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Los tardíos éxitos de Julian Barnes, un británico francófilo

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Julian Barnes

NOMBRES DE DOMINGO

El escritor inglés Julian Barnes vuelve con una serie de ensayos en donde reflexiona sobre el arte de apreciar a la pintura francesa.

En la década de 1980, cuando la Guerra Fría estaba levantando considerable temperatura, un grupo de jóvenes escritores ingleses empezaba a acaparar los titulares de la prensa cultural con su talentosa prosa. En el lote que surgía llamando la atención estaban Ian McEwan, Martin Amis, Kazuo Ishiguro, Salman Rushdie y, claro, Julian Barnes. De todos ellos, Barnes es tal vez el que ha tenido el perfil más sosegado.

No fue perseguido por los ayatolás, como Rushdie. No es el hijo de un gran escritor, como Martin Amis. Tampoco ha ganado un Premio Nobel, como Ishiguro. Tal vez, con quien tenga más en común en cuanto a notoriedad o repercusión mediática sea con Ian McEwan, que de todas formas “supera” a Barnes en la carrera por algunos galardones literarios. McEwan ganó el Premio Somerset Maughman en 1976, mientras que Barnes lo obtuvo en 1980. McEwan llegó también antes al Booker Prize (1998), mientras que Barnes lo obtuvo recién en 2011, por su novela El sentido de un final. Cuando se anunció que esa distinción, la más prestigios de la lengua anglosajona, iría para Barnes, el medio británico The Guardian tituló así la noticia: "Julian Barnes triunfa finalmente". En ese momento, el escritor tenía 65 años.

Sufrido hincha

Barnes nació en Leicester en 1946, una relativamente pequeña ciudad (algo más de 300.000 habitantes), ubicada 165 kilómetros al Noroeste de Londres. La ciudad no tiene muchas aspiraciones a la fama. La lista de notables “hijos” de Leicester incluye a varios músicos de rock y música popular como el bajista de Queen John Deacon, el tecladista de Deep Purple Jon Lord y el cantante Engelbert Humperdinck, que por acá fue sobre todo conocido por haberle “ganado” una vez a The Beatles en las listas de ventas.

Pero Leicester tiene un humilde equipo de fútbol, y en la historia de ese club puede verse algo de la del propio Barnes y el camino hacia el reconocimiento que otros obtuvieron antes que él. En 2016, Barnes fue entrevistado por Charlie Rose, un periodista de muy larga y destacada trayectoria en la televisión pública de Estados Unidos:

—Usted creció en Leicester.
—Sí.
—¿Qué significó eso para usted?
—Es increíble. Luego de 65 años de haberlo seguido, mi club de fútbol, que nunca ganó nada, finalmente salió campeón de la liga inglesa.

La entrevista entera, en inglés, puede verse acá: 

Puede que su hablar pausado y unos modales más bien recatados en sus apariciones públicas le hayan jugado en contra en su camino hacia la fama. Los focos de los medios de comunicación, se sabe, casi siempre andan buscando personalidades fulgurantes y extrovertidas sobre los cuales posarse. Los periodistas sabemos del impulso a iluminar a ese tipo de personajes.

También conocemos la tentación de confeccionar un relato que narre de manera más o menos lineal el camino que llevó a alguien del anonimato a la notoriedad.

Pero pocas cosas se dejan encorsetar de esa manera. El recorrido literario de Barnes, tampoco. Porque si bien él llegó al Booker Prize en 2011, había sido finalista del mismo premio ya en 1984 por su tercera novela, la espléndida El loro de Flaubert, traducida a una treintena de idiomas, éxito de ventas y unánimemente elogiada. ¿Y ese Premio Somerset Maughman ya mencionado? Con ese arrancó su carrera como novelista, ya que le fue otorgado por la primera que publicó, Metroland.

La repercusión de El loro de Flaubert fue tal que para muchos fue lo primero que supieron de Barnes, y ese libro lo ubicó en un lugar singular para alguien que parecería tan británico: el de un francófilo experto en todo lo galo. Sería fácil concluir que Barnes cultivó un gusto por la cultura francesa porque tanto su padre como su madre fueron profesores de ese idioma. Pero él mismo aclaró alguna vez que lo que lo llevó a cruzar de Britannia a Bretagne —al menos culturalmente— no fue tanto la influencia de sus padres, con quienes tuvo una relación complicada.

