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Valeria Ariza, la jinete que corrió la carrera más larga y dura del mundo

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Valeria Ariza con su caballo Tango en el Club Ecuestre Cecade. Foto: Francisco Flores
Nota a Valeria Arila, en Cecade, Montevideo, ND 20190520 foto Francisco Flores - Archivo El Pais
Francisco Flores/Archivo El Pais

HISTORIAS

Valeria Ariza fue la primera jinete sudamericana en el Mongol Derby y llegó octava entre 44. Habló con Revista Domingo sobre el desafío de recorrer desierto, estepa y montañas sola y a caballo.

No era la primera pendiente de montaña que subía. Ya hacía unos días que Valeria Ariza recorría el Centro Sur de Mongolia y le había agarrado la mano a esos paisajes disimiles, fantásticos, hermosos y peligrosos. Pero el calor de esa ladera era intenso, fuerte, y golpeó el ánimo y la energía del caballo. No corría ni una gota de viento y Valeria hizo un trato con el animal: iban a subir la pendiente juntos y una vez arriba, ella se bajaría para quitarle peso y caminar a la par.

Llegaron a la cima, ella se bajó y pararon unos segundos para sentir la brisa asiática. No hubo mucho tiempo para el suspiro. El caballo empezó a corcovear y el descenso de la montaña fue con la jinete de tiro, agarrada de las riendas y patinando detrás a la velocidad del galope. Si lo soltaba se quedaba sin caballo, y quedaban 20 kilómetros por delante. “Paró y me miró como preguntando qué pasó. Alrededor veo abejas, y se ve que esa corrida fue porque una lo picó. Si no me hubiese bajado por su cansancio, me hubiese caído y a él lo habría perdido”. Cree que fue cuestión de suerte.

Valeria Ariza es uruguaya, tiene 40 años y el año pasado se convirtió en la primera sudamericana en correr el Mongol Derby, o lo que muchos conocen como “la carrera de caballos más larga y dura del mundo”. 1000 kilómetros para hacer en 10 días por desierto, estepa y montañas de Mongolia. Valeria fue la octava de 44 jinetes en llegar, le llevó siete días y medio. Quedaron por el camino 22 competidores.

Cada jinete debe parar en 29 estaciones, distribuidas cada 35 o 40 kilómetros. Esas paradas son para recargar la mochila, comer, dormir —si justo cae la noche, porque pueden cabalgar solo hasta que cae el sol— y cambiar de caballo. Al caballo que llega, lo evalúa un veterinario y si no está en buen estado, se sanciona al jinete. Cada competidor usa 30 caballos en total. Para Valeria esos 30 animales eran un desafío por su necesidad personal de generar un vínculo especial con cada uno, aunque no compartieran más de tres horas.

La carrera es extensa, extenuante. El calor del día agota y el frío de la noche asusta. Valeria perdió peso. Tomaba entre 8 y 10 litros de agua por día. Para llegar a la meta hay que tener un plan bien armado. Hay que hacer foco y estar entrenado, galopar e ir rápido, muy rápido, pero también es necesario tomar decisiones de ruta en un lugar que no se conoce. Solo con un GPS en mano. A la ruta la revelan dos días antes de largar, por lo que no hay mucho tiempo para investigar: “No tenés idea a dónde vas”.

Aun así, en cada etapa la uruguaya se tomaba unos minutos para disfrutar, observar el paisaje y memorizar el andar del equino. Se sorprendió con el mar de arena del desierto, aprendió que hay montañas con nubes de tormenta constante encima, que los GPS no siempre muestran el mejor camino y que la estepa era lo más parecido a la pradera uruguaya, pero como el desierto: un mar verde sin un solo alambrado. La impactó que no existiera la propiedad privada, como en nuestra cultura.

Valeria Ariza con su caballo Tango en el Club Ecuestre Cecade. Foto: Francisco Flores
Tango. “Es mi mimoso”, dice Valeria, imitando al campo. Foto: Francisco Flores

Valeria quería grabar todo en la retina y para eso inventó un sistema: “Les puse nombres a los caballos: Amigo, Bizcocho, Carajo, Domingo, Epa, Fantástico… Eran nombres muy uruguayos y a cada uno le correspondía una letra del abecedario. A su vez eso me permitía recordar cómo había sido cada etapa con ellos”.

En cuanto al GPS, lo que hizo fue dejarse guiar por el instinto de sus compañeros equinos. “Tuve que escucharlos en algunas cosas. Los corredores en occidente estamos acostumbrados a subir rápido y bajar despacio las laderas, porque los caballos pueden rodar. Pero el primer día de carrera, ya vi que ellos se tiraban como venían, y si te ponés a querer frenarlos, hacen fuerza, se desequilibran. Entonces una de las cosas que más me ayudó fue escuchar a esos caballos, y dejar que me enseñaran cómo hacer un montón de cosas”. Porque más allá de algunos otros corredores que se cruzó por el camino, Valeria hizo casi todo sola, sin nadie para cotejar decisiones. Salvo los caballos, con quienes fue cuestión de conectar y hacer equipo.

Con los nómades

El Mongol Derby no fue solo una carrera extrema. Ni la chance de demostrarse hasta dónde podía llegar como jinete. Ni una oportunidad de corroborar su instinto de supervivencia y de remarcar que puede con todo lo que se proponga. El Mongol Derby fue todo eso, pero también significó el aprender a comunicarse sin palabras, a dialogar con los gestos y a recibir afecto con solo una mirada. “Aprendí que el amor es lo más importante”, dice Valeria, que con su tono reconoce en esas palabras una frase hecha, pero a la vez resalta lo real de lo que está diciendo. Eso del amor se lo enseñaron los nómades mongoles.

Durante la carrera, los jinetes pueden dormir en los puestos del Derby, pero si llegan a la última parada del día y todavía hay luz, pueden optar por seguir y dormir en el medio de la nada. Valeria no tenía sobre de dormir, tuvo que dejarlo porque sobrepasaba el peso que podía llevar en la mochila (cinco kilos), y si las noches veraniegas de cero grados la encontraban deambulando, lo mejor era pedir asilo a los nómades.

“Es gente que vive una vida durísima. Familias que viven dispersas en el medio de la nada. En invierno pasan con 30 o 40 grados bajo cero. Viven en un Ger, que es una carpa, casi no manejan dinero, es todo trueque. No hay mucho consumo, lo que tienen son solo sus animales. Son personas muy simples, y sin embargo lo que más me llamó la atención es lo cariñosos que son entre ellos, y sobre todo con los niños. Mucho amor y respeto. Tanto de las mujeres como de los hombres. Vi hombres muy de campo, muy rústicos, que ni siquiera me miraban a la cara, pero que se agachaban y aupaban a sus hijos chiquitos y les hablaban con una ternura, y los cambiaban, y les daban de comer”.

“Yo era la extraña, pero por otro lado era la débil, la vulnerable que llegaba sola y me recibía una familia entera”. Todos los adultos de la familia salían a recibirla. Los hombres se encargaban del caballo. Las mujeres la tomaban del brazo, cual si fuera una niña perdida, y la entraban a la carpa. Le preparaban leche de yegua, y todos se sentaban a su alrededor, a mirarla. Ellos no le entendían ni una palabra. Ella tampoco. Pero no era necesario. Con fotos les contaba de sus hijos, de su esposo y su caballo uruguayo. A las mujeres les llamaba la atención su pelo y las cremas que usaba. Les gustaba el olor. Le daban abrazos, esperaban al lado de la cama hasta que se dormía. La cobijaban y hasta le dieron té con cucharita. Le tocó vivir momentos íntimos de las familias y compartir cama con una mamá y su bebé de cuatro días.

En los cinco kilos que podía cargar en la mochila, Valeria llevaba caravanas para dar de regalo a sus anfitrionas. “Fueron un éxito. Al otro día de mañana venían todas a desayunar con las caravanas puestas. Dulces. Divinas”. Y no, no entendía una palabra. Pero de las cinco familias que la recibieron aprendió eso: que hay quienes ofrecen su hospitalidad sin esperar nada a cambio y que sí, que el amor es lo más importante.

Para esta profesional de los caballos que dedica su vida a entrenar equipos de equitación, todo empezó siguiendo el Mongol Derby por las redes sociales. Se anotó por un impulso. Quedó, se preparó y fue sabiendo que había entrenado para dar lo mejor. Extrañó a sus hijos, se cansó y se asustó de los perros salvajes que se colgaron de la cola de su caballo. Pero disfrutó de esa brisa de tierra ajena, de ir por su cuenta, y de la libertad, esa que sentía de adolescente cuando cabalgaba sola por la playa.

Que la tradición sea el amor al caballo

Sus primeros caballos fueron Nandy y Homero. Estaban en una chacra cerca de Montevideo, y después del liceo Valeria se iba a pasar las tardes con ellos. Recuerda a Nandy como una “yegua pura sangre de carreras, entrenada por una amiga adulta. Era ágil, atlética, muy sensible y cariñosa”. Homero fue un mestizo criollo que le regaló a su padre, pero del que se terminó encargando ella. “Lo entrené para saltar cuando tenía 14 años. Le encantó tanto que lo llevaba a las competencias y aunque era diferente y más chico que los demás, era puro corazón”.

Cuando no competía, Valeria se llevaba a los caballos de paseo. Iban desde el Carrasco Polo, cruzaban los bañados, el parque Roosvelt y llegaban a la playa. Era una época sin celulares, pero sus padres estaban acostumbrados a que desapareciera el día entero.

Hoy, además de buscar una aventura cada tanto, su trabajo es entrenar gente y caballos. Sostiene que la clave para un entrenamiento amigable es tener el bienestar del caballo como valor principal. No le gusta el rigor hacia el animal, y sobre los ritos camperos, muy cuestionados, opina: “Me gusta pensar que la tradición de mi país pasa por el amor a los caballos”.

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