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Bancos centrales obligados a mantener en pie el castillo de naipes

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Foto: Reuters

OPINIÓN

Las perspectivas a medio plazo se basan en la continuidad de ese equilibrio tremendamente frágil proporcionado por las autoridades.

De momento, nuestro marco para entender el comportamiento de los mercados a corto plazo se está revelando acertado. En términos generales, las plazas bursátiles se están recuperando desde sus mínimos.

En la última semana mostraron bastante solidez, ya que las acciones de las autoridades y algunas perspectivas positivas sobre la adopción de medidas de desconfinamiento siguen tranquilizando a los mercados. Se ha registrado incluso un pequeño cambio en la dinámica interna de estos últimos frente a las últimas semanas: el repunte ya no ha sido impulsado exclusivamente por los títulos de crecimiento y defensivos en los últimos días, sino por los sectores cíclicos, como la banca, el sector automotor o industria, que fueron —y continúan siendo, con mucho— los más penalizados en lo que va de año, y por supuesto, el sector energético tras el reciente desplome de precios. Lógicamente, esta rentabilidad superior de los títulos cíclicos y del estilo de valor, hizo que la renta variable europea se situara a la altura de los mercados estadounidenses.

En cuanto a la renta fija, la deuda corporativa, donde hemos aumentado de forma selectiva aunque notable nuestras inversiones, también ha mostrado un comportamiento bastante positivo, aunque a menor ritmo que la renta variable. En cambio, en lo referente a la deuda de los países periféricos europeos, la UE no está haciendo aún lo suficiente, de modo que todo el peso recae necesariamente en el BCE. Por tanto, la primera tendrá que adoptar un papel más activo, empezando por aumentar el tamaño del PEPP (Pandemic emergency purchase programme), por encima de los 750.000 millones de euros actuales, y su duración, más allá de finales de este año, si se quiere mantener los diferenciales de la deuda pública bajo control. Esto no debería tardar en suceder, aunque, movidos por la cautela, hemos disminuido nuestra exposición a la deuda periférica en las últimas semanas.

En esta segunda fase de fluctuaciones del mercado, determinada en gran medida por la confianza, la falta de visibilidad concreta o de datos fiables a futuro, así como por las inyecciones masivas de liquidez, los factores técnicos toman el relevo del análisis fundamental.

Sin embargo, no prevemos elevar mucho más nuestro perfil de riesgo, porque nuestra interpretación fundamental de la situación no ha cambiado. Esto explica la creciente desconexión entre los mercados bursátiles (que, por término medio, vuelven a situarse a menos de un 15 % de sus máximos de febrero y, en el caso del Nasdaq, no llega al 8 % de diferencia) y la realidad económica, pero apunta a un riesgo de nuevos episodios de inestabilidad para los mercados.

La crisis del coronavirus no solo está creando una nueva situación para los mercados, sino que también está dejando al descubierto la fragilidad del sistema. Para comprender dicha fragilidad, hay que recordar que durante unos diez años después de la gran crisis financiera de 2008, los bancos centrales se esforzaron al máximo, con recortes de tipos de interés y compras de activos, para evitar que la economía y la inflación entraran en recesión, porque una recesión —sobre todo si está asociada a la caída de la inflación— sería devastadora para las economías que aún presentan un elevado endeudamiento, tanto en el sector privado como en el público. Esto ha funcionado, aunque no del todo; concretamente en Europa, se ha evitado la recesión, pero el crecimiento y la inflación se han mantenido en niveles anémicos. Por tanto, esa intervención del Banco Central continuaba siendo necesaria.

La paradoja reside en que unos tipos de interés cada vez más bajos han fomentado el aumento constante del apalancamiento financiero. Y la caída de los rendimientos de los bonos y el apoyo garantizado de los bancos centrales han animado a los inversores a asumir cada vez más riesgos para aprovechar los rendimientos, aunque la realidad económica fuera sumamente mediocre. Así pues, resulta obvio que los mercados se beneficiaron de la acción de los bancos centrales mucho más que la economía real.

Por ello, se alcanzó un tipo de equilibrio muy singular: mientras los bancos centrales consiguieran evitar una recesión mediante un apoyo monetario continuado, los activos de riesgo podrían seguir avanzando, impulsados por la oferta de liquidez permanente de los reguladores, y esta alza de los mercados de renta variable y deuda corporativa, e incluso de los activos inmobiliarios, alimentó por su parte un efecto positivo de riqueza, que a su vez fomentó el gasto de los consumidores, sobre todo en Estados Unidos.