En 2008, cuando publicó Nada que temer, un libro en el cual ahonda sobre aspectos de su vida aunque no se trata de una autobiografía convencional, Barnes le dijo al periódico The Telegraph que su predilección por la literatura y la cultura francesa fue “más bien por leer libros, que por mis padres. Me irritó bastante que unos amigos de mi madre le dijeran, luego de haber leído la traducción francesa de El loro de Flaubert, que yo escribía igual a ella”.

El gusto por todo lo francés se mantuvo y Francia le hizo saber a Barnes que estaba agradecida: hasta ahora, el Estado francés le ha otorgado cuatro distinciones oficiales, la primera —Caballero de la Orden de las Artes y las Letras— en 1998 y la más reciente —Oficial en la Orden Nacional en la Legión de Honor— en 2017, con las siguientes palabras del embajador francés en Gran Bretaña: “A través de este premio, Francia quiere reconocerle su inmenso talento y el aporte para subir el perfil de la cultura francesa en el extranjero, así como también su amor por Francia”.

La última prueba de ese amor está en su nuevo libro traducido al castellano (Con los ojos bien abiertos, Editorial Anagrama,  1.190 pesos) en el cual se dedica buena parte de los ensayos recogidos en sus páginas a pintores franceses como Édouard Manet, Edgar Degas, Théodore Géricault y Eugène Delacroix, entre otros (también hay reflexiones dedicadas al escultor estadounidense Claes Oldenburg y el pintor inglés Lucian Freud).

tapa libro Con los ojos bien abiertos
Foto: Anagrama

La mirada de Barnes no se limita a una disección de las obras de esos artistas. En vez, el inglés hace dialogar algunos aspectos de las personalidades y el trabajo de los pintores, con aspectos más allá del métier artístico, como por ejemplo las rivalidades con colegas. En una parte, cuando escribe sobre el conflicto entre Paul Cézanne y el novelista Émile Zola, Barnes señala que “es cierto que el éxito, sea cual sea su definición, tiende a romper más la amistad entre los artistas que el fracaso”.

Llegado a este punto, aparece una vez más la tentación de concluir una nota con una frase al estilo de “el círculo se cierra”, tan común como recurso. Porque ya en la introducción del libro Barnes tiende la trampa, cuando cuenta que los primeros contactos que tuvo con la pintura, en su infancia, remiten a Francia: “En cuanto a la pintura, en la casa había tres cuadros al óleo. Dos eran paisajes del Finisterre francés, pintados por uno de los assistants franceses de mi padre”.

Tentado o no, el más reciente aporte de Barnes a la biblioteca es un ladrillo más en la catedral de letras que viene construyendo desde su primera novela. Una catedral con vitrales que filtran los rayos de luz de la literatura europea.

Otro hijo de la Guerra Fría

Nacido el 19 de enero de 1946, Julian Barnes creció en una época histórica en gran parte dominada por el estado de conflicto entre las “superpotencias” Estados Unidos y la Unión Soviética. Luego de dos guerras mundiales, los europeos tomaron muchos recaudos para no volver a tener enfrentamientos bélicos en su continente, pero la amenaza de una guerra total entre el campo capitalista y socialista permeaba muchos aspectos de la vida y la cultura europea. Entre otras cosas, porque habían muchos misiles nucleares desplegados en distintos países. Barnes creció en ese contexto: “Toda mi infancia estuvo marcada por la Guerra Fría. Cuando tenía 13 o 14 años, recuerdo de forma vívida que mi maestro de inglés mandó a su esposa a su casa, por la crisis de los misiles en Cuba”. Si bien nunca fue un escritor marcadamente politizado, no podía eludir las implicancias de un posible enfrentamiento entre un bando y otro. Y cuando eligió escribir sobre eso , optó por ficcionalizar, en El ruido del tiempo (2016), la vida del gran compositor ruso Dimitri Shostakovich, quien desarrolló buena parte de su obra durante los años más oscuros del estalinismo. Pero Barnes también escribió una breve novela, El puercoespín (1992), ambientada en un país ficticio de Europa del Este luego del derrumbe del Muro de Berlín.

tapa libro El ruido del tiempo
Foto: Anagrama

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