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Unas tardes por los museos de Madrid

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La Plaza Neptuno brilla en la noche madrileña, un referente ineludible.

En los vértices del Triángulo del Arte madrileño están el Museo del Prado, el Thyssen-Bornermisza y el Reina Sofía. Son escalas inevitables y un remanso indispensable en la capital española.

Es un triángulo perfecto, una real combinación geométrica y geográfica que en sus vértices aloja tres museos y, en ellos, una buena parte de las obras de arte que hacen que nos enorgullezcamos de nuestra humanidad.

Y allí están en una Madrid que se sabe anfitriona y como bastiones de ese isósceles: el Museo Nacional del Prado, cruzando la fuente de Neptuno y por el lado más corto, el Museo Thyssen-Bornemisza y yendo hacia la estación Atocha por Paseo del Prado, el imponente Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. No por nada a esa superficie se la conoce como el Triángulo del Arte.

Y en esa área minada de cultura, están el Guernica de Picasso, Las Meninas de Velázquez, los grabados de Goya, El jardín de las delicias de El Bosco, La Virgen de la humildad de Fra Angelico, el retrato de Luis Buñuel de Dalí y el de George Dyer de Francis Bacon, una de esas construcciones de acero de Richard Sierra, Dos o tres cosas que sé de ella de Godard y La batalla de Argelia de Giulio Pontecorvo.

Tamaña densidad de obras del acervo cultural de una civilización en un radio de media docena de manzanas, quizás solo se dé en el National Mall de Washington, donde se aglomeran los Smithsonians.

Y todo eso está a una caminata de Cibeles y a otra del Palacio Real y de la Plaza del Sol y de la Gran Vía y de El Corte Inglés, de la FNAC y ahí del Parque del Retiro. O sea, todo lo que uno sabe que tiene que conocer cuando va a Madrid. Y está a un par de estaciones de Malasaña, el barrio inevitable para salir de noche si usted no llegó a los 40; es un lugar increíble.

Una ciudad bajo techo.

Es cierto que Madrid en verano es para caminarla y comerla, con sus callecitas que aparentan siglo XVII pero son tan modernas. Allí están esos bares típicos en los que por cinco euros uno se puede agasajar con una tortilla, unas aceitunas y alguna yapa con dos cañas (o sea dos lisos de cerveza) como para recuperar el aliento. Pero a nadie le hizo mal pasar un rato por los museos con una atención un tanto menos apresurada que la habitual.

De caprichosos no más, una recorrida podría empezar por el Reina Sofía, que ocupa unos 80.000 metros cuadrados distribuidos en dos edificios y cuatro pisos. Es el vértice sur del triángulo y está como quien va subiendo desde la estación Atocha. Fue inaugurado en 1992 y lo visitan unos tres millones y medio de turistas por año. Está abierto todos los días menos los martes y la entrada es de 10 euros (es gratis los lunes y de miércoles a sábado de 19 a 21 y los domingos de 13.30 a 19).

Por ese precio se tiene acceso a la colección permanente y a las exhibiciones temporales, entre las que está, hasta el 4 de setiembre, la muestra Piedad y terror en Picasso. El camino a Guernica, que pone en contextos artístico, social y político ese alegato en blanco y negro gigantesco que, obviamente, es la corona de la exhibición y del museo. Siempre está rodeado de turistas que intentamos por un ratito descifrarlo antes de continuar con la rutina museística

Recorrer la imponencia de Reina Sofía más o menos exhaustivamente puede consumir, doy fe, unas seis horas. Porque, aunque claramente el Guernica se lleva toda la atención, ocupa una parte mínima del enorme terreno surcado por los pasadizos de un laberinto que en ciertas dosis puede llevar a un estado de paseo alucinado que bienvenido sea.

En uno de sus espacios, hasta el 8 de enero está la impresionante muestra NSK del Kapital al Capital. Un hito de la década final de Yugoslavia. Allí se presenta con vocación ambiciosa el universo del Neue Slowenische Kunst, un grupo de jóvenes irreverentes eslovenos que en la década de 1980 asaltaron la cultura, la sociedad y la política de su país. Su revulsión va desde el nombre en alemán y un manifiesto político en el que se mezclaban los fantasmas del fascismo y el comunismo más orwellianos pero era un proyecto inmenso que implicaba obras de teatro, música, artes plásticas y una nación independiente con sus propios pasaportes que se exhiben para la ocasión.

