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Circular la economía

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Siempre que me veo forzado a desechar celulares, notebooks y demás equipos electrónicos me pregunto: ¿qué destino final tendrán en este contexto escasamente industrializado?

¿Hasta dónde se ha previsto recuperar lo rescatable como estrategia de desarrollo? ¿Qué poder radica realmente en este pequeño país o en cada uno de nosotros para que eso sea posible? El tiempo pasa y crecen las expectativas por respuestas más ambiciosas que la de clasificar la basura en casa —y en algunos barrios— o cobrar las bolsas de nylon. Al mismo tiempo, es evidente que tales decisiones significarán transformaciones radicales en el imaginario colectivo, en las políticas públicas, en la organización de la producción y el posicionamiento de los agentes públicos y privados.

Por lo pronto si de movilizar se trata, asusta examinar esto desde una perspectiva global. La población mundial llegará a 9 mil millones en 2030, eso significará 3 mil millones de nuevos consumidores y ejercerá una presión sin precedentes sobre los recursos naturales para satisfacer tal demanda. Actualmente utilizamos esas materias primas en todo el planeta 1,7 veces más rápido de lo que los ecosistemas se pueden regenerar. Según el BID, un tercio de los 3.900 millones de toneladas de alimentos producidos cada año se pierde o desperdicia, se compran 80 mil millones de prendas de vestir al año y se utilizan más de 70 millones de árboles para fabricar telas sintéticas de uso común.

No hay que ser demasiado inteligente para concluir lo poco sostenibles que son nuestros patrones vigentes de producción y consumo; lo mismo para entender que es algo más que un giro lo que está demandando esta economía que venimos gestionando linealmente con base en “tomar-procesar-desechar”. Los impactos que mal nos golpean —pérdida de biodiversidad, colapso del ecosistema, contaminación de nuestros ríos, fracaso en la mitigación y adaptación al cambio climático— obligan a poner “pienso” en el diseño de un sistema más regenerativo es decir, “circular”. Hay que orientar el esfuerzo para desplazarnos hacia otro paradigma de desarrollo y reemplazar el concepto de fin de vida útil por el de restauración.

La Fundación Ellen MacArthur con sede en Reino Unido —y creada en 2010 con el objetivo de acelerar esta transición— define la economía circular como “aquella que busca mantener en todo momento los productos, componentes y materiales en su mayor utilidad y valor”. Su enfoque parte de una rigurosa planificación y establece como meta que nada pueda convertirse en desperdicio. Adopta la naturaleza como ejemplo —biomimética—, recompone recursos y busca extender —cuidando de integrar toda la cadena de valor— los ciclos de vida de los productos. El desafío pasa a estar en cómo traducir tal conciencia en acción y crear soluciones que funcionen para todos.

El Foro Económico Mundial estima que encarar este cambio podría agregar US$1 billón a la economía global para 2025, evitar 100 millones de toneladas de desechos y generar 100.000 empleos en cinco años. Sin embargo, hoy la economía global es apenas un 8,6% circular y hace sólo dos años era del 9,1% o sea… estamos gestionando una irresponsable regresión. Ello no quita que los CEO de las grandes empresas progresivamente reciban preguntas de los accionistas respecto de sus estrategias circulares, que se lancen fondos de inversión privados y surjan alianzas para definir soluciones.

En esa línea y con sede en La Haya desde 2018 existe “PACE - La Plataforma para Acelerar la Economía Circular”; una iniciativa que tiene como finalidad facilitar esa transición e involucra más de 70 líderes que representan al sector público y privado y 20 comunidades; viene apoyando proyectos —en China, África, Asia, América Latina y Europa— en sectores críticos: alimentos y agricultura; plásticos; electrónica y equipos de capital; textiles y moda.

Su plan de acción para revertir la brecha mundial pone foco en:
• Fomentar la colaboración para recolectar y compartir datos; esto apunta a generar y diseminar información; medir y rastrear desempeños circulares exitosos.

• Proyectar las mejores prácticas internacionales en las realidades nacionales en aras de que se puedan formular soluciones adecuadas a cada contexto.

• Consolidar capacidad colectiva mediante el compromiso de empresas líderes, gobiernos y académicos.

PACE anualmente publica el informe “Circularity Gap Report“ con miras no sólo de calibrar el progreso global y regional sino también la potencialidad que tiene cada nación para encarar su propia transición en un escenario global en el cual todos —sin excepción— comparten el mismo estadio: el de ser “países en desarrollo”. Su edición 2020 incluye 176 estados y estudia integradamente qué desempeño social y huella ecológica están obteniendo; además, evalúa su posicionamiento en términos de sustentabilidad respecto a lo que se considera la “zona segura y justa”. Uruguay es el que lleva las mejores notas en Latinoamérica respecto de ese estándar meta y está mucho más cerca de alcanzarlo que los países altamente industrializados o con mejor Índice de Desarrollo Humano.

Ocupar ese lugar implica “poder” —nada desdeñable por cierto— y emplaza —en iguales términos al gobierno, empresas, sindicatos y academia— a pensar y emprender acciones en forma diferente. Avanzar en ese sentido abre una puerta novedosa a la inversión, a la formalización y creación de empleos verdes sin perjuicio que, en poco tiempo, las posibilidades de comerciar nuestros productos dependerán de que podamos acreditar procesos ambientalmente sostenibles.

Este parece ser un tema a incluir en la agenda de diálogo público-privado que pueda mantenerse de aquí en más ¿Sabremos todos estar a la altura de las circunstancias o nos la arreglaremos para seguir empantanados en nuestros tradicionales debates?

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