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El camino hacia un nuevo consenso global

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

América Latina lo mira a la distancia, desde su rol subsidiario.

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Hace tres décadas se acuñó el concepto Consenso de Washington, cuya idea central era que la globalización, junto a una serie de políticas basadas en la desregulación y operativa libre de los mercados, bastarían para conducir al mundo hacia un escenario de democracias prósperas.

Surgía así un nuevo paradigma como respuesta al fracaso del socialismo real, detonado por la implosión de la URSS. Vistos los resultados, sin duda fue un acto de arrogancia que la historia no tardó en relativizar. Primero, porque Occidente se otorgó una vez más el papel de intérprete de cuáles serían las mejores políticas para lograr crecimiento sostenible a lo largo y ancho del mundo. Su primer traspié fue que no previó que China y su entorno estaban agazapados para disputarle liderazgos, tanto en lo económico como en lo político. A ello se agregó el derrumbe de un eje básico de la globalización, como la Organización Mundial de Comercio (OMC), hecho que dio camino al proteccionismo y formas de bilateralismo comercial creciente.

Aparecieron, además, nuevos desafíos, como el cambio climático, que obligan a reconsiderar las virtudes del paradigma vigente. Su impacto global negativo obliga a respuestas concertadas entre gobiernos, incluyendo marcos regulatorios globales en la materia. Por otro lado, la irrupción del autoritarismo como forma de gobierno, se contradice con el supuesto básico de que la economía de mercado conduce inevitablemente a formas de gobierno cada vez más democráticas. En tanto, la pandemia expuso que la globalización presenta riesgos nuevos como la excesiva concentración de la fabricación de insumos estratégicos en pocos nodos. Taiwán, como fabricante casi único de chips, o China, de elementos sanitarios, son ejemplos típicos. O que la dispersión geográfica actual de cadenas productivas relevantes buscando reducir costos, las hace vulnerables ante una disrupción del transporte.

Los antes enumerados son todos hechos que hacen replantearse a los líderes del mundo occidental si la globalización excesiva o descontrolada, no hacen a sus economías más vulnerable ante cataclismos como la pandemia actual.

Por último, las sociedades en su devenir van recogiendo hechos, ideas, que a la larga modifican valores, se convierten en un hecho cultural y marcan prioridades. Lo fue así en los ‘60 del siglo pasado y hoy estamos ante una situación parecida, facilitada por la irrupción de las redes sociales que convierten al mundo en una aldea.

Como no podía ser de otra manera, se viene gestando lo que sería un nuevo paradigma, cuya aparición pública fue en la última reunión del G7 en Cornwall (Canadá). El Consenso de Cornwall es una suerte de enunciados que incluyen bienes públicos de carácter global, tales como acceso equitativo a los medicamentos y vacunas, normas sobre cambio climático, estándares laborales, inclusión y genero, economía digital e impuestos. Sus autores pertenecen al arco ideológico de quienes pretenden transformar al capitalismo en un sistema más equitativo, gracias a un rol más activo del Estado en corregir sus deficiencias. La formula sería a través de la conjunción del sector publico con el privado, el primero aportando recursos para producir bienes públicos (vacunas) o regulaciones para facilitar la inclusión o movilidad social.

Una agenda tan vasta luce irrealista en su implementación, pero marca un alejamiento del G7 del paradigma del Consenso de Washington. Y aunque este paso parezca simbólico, abre el camino hacia más intervencionismo estatal, la instrumentación de normas globales y una confrontación con China. Obviamente que esta primera aparición tuvo el beneplácito de la administración Biden seguido de Europa, lo cual confirma el nuevo rumbo de lo que viene por delante.

Como prueba de los nuevos tiempos, está la aparición reciente de normas globales de homogeneidad tributaria en el tratamiento de las utilidades de las empresas, que fueron dictadas unilateralmente por los países industrializados.

Y de esa manera, ladrillo tras ladrillo, se irá construyendo un nuevo edificio de alcance global, cuyo objetivo es la provisión de bienes públicos que mejoren el bienestar y reduzcan inequidades.

En paralelo, Occidente pretende, con estas acciones correctivas, mostrar que sigue vigente como paradigma superior de crecimiento y bienestar social respecto al mostrado por Asia.

Nuevamente esto nos lleva a decir que nuestro continente sigue cumpliendo un rol subsidiario, pues no tiene parte en las nuevas normas que se vienen moldeando.

Más aún, todo lo que se propone es de poca utilidad para ayudarlo a salir de su estancamiento secular. Incluso algunas de las normas que se proponen pueden cercenar algunas de sus escasas fuentes de crecimiento. Tampoco sirven para corregir sus vicios, como la corrupción y el avance de la producción de drogas. Justamente cuando su gran consumo que incentiva la oferta se encuentra en el mundo industrializado.

Y en ese conflicto naciente entre Occidente y China, una vez más quedamos entrampados en la búsqueda de un relacionamiento equidistante con ambos, que en tiempos de enfrentamiento es dificultoso.

Esta transición de carácter global, de la cual no sabemos cuánto durara ni cual será su diseño final, encuentra a América Latina agobiada por temas domésticos, que le impiden proyectarse y actuar con una postura común en el ámbito internacional.

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