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Los vaivenes de una mujer que nació para el tenis

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Garbiñe Muguruza

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En Venezuela, Garbiñe Muguruza se preparó para la elite de su deporte. En España, lo logró. El año pasado fue N°1, pero este año descendió.

Es la segunda española en alcanzar el número uno del ranking WTA, dos décadas después de que lo hiciera Arantxa Sánchez Vicario. Se ha dado el lujo de ganarle tanto a Serena como a Venus Williams, las hermanas más ganadoras de la historia del tenis femenino, en sendas finales de torneos Grand Slam, los más importantes de ese deporte. En 2016 superó a la imponente Serena en la final de Abierto de París, sobre polvo de ladrillo. Para Muguruza, haberle ganado a Serena una final significó derrotar no solo a una de las mejores tenistas de todos los tiempos. Fue, también, derrotar miedos y superarse a sí misma.

En 2013 y con 19 años, Muguruza se cruzó por primera vez con Serena en el torneo Grand Slam Abierto de Australia. Muguruza iba a jugar contra la tenista a quien ella miraba por televisión. “Me acuerdo de ver a las Williams, a Martina Hingis, a Agassi, a Sampras. Sobre todo a las Williams. Es gracioso, porque las veía y pensaba: ‘¿Te imaginas, Garbiñe, tú, dentro de 10 años jugando la final de Wimbledon, la final de Roland Garros?’. Era una locura, porque en Venezuela, cuando empezaron mis hermanos a jugar con una raqueta de aluminio en un club normalito, no sabíamos nada. Yo veía lo que hacían por la tele y luego iba a la pista e intentaba igualarlo, copiar...”.

Cuando finalmente tuvo a Serena en frente, los nervios de jugar contra una de sus referentes no la ayudaron. “Qué horror de partido. La verdad es que impone. Por entonces, yo miraba los cuadros de enfrentamientos y vi que si ganaba en primera ronda, me tocaba jugar contra Serena. No quería ganar. Ella era una de mis ídolas. No paraba de pensar: ‘Ay Dios, que como gane me toca Serena”. Después de eso nunca más he mirado un fixture, para que no me afecte. Luego jugué con ella y sentí que no era para tanto, que no estaba tan lejos”.

Dos años después, en 2015, Muguruza volvió a enfrentarla, en la final de Wimbledon. A Muguruza le tocó perder algo que ella atribuye no solo a la calidad de su adversaria, sino también al pasto sobre el cual se juega el certamen inglés. “Desde el principio he sentido una especie de amor/odio hacia Wimbledon. La pelota rebota diferente. A veces no rebota, a veces rebota mal, a veces hay un agujero. Además, cuando corres sobre pasto no es lo mismo que en cemento. Entonces, me planté allí y no podía jugar. Perdí”.

Esa derrota la persigue hasta hoy: “Aún le doy vueltas a ese día porque, si no ganas, no se acuerda nadie. Siempre digo que preferiría haber estado más tranquila, pero eso es imposible. A veces me pregunto por qué estaba tan nerviosa. Estuve fatal todo el partido. Con ella no hay ningún punto tonto, ningún momento en que te puedas relajar. Si lo haces, te saca a 200 kilómetros por hora y ya no ves la pelota. Pero así es en el tenis: o ganas o no eres nada”.

Para Muguruza, como para tantos otros jugadores de tenis, la clave fue dominar sus propios nervios, serenarse y concentrarse en la tarea por delante. “Cuando gané en Roland Garros en 2016 estuve un poquito más tranquila y un año después, en Wimbledon (cuando derrotó a Venus Williams), aun un poquito más. Y así voy…”

Comienzos

 Garbiñe Muguruza parecía destinada a jugar al tenis. Cuando su madre Scarlett Blanco estaba embarazada de ella, sufrió un breve sobresalto en una visita al médico. “Hay algo que no es normal”, le dijo el médico. El bebé tenía el fémur demasiado largo. Pero la madre tranquilizó al doctor: “No se preocupe, los hermanos también son altos”. La niña se lanzó pronto a alcanzarlos. Con seis meses empezó a caminar. “Nadie lo creía”, recuerda Blanco. Y antes de aprender a hablar, con menos de dos años, ya iba tras ellos en unos patines de ruedas. “Tenían que ser patines en línea, no quería de otro tipo porque eran los que llevaban los hermanos. Les metíamos tres calcetines, porque los más pequeños eran de talle 36”.

