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Rodolfo Arotxarena: "Un caricaturista siempre es un humorista, pero no viceversa"

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Arotxa lleva 43 años pasando a la clase política por su lápiz implacable.

El Personaje

Sus caricaturas son, a menudo, tan reveladoras como una sesuda columna política, su arte, empero, ha superado la mera coyuntura y hoy son una marca identitaria de El País.

Se sentaba junto a la mesa de trabajo de sus mayores, lápