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Valencia, la luz mediterránea

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Las torres de los Serranos, puertas de acceso a la ciudad.

La ciudad vive más allá de la efervescencia de las Fallas y recibir al viajero se ha convertido en profesión ejercida con estilo familiar.

JULIO MARRA

La luz reina en Valencia. Perfecta, inmaculadamente blanca y azul. La más mediterránea. Como una verdad sinfónica, esa paleta evidente se cuela en las calles de 800 mil habitantes y a hora y media de tren de Madrid. Valencia, la tercera ciudad de España, perfila una primavera perpetua —el promedio anual es de 20°—, una comunidad de intemperie, para callejearla y vagabundear "hasta levantar ampollas". Es un buen lugar para vivir.

Para los andariegos en busca de secretos, el cauce seco del río Turia, convertido en un gigantesco jardín de 10 kilómetros y 200 metros de ancho, es un buen comienzo. El río se convirtió en parque después de una riada trágica en 1957 —hay marcas en las paredes que dicen que llegó a 1,65 metros— un "central park"de 30 años que atraviesa la ciudad de Este a Oeste, de camino al mar.

Con aromas de perfume de naranjo en flor, hay campos deportivos, arboledas y lagunas que invitan a un recorrido a golpe de pedal por dos euros. Una fiesta para los niños, con un Gulliver a escala gigante, atado al suelo, horadado por toboganes que también usan los padres con entusiasmo evocativo.

El "río vegetal" tiene 17 puentes y conduce a la nueva Valencia, la de la "Ciudad de las Artes y las Ciencias", ícono del arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Esta antología del ocio cultural reúne el Hemisférico en forma de ojo, que mira el agua que palpita al ritmo de la música, el Museo de Ciencias de 1.500 puertas, el Palacio de las Artes, el Umbráculo y el Oceanográfico, que reproduce la fauna y flora de océanos y mares.

En medio de la senda del antiguo lecho se levantan las torres de Serranos (foto), dos de las 12 puertas de acceso que quedan de pie y que formaban parte de la vieja muralla medieval que se derribó en 1865 para ensanchar la ciudad, apremiada por la revolución industrial.

Tras el recorrido y antes de saltar al casco histórico, bien vale adoptar un trago de la horchata local, dicen que la mejor de España: agua, azúcar y chufas molidas, potenciada con canela y piel de limón. Y después un plato de paella bien valenciana: pollo, conejo, "vaqueta" (un tipo de caracol), chauchas y arroz, el "bomba", de grano corto y redondo, típico de la zona para bajar el margen de error por si el caldo es escaso o el arroz se pasa.

Cuestión de historia.

Cuando asoma el viejo casco de la ciudad, se otea que la historia es un gigantesco cementerio de naciones y de imperios que llegan a ser milenarios, cuya memoria se reconstruye, como quien teje una finísima tela, recomponiendo hallazgos arqueológicos, rescatando lenguas perdidas y retazos de su arte. Así, con esa carga de angustia y de desafío alegre y vital, Valencia ata la cultura romana, árabe, judía y cristiana, desbrozando que la historia del hombre sobre la Tierra es la historia de las respuestas que el ser humano da al misterio. Como una gigantesca lucha contra el no ser. Por eso el español se hizo peregrino, romero, andador de caminos o aventurero, como Don Quijote o Don Juan. Las gárgolas que decoran las fachadas, las esculturas en las puertas y los balcones de hierro y cerámicas antiquísimas son testimonio del sentido de las cosas.

Así, y en esa misma línea de tradición, el Mercado Central es un rostro de empuje vigoroso para atender con los cinco sentidos de punta: un cambalache de frutas frescas, verduras bien nativas y pescado de playa.

Enfrente está la Lonja de la Seda, o de los mercaderes, un edificio gótico del 1400, con sus columnas de piedra viva, como una brisa helicoidal. Cuando esa tela valenciana se puso de moda, un tercio de la población vivió de la producción del gusano de seda. En esas salas de madera tallada y techos decorados con pan de oro se comercializaba el arte mayor de la seda europea. Es patrimonio de la humanidad hace 20 años.