Sin embargo, este equilibrio plantea dos problemas: el apoyo de los bancos centrales no puede interrumpirse en ningún momento, tal y como vino a demostrar el año 2018; de lo contrario, la economía se tambalea muy rápido y los activos de riesgo registran ventas masivas, lo que refuerza la recesión económica. En ese sentido, 2019 supuso un alivio para los mercados, en el sentido de que expresaba el consuelo de que los bancos centrales habían aprendido la lección y que los tipos bajos y los programas de relajación cuantitativa (QE) estaban garantizados de una vez por todas. Pero el otro problema de este complejo equilibrio reside en una recesión brutal, por la razón que sea, que los bancos centrales no pudieran frenar con su apoyo. Esta hipótesis sería una pesadilla, porque de repente haría que todo el castillo de naipes se derrumbara.

Y la crisis del coronavirus ha sido exactamente eso. El Cisne negro no ha sido la crisis sanitaria en sí misma, sino el cierre de la actividad económica, que generó un envite deflacionista de proporciones históricas. De repente, se rompió el delicado equilibrio necesario entre el crecimiento bajo aunque positivo, una inflación reducida pero positiva y unos precios de los activos financieros muy elevados. Es probable que aquellos que han apostado por el apalancamiento, ya sean inversores, empresas privadas o incluso algunas economías nacionales, no tengan más remedio que declararse en quiebra a causa de esta conmoción, con consecuencias potencialmente devastadoras a nivel mundial.

En este contexto, la tensión inicial en los mercados bursátiles, en los meses de febrero y marzo, tenía todo el sentido. Pero lo que también era inevitable es que los Estados, es decir, los bancos centrales y Gobiernos, duplicaran su apoyo, porque no tenían y siguen sin tener otra opción. Las autoridades no tendrán límites a la hora de mantener en pie el castillo de naipes. De ahí el amplio repunte del mercado de renta variable desde mediados de marzo: porque, ¿cómo podrían los mercados atreverse a combatir tal determinación por parte de actores tan poderosos como los bancos centrales y los grandes Gobiernos? El repunte no es otra cosa que la continuación de la lógica que impera desde hace una década, elevada a la décima potencia.

Así que henos aquí: los mercados están más caros, en cuanto a valoraciones, que en sus máximos del pasado mes de febrero, pese a que el horizonte de crecimiento económico es claramente más bajo que hace tres meses. Y estos consideran que la intensificación de la desconexión se resuelve, o se «reconecta», mediante la intervención ilimitada de las autoridades. Dicho de otro modo: la parte de la ecuación relativa a la oferta de liquidez se considera lo suficientemente potente como para justificar múltiplos de valoración mucho más altos en los activos de riesgo. Y naturalmente, esto favorece a los sectores no cíclicos.

El quid de la cuestión es ser conscientes de que las perspectivas a medio plazo se basan en la continuidad de un equilibrio tremendamente frágil proporcionado por las autoridades, por el que las valoraciones de los activos de riesgo pueden mantenerse elevadas porque hay suficiente confianza en que las perspectivas económicas a medio plazo serán muy lentas, pero no recesionistas ni inflacionistas, lo que justificará una oferta monetaria constante y suficiente para respaldar las valoraciones.

Y lo que hay que entender es que, por un lado, cuanto más coqueteemos con un crecimiento extremadamente bajo, más posible será que volvamos a caer en la recesión en caso de accidente, y por otro lado, cuanto más al extremo tengan que llegar las autoridades para salvar la desconexión entre los precios de los activos y la realidad económica, más tentados estarán los mercados de poner a prueba su credibilidad. De ahí el riesgo de inestabilidad y, en un momento dado, el riesgo de inestabilidad monetaria. Por ello, hemos incorporado a empresas de minas de oro en nuestras carteras.

Es esta visión fundamental de un horizonte de crecimiento lento en el mejor de los casos la que explica dos cuestiones: en primer lugar, nuestra preferencia fundamental, en nuestras carteras de renta variable, por los títulos de crecimiento a largo plazo, de alta calidad, con capacidad de generación de flujos de caja y elevada visibilidad, sobre todo los disruptores tecnológicos, que son los que de verdad están ampliando su cuota de mercado en este contexto; y esto también explica que esperamos que los próximos episodios de inestabilidad del mercado amenacen este frágil sistema de vez en cuando; de ahí nuestra gestión del riesgo, extremadamente vigilante.

En nuestra opinión, la gestión pasiva sencillamente ha dejado de ser una solución.

(*) Miembro del Comité de Inversión Estratégico - Managing director de Carminagc, Francia

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