Y luego vino el tenis. Cuando la familia aún vivía en Caracas, donde nació Garbiñe el 8 de octubre de 1993, su madre le daba la mamadera mirando a la cancha del club donde jugaban sus hermanos, Igor y Asier, 10 y 11 años mayores que ella. Enseguida los imitó: “Lo que ellos hacían quería hacerlo yo”, recuerda. Pero cuando con tres años intentó entrar a la pista le dijeron que debía esperar a cumplir cuatro. Ella mantuvo al tanto al encargado de la pista que le negó el ingreso con un cuenta regresiva que le iba haciendo cada vez que pasaba por ahí: “Me faltan tres meses. Me faltan dos meses. Me falta un mes”. Hasta que entró.

—¿Se recuerda sin una raqueta de tenis?

—No. Yo soy tenis. Nací casi para jugar. No recuerdo haber hecho otra cosa, ni sabría.

La mudanza de la familia (padre español, madre venezolana) a Barcelona cuando ella tenía seis años fue motivada, también, por el futuro de sus hermanos. La familia buscaba una buena escuela de tenis para ellos, entonces los escogidos para jugar en serio. “Ni un duro daban por mí”, bromea Muguruza. “Y al final, mira”. Al final, ellos fueron a la universidad y ella ya ha ganado dos Grand Slam (Roland Garros en 2016 y Wimbledon en 2017).

Además, Muguruza puso su nombre en la mejor historia del tenis español el año pasado, cuando no solo alcanzó el primer puesto en el ranking WTA -la primera tenista española en lograrlo en 20 años-, sino que además hizo coincidir su lugar de privilegio con el mismo puesto de su compatriota Rafael Nadal.

Este año, sin embargo, ha perdido varios partidos importantes y de ese primer puesto cayó tanto que se fue incluso del Top 10. Actualmente, está en el puesto número 18. Hace poco, en una nota en El Mundo, se preguntaban: ¿Qué le pasa a Garbiñe Muguruza? y se daba cuenta que la tenista disputó 19 torneos y llegó a cuartos de final en cinco de ellos, pero alcanzó la victoria solo en uno, en Monterrey. En cuento a los torneos Grand Slam llegar a la semifinal del Abierto de París fue su mejor resultado.

Tal vez, una de las seguramente varias explicaciones que hay para su descenso en el ranking tenga que ver con un cambio de mentalidad. El año pasado, Muguruza decía: “Es más fuerte el dolor que siento por perder que la felicidad que tengo al ganar. Si dices: ‘Venga, va, da igual, no pasa nada’, eso es terrible. Pensar eso no es de top. No puedes. No hay un partido tonto. Si me va a ganar la otra, quiero que se deje la piel”.

Este año, sin embargo, tiene una mirada con una perspectiva más abarcadora: “Antes me disgustaba más, era un poco más dramática si perdía. Este año estoy tomando un poco más de distancia, sin preocuparme”.

Porsche, Rocky, lesiones y Venezuela

Rápida. “Me gustan los autos. Me gusta conducir, y conducir rápido. En el torneo de Stuttgart nos regalan un Porsche, y tengo más de uno. Pero conduzco poco, porque viajo y nunca estoy. Tienen solo como 1.000 kilómetros”.
Concentración. “En el vestuario, antes de los partidos, escucha música en los auriculares. Pongo de todo: música pachanguera, disco, reggae… y una lista de Rocky. Toda música animada. Si escucho Adele, me hundo”.
Lesión. “Fue difícil cuando me lesioné en 2013, porque si eres un deportista profesional y te lesionas, ¿qué haces? Tienes que estar parada, no puedes hacer nada. Tenía mucha ansiedad por ver a mis compañeras compitiendo. No me sentía tenista. Cuando volví a jugar, con muchas ganas, fue diferente. Me di cuenta de que el tenis era lo mío, de que si no jugaba me sentía vacía”.
Venezuela. “La mitad de mi familia está en Venezuela. La gente que vive allí está mal y tiene muchos problemas para comer, para conseguir medicamentos, para vivir, la inseguridad. Lo que veo es que la gente está sufriendo mucho, y es un país rico, petrolero, que no debería estar así. A mí me duele. Y es una cosa que no cambia, que no mejora. No puede ser”.

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