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Argentina en su laberinto

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Laberinto. Foto: Pixabay

Opinión

La inflación es un problema, alimentada por expectativas, pero su generatriz básica es la brecha fiscal.

Por su relevancia y espectacularidad, el destape explícito de la corrupción en Argentina opaca sus dificultades para consolidar su macroeconomía. De por sí, esta última realidad, dada su magnitud e implicancias sobre el destino del país bastaría para centrar la atención de su sociedad, su cuerpo político y su gobierno como el principal problema a resolver.

En cambio, esa actitud, hoy necesaria, compite con el esclarecimiento de los otros sucesos que también son cardinales para su mejor futuro. Como en todas las cosas, no siempre es posible elegir el mejor momento para resolver problemas, cuyo estallido simultáneo dificulta su resolución o puede devenir en crisis severas. También se dice que las crisis son oportunidades a no desaprovechar, pues facilita la catarsis de los problemas, agilita las mentes, y facilita la adopción soluciones imposibles en tiempos normales.

En un titular, podría decirse que la administración Macri basó por error o decisión propia su estrategia macroeconómica en una visión optimista de ajuste cuasi automático, basado en el financiamiento externo de un déficit fiscal insostenible en el tiempo y de la inversión extranjera para potenciar el crecimiento. Para ello, algunos cambios necesarios como la liberación del mercado cambiario, la rebaja de las detracciones a los sectores exportadores, la resolución del juicio con "los fondos buitres" para recuperar el acceso a los mercados de capital y el sinceramiento de las tarifas públicas, serían los engranajes sobre los cuales se generaría el tiempo para entrarle a la parte dura del problema: el achique de la brecha fiscal heredada del gobierno kirschnerista, financiada con emisión y causante de inflación alta.

En esos dos primeros años, más allá de los anuncios de algún achique del gasto, el gobierno aceptó continuar su fase expansiva financiándolo, esta vez mayoritariamente, con financiamiento externo en vez de emisión. Con ello se generaría el tiempo necesario para que la reactivación económica ayudada por la inversión pública y privada —especialmente extranjera— generaran los recursos genuinos para cerrar la brecha fiscal sin mayor dolor. En realidad, se estaba hablando del tránsito de un déficit fiscal del 8% hacia un nivel más sostenible del 2,5-3%, PIB que la dura realidad demostró como inverosímil.

La experiencia en estos temas, más en económicas emergentes dependientes del financiamiento externo, dice que se trata de una las tareas más complejas de la política económica, que requiere de liderazgos fuertes, al consumo del capital político que sea necesario, y a buscar el involucramiento del cuerpo social en todos sus niveles para facilitar una transición, en un ámbito surcado de tensiones inevitables.

Es poner en escena una obra cuyo guión son políticas coherentes, circunstancialmente duras, cuyos actores integran un cuerpo político que logre los consensos necesarios para actuar, empezando por el Presidente. Y el público, en este caso la sociedad, además de recibir el mensaje de una realidad dura, simultáneamente está en un proceso de catarsis necesario, fruto del destape de una realidad que la corroyó durante décadas.

Al día de hoy, a pesar de los cambios de postura de la administración y el acuerdo con el FMI, pareciera ser que el encarrilamiento de la situación aun luce esquivo. Los hechos se siguen corriendo desde atrás, pues los objetivos a resolver no están bien determinados o sus correctivos son insuficientes.

La inflación es un problema, alimentada por expectativas, pero su generatriz básica es la brecha fiscal. Y en este caso, las características de su cierre incluyendo su velocidad acordadas con el programa del FMI, no parecen adecuadas para las circunstancias actuales. Más aún cuando se escabulle el problema, discutiendo como meta un síntoma como la inflación, y no cuáles son sus causantes básicas. El déficit necesita financiamiento, que a la larga es siempre inflacionario, máxime en coyunturas como las actuales.

En tanto, la administración queda entrampada en un ciclo devaluatorio que le genera inercia inflacionaria, lo que a la larga debe convalidar con mayor gasto nominal que requiere más financiamiento, ya que su ancla fiscal se sigue arrastrando en el lecho de su macroeconomía.

Para complicar más la situación hay un estado de aversión externo creciente hacia las economías emergentes, promovido por hechos esperados como la reversión hacia políticas monetarias más restrictivas en EE.UU. y Europa y la crisis en países como Turquía, que derraman incertidumbre sobre el mundo emergente.

Todo ello ha llevado al desboque de expectativas que han subido el riesgo país de Argentina a niveles por fuera de lo que son sus fundamentos. Con esto no quiero decir que la situación no se puede ir de cauce si no se actúa seriamente. Una cosa es informar a la comunidad de inversores financieros y empresarios externos que se está al comando de un programa económico de gobierno que se cumple, avalado por el FMI, y otra cosa es, ya de pique, dar a entender que habría que pedir un waiver (dispensa) en el cumplimiento de una meta (inflación) en su primera revisión. Más aun, ante dudas sobre el financiamiento del programa para 2019, funcionarios del gobierno preguntados al respecto en una ronda reciente de visitas en el exterior, respondieron que ante la eventualidad pensaban recurrir al Tesoro de Estados Unidos…

Con todo respeto, de ser cierto, además de las limitaciones del programa macroeconómico en curso, hay un problema de comunicación alimentado por fragilidades en el liderazgo.

Como dijimos al principio, las crisis son una oportunidad preciosa para introducir cambios impensados en épocas normales. Deseamos que ese gran país hermano transite ese camino.

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