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Todos somos disidentes

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Cabeza de Turco

He querido dejar pasar unos días para expresar lo que me sale del alma sobre el asunto "Franklin Rodríguez". Especialmente porque en medio del histeriqueo no hay manera de aportar un mensaje racional.

WASHINGTON ABDALA

Es sencillo: me importa un bledo la entidad que entienda que lo representaba, o que se le prohibió algo en relación a su persona. Los liberales en lo filosófico, que somos mayoría, sabemos que los corporativismos son nefastos en cualquier lugar y que para "prohibir" algo necesitan ajustarse a derecho y no proscribir por olfato. Por eso, cuando a un individuo se lo pretende amonestar y hacerlo comulgar con el rebaño, es simple, me voy con el disidente.

En algún sentido el país se va plagando de disidentes como Franklin, como usted y como yo. Nos tienen podridos algunos chicos con su relato beatificador, soporífero y autoritario donde si no comulgamos con sus "decires" somos poco menos que Eva Braun. Como dice el —ahora flaco— Casero para la Argentina K, pero vale para el mundo progre uruguayo: no somos boludos.

La verdad, solo de pensar que el año que viene es electoral y que voy a sentir a cuanto imbécil abra la boca —los conozco de memoria, perdón— con pretensión de personaje y diciendo la chotez de turno para ver si caza algún despistado, juro que me vienen ganas de estar en Australia correteando canguros. Lo jodido de haber vivido un rato y seguir activo en esta aldea maravillosamente mesocrática, es que uno sabe cuándo —tirios o troyanos— dicen la verdad o nos matan a sanatazos.

Y por eso, ciudadanos tipo yo, que hay montones, somos los que en cualquier boliche de la ciudad, tomando un cortado, al ver al pajuato o pajuata de turno vendernos el buzón de la hora en la caja boba, nos vienen ganas de tener nuestra Bastilla. Es políticamente incorrecto manifestarlo así, lo sé, pero es lo que sentimos muchos que estamos hartos, cansados, asfixiados y sobre todo, con pocas esperanzas de que venga alguno y nos saque de este buraco pútrido en el que nos metieron.

Y a los chicos del gobierno, que sé yo, es sencillo: se les agotó el discurso, el relato es frágil y los hechos son tétricos. Luego de 15 años las papadas, las canas y el cántico cansó. (Algo parecido le pasó a los colorados hace tiempo y allí están buscando ver cómo resucitar.) No es igual la cosa, lo sé, no hay 2001 a la vista, pero hay crisis, empresas que se caen, el desempleo crece, el dólar se escapa y la barra está que brula. Y ellos siguen poniendo cara de Harry Potter.

La oposición es lo que es, no se le puede pedir más, algunos habrá que irlos presentando (entre ellos mismos) en algún asado para que se conozcan, para que sepan que si hay alternancia democrática, sería bueno que tuvieran los teléfonos de todos. Hasta les podemos armar un grupito de Whatsapp. De onda nomás.

Por eso quería volver a Franklin. Viniendo de donde viene, hoy está en la zona de la libertad, dura zona (si lo sabré) pero la mejor en términos de pensamiento propio, sin compromiso con nadie y solo ajustado a su sentir y a su verdad. ¿Importa alguna otra?

Cuando en los países las pequeñas barras se las empiezan a agarrar con los Franklin, les cuento, es una buena noticia: es la evidencia de que ya no pueden contra la libertad, que empiezan a mostrar los dientes afilados del autoritarismo —lo que los desnuda— y que ya nadie les cree demasiado por eso procuran imponerse a la fuerza.

Por estos días estoy dando en clases de facultad y volví a mi amada Hanna Arendt y su banalidad del mal, siempre comprendido a medias. La verdad es que el mal es monstruoso siempre, pero a veces se hace cotidiano y corriente. Por eso parece algo sin demasiada estridencia. Todo eso es así hasta que saltan los Franklin y nos llaman la atención sobre cómo están las cosas y dónde nos tenemos que parar para seguir siendo éticos y demócratas. Esa es la lección. No es menor, por cierto. La ética al final lo es todo. Ya lo deberíamos de saber.

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