Valencia también es la ciudad donde Ernest Hemingway empezó a escribir Fiesta, su primera novela que lo lanzó al paisaje internacional; la ciudad de la calle de la Paz que admiró Luis Cernuda en 1937, retrato del Gobierno Republicano, que lo llevó a exclamar: "Esto es una calle, una de las pocas que hay en España"; y de la Plaza Redonda, un lugar donde el punto de cruz preside las reuniones de grupos de arte de la calle, punto de partida y llegada de las mantillas para las falleras. Hasta los hombres se animan a esas hilaturas durante nueve meses.

Valencia tiene su "banda de santos": es la ciudad de las Amparo y los Vicente. Amparo por la Virgen de los Desamparados, patrona de la ciudad, y Vicente por San Vicente Mártir. En la Plaza de la Virgen se levanta la Catedral de Valencia y la Basílica de la Virgen. En la catedral está la Capilla del Santo Cáliz, que acoge uno de los tesoros más aclamados y admirados por la Iglesia Católica: el vaso que utilizó Jesucristo en la Última Cena. Y además el brazo incorrupto de San Vicente, una reliquia donada por un anticuario de Padua y que su Facultad de Medicina ha dado fe a partir del relato del martirio. También comparece la Iglesia de San Nicolás, la "capilla sixtina" valenciana, donde los frescos relucen en honor al patrón de los niños.

La marina real, el paseo marítimo y la playa de la Malvarrosa plantean un paisaje mediterráneo en toda su dignidad y así lo reconocen los 956 mil turistas nacionales y 910 mil extranjeros que comparecieron ante Valencia en 2015. Más allá del castellano y valenciano, caminando por sus calles se escucha hablar en italiano —con luz a la cabeza— y después alemán.

Otro punto de esplendor de la nueva Valencia es el Museo Oceanográfico, el mayor acuario de Europa: 45 mil animales, de 500 especies diferentes, una fiesta para los niños, que hacen sus piyamadas de cumpleaños durmiendo entre tiburones toro, orcas, rayas, delfines y pingüinos Juanito.

Y el Bioparc, en una cabecera del Turia, un zoológico de inmersión de 100 mil metros cuadrados —se puede pasear entre los animales, separados por fosos, cristales o riachuelos— que reproduce los puntos calientes de los ecosistemas africanos y el drama de las especies en extinción. Nada de jaulas, con animales herbívoros y carnívoros mezclados, donde trabajan 120 personas y se reciben por año a 250 mil visitantes. Hay una manada de elefantes y un espacio dedicado a los gorilas, las estrellas del parque. Los animales concluyen allí el ciclo vital: se reproducen y esa es la carta de presentación y de éxito del modelo ambiental, un sitio ciudadano donde el ruido y la furia del tráfico está en fuga.

Desde 1928, el turismo de paradores es una realidad en España. Una cadena pública, bajo gestión privada. A 18 kilómetros de Valencia, con la playa mediterránea más cercana a Madrid, está "El Saler", ubicado en el corazón del parque natural de Albufera, el lago de agua dulce más grande de España. Tiene 65 habitaciones y allí concentra el equipo de Primera División del Valencia. El campo de golf —entre los 10 mejores de Europa— es orgullo del lugar y su principal centro de atención bajo una consigna: popularizar ese deporte. Tanto que hasta las pelotas son un buen negocio: por 24 golpes de entrenamiento se cobra un euro. Y las pelotas no se pierden porque todos los días se recogen del campo salpicado por miles de ovillos blancos. A partir de mayo el parador "revienta" de madrileños que salen a buscar el viento del levante, el sol y la luz. Siempre la luz.

EN BARCA POR EL LAGO DE LA ALBUFERA

Las aguas ya no son transparentes en La Albufera, el mayor lago de agua dulce de España. Está mucho más contaminada que cuando Vicente Blasco Ibáñez la inmortalizó en la novela Cañas y barro. Es parque natural desde 1986 y por eso apenas se admiten nuevas construcciones. En el pueblo hay 734 habitantes que viven en las barracas típicas, con palmera y dos cruces, para marcar distancia del mundo morisco. Y hay 31 restaurantes. Los paseos en barca son una tradición, para contar la peripecia del cultivo del arroz, los buenos tiempos de pesca de la anguila y la ruta a África de 300 especies de pájaros que pasan por año. Comer en la barca, a cielo estrellado, es una experiencia que recomiendan con entusiasmo.

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Las torres de los Serranos, puertas de acceso a la ciudad.

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