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Brasil está en medio de una encrucijada

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Temer consideró que no ameritaba destituir a Silveira. Foto: EFE

La economía brasileña se encuentra en una encrucijada. Cuestiones claves para las perspectivas de su desarrollo futuro deben ser enfrentadas ahora. El riesgo de no hacerlo es prolongar demasiado la actual recesión —seguramente la mayor de la historia brasileña— condenando al país a un atraso de muchas décadas.

La caída brutal de las inversiones, de 27% desde 2013, significa que la infraestructuras, ya precaria, va quedando aún más desfasada, y que los avances tecnológicos están dejando de ser incorporados a la producción promedio de bienes de capital más modernos. En concreto, la competitividad de la producción doméstica se ha deteriorado, fenómeno apenas parcialmente compensado por la desvalorización del real de los últimos años. Estimaciones de crecimiento potencial de la economía ya apuntan a valores próximos a cero: eso quiere decir que las políticas de reversión de la crisis no podrán estimular muy fuertemente la demanda bajo riesgo de atizar una inflación aún distante de la meta de 4,5%.

Entre las principales cuestiones a ser enfrentadas se destaca —como apuntamos en artículos anteriores— el desequilibrio fiscal. El nuevo gobierno —aún interino, mientras el Senado no concluye el proceso de impeachment de la presidente Dilma Rousseff— asumió la iniciativa, proponiendo al Congreso una ley que limita el crecimiento de los gastos públicos a partir de 2017 y por un período de 20 años, apenas a la inflación del año anterior. Parece simple, y lo es. Pero a su vez representa un cambio radical del padrón fiscal seguido por Brasil en las últimas décadas, según el cual los gastos públicos crecieron en promedio 6% al año por encima de la inflación. En un primer momento, esa presión de los gastos públicos era "acomodada" por una inflación elevada y creciente. Después de la estabilización promovida por el Plan Real, en 1994, la carga tributaria aceleró su crecimiento, pasando de 25% del PIB en la década de los años ´80 para 35% del PIB en el período más reciente. Más recientemente, la deuda pública del gobierno general volvió a crecer de forma acelerada, habiendo pasado, en términos brutos, de 51,7% del PIB a finales de 2013 para 67,5% del PIB en abril último.

Apenas con base en la restricción al crecimiento real de los gastos, y asumiendo que la economía vuelve a crecer 2% al año, el déficit primario tiende a caer entre 0,4 y 0,5 puntos porcentuales por año. Como este año el déficit primario deberá ser del orden de 2,8% del PIB, y como para estabilizar la relación deuda/PIB en torno al 85% sería necesario un superávit primario de 2,5% del PIB, resulta que el ajuste fiscal total debe ser superior a cinco puntos porcentuales del producto. El ajuste llevará mucho tiempo o tendrá que ser complementado por medidas adicionales que involucren el aumento temporario de impuestos.

El desafío es gigantesco e ilustra de manera clara el deterioro de las cuentas públicas ocurrido después de 2011. La renegociación del pago de deudas estaduales junto al Tesoro Nacional representó un choque negativo adicional sobre un panorama ya delicado. Eso ocurre no solamente por la magnitud del impacto —estimado en R$ 50 billones a lo largo de los próximos tres años— sino también por el hecho de que esa renegociación lesiona una de las cláusulas más importantes de la Ley de Responsabilidad Fiscal, piedra fundamental de la estabilidad macroeconómica que prevaleció a lo largo de los años 2000. A partir de 2011, el gobierno federal pasó a incentivar el endeudamiento de los gobiernos estaduales (principalmente por la vía de la concesión de avales) apuntando a aumentar la inversión pública y así estimular la economía. Pero en lugar de aumentar las inversiones, los gobiernos estaduales estaduales redireccionaron recursos propios para el aumento de los gastos corrientes, especialmente contrataciones de personal y aumentos de salarios. Con la recesión que comienza en 2014, la caída de los ingresos llevó a una explosión de sus déficit. El caso más dramático es el del Estado de Río de Janeiro. Un aspecto positivo es que la renegociación de las deudas tendrá como contrapartida la inclusión de los Estados en la regla que limita el aumento de los gastos a la inflación del año anterior.

El control de los gastos corrientes exigirá profundos cambios, inclusive en legislación constitucional. A nivel federal, los principales cambios involucran la desvinculación de los gastos con áreas específicas, como educación o salud, en relación al comportamiento de ingresos. Por el mecanismo en vigor, el gobierno es obligado a gastar porcentajes mínimos de sus presupuestos en esas áreas. Así, buena parte del aumento de los ingresos que se espera con el retorno al crecimiento sería automáticamente convertido en aumento del gasto. Como los grupos de presión de las diferentes áreas del presupuesto federal protegidas por vinculaciones son en general bastante articulados políticamente, puede preverse alguna dificultad en avanzar en la dirección deseada. No obstante, vale notar que el gobierno interino ya obtuvo una importante victoria en la Cámara de Diputados al aprobar el mecanismo que desvincula parcialmente algunos de esos gastos.

Es fundamental el éxito de la política de control de gastos y la reforma de la seguridad social. Apenas por el efecto demográfico, el número de beneficiarios ha crecido en torno al 3,5% al año. Desacelerar ese proceso —vía introducción de edad mínima para la jubilación— es un elemento crítico de la estrategia de ajuste: los gastos previsionales y las asistencias ya corresponden a la mitad del gasto federal. Si crecen 3,5% al año, la otra mitad del presupuesto tendría que caer en la misma proporción para mantener los gastos totales constantes en términos reales. Eso es claramente inviable, cuando se considera que el ajuste en los gastos no obligatorios —sobre los cuales el gobierno tiene algún poder de decisión— ya fue llevado al límite, en especial la inversión pública. Por tanto, la reforma de la seguridad social deberá ser la gran batalla que deberá enfrentar el gobierno.

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Temer consideró que no ameritaba destituir a Silveira. Foto: EFE

PAULO LEVY

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