El resultado puede ser un poco agresivo para el visitante ocasional del arte, pero una mirada aun superficial presenta un fenómeno artístico importante, una pintura de una época que es, en definitiva, un tiempo que ya pasó.

Un descanso necesario puede ser detenerse en algunas de las tantas exhibiciones de cine que acompañan muchas de las otras muestras temporales. O el restaurante o la cafetería o el soleado patio central del primer edificio, el que alguna vez albergó al Hospital de Madrid.

La historia del arte ahí.

El Museo Nacional del Prado, separado a una caminata del Reina Sofía por el Parque del Retiro y el Jardín Botánico, es el paseo cultural inevitable del que visita Madrid. Allí está una de las colecciones pictóricas más impresionantes de Occidente. Por algo ha venido acopiando y exhibiendo algunas de las principales creaciones del arte desde su inauguración, en 1819. Sus 42.000 metros cuadrados necesitan de una atención que muchas veces, estos turistas fugaces en que terminamos convertidos, no tenemos.

Es difícil determinar por dónde empezar ante semejante monstruo, pero una propuesta bien clásica y necesaria es ir a por lo seguro. Aunque incluso esa lista de paradas obligatorias es para temerarios.

Tiene que estar Las meninas, que no por repetida en tantas plataformas ha perdido algo del impacto de estar parado frente a su monumentalidad. Lo mismo con Goya y sus Los desastres de la guerra, El tres de mayo de 1808 en Madrid o las dos majas, donde el protocolo indica que hay que aventurar cuál es más sensual, si la desnuda o la vestida. Tanto Velázquez como Goya son las presencias más convocantes y a su alrededor es un hervidero de guías explicando en todos los idiomas posibles, las implicancias de ese cuadro desde donde nos increpa un grupo de personajes o sus reflejos.

Y habría que sumar, otra vez caprichosamente, Adán y Eva de Durero, El triunfo de la muerte de Brueghel, Las tres Gracias de Rubens, El jardín de las delicias o enormes esculturas romanas del siglo X, antes de Cristo. Conviene hacerse un itinerario antes de ir porque es verdaderamente inabarcable y más que todo amerita un ratito de introspección ante la magnitud del momento. El Museo del Prado está abierto de lunes a sábados de 10 a 20 y los domingos de 10 a 19. La entrada sale 15 euros pero de lunes a sábado de 18 a 20 y los domingos de 17 a 19, es gratuito.

De todos los tiempos.

Capaz que antes de meterse en la frondosidad del Museo Thyssen-Bornemisza no venga mal hacer una parada en la más manejable CaixaForum, el moderno edificio precedido por un jardín vertical, casi frente al Prado. Allí está la muestra Arte y cine. 120 años de intercambios, un precioso y cuidado paseo por el vínculo perenne de dos artes. Desde la caja de madera de El perro andaluz, hasta el vestido de Anna Karina en Alphaville, pasando por un montón de afiches originales, fragmentos de películas y algún momento interactivo, la muestra es una sorpresa; va hasta el 20 de agosto. Un piso más abajo, hasta el 15 de setiembre, está ¡Agón! La competición en la antigua Grecia, con piezas únicas del Museo Británico.

Y así sí, cerrar esos días de arte en Madrid con el Thyssen-Bornemisza, que proviene de una colección privada que reunió arte clásico y contemporáneo con un capital acorde a tal buen gusto.

Ahí están como si nada, obras de Chagall, Caravaggio, Manet, Degas, el retrato de Enrique VIII de Holbein, Rubens, Picasso, Gauguin, Van Gogh, Picasso y Hopper. Una visita más personal podría incluir el mármol de Bañista de Mateo Hernánez, El retrato del Dr. Haustein de Christian Schad o ver un Lucien Freud ahí mismito. La entrada sale 12 euros pero los lunes de 12 a 16 es gratis.

Y después haga lo que quiera. Madrid es una ciudad llena de rincones, secretos y una buena vibración que, si se acompaña con arte, se siente aún mucho mejor. *Invitado a Madrid por Egeda, con motivo de los Premios Platino.

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VIAJESFERNÁN CISNERO*

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