandarles dinero, se ocupa mi mamá, pero ella también depende de lo que yo envíe, así que no solo pasamos apuros acá. Yo cuidaba los niños de unos europeos, pero con el virus se fueron enseguida. Mi esposo trabajaba en la construcción y ahora como mucho le llaman cinco días al mes, con eso no comemos”, cuenta en la cola del reparto, que da la vuelta a la manzana.

Del relato de Sancho se derivan unas cuantas consecuencias profundas de la pandemia: el cierre del grifo de las remesas, que mantenían con vida muchas economías en los países de origen; la incapacidad de afrontar el pago de un alquiler –en una ciudad de rentas por las nubes–, o las facturas de la luz o la calefacción; el inminente horizonte de la pobreza energética ante millones de estadounidenses mientras la pandemia se agudiza. “¿De qué sirve que se hayan paralizado los desahucios por la situación de emergencia si el casero puede cortar la luz o el agua por impago, acosando al inquilino para que se vaya?”, se pregunta Daniel Puerto, uno de los organizadores de Love Wins. “El problema era, y es, la falta de vivienda asequible, la falta de acceso a la salud, la ausencia de un abordaje integral de las necesidades de colectivos que ya estaban en los márgenes del sistema”.

En una calle antaño comercial de Lower East Side, en Manhattan, que exhibe el cierre metálico de un comercio tras otro, tres afroamericanos de cabello blanco discuten a las puertas del viejo caserón de Bowery, una misión cristiana fundada en 1879 –la antítesis en espíritu y doctrina de Love Wins–, si les conviene registrarse en el albergue para acceder al ropero. El otoño ha adquirido de repente un cariz agrio, y la lluvia desvela las caries de los edificios, menesterosos, casi dickensianos en la crudeza del ladrillo. “Somos viejos conocidos ahí dentro –de la misión–, nos dan comida hace tiempo, pero ahora con la pandemia y el frío no lograremos salir adelante, ni siquiera con ayuda”, dice como epitafio Georges, mientras se encoge de hombros, tal vez de frío.

(*) María Antonia Sánchez-Vallejo, reportera de información internacional, El País de Madrid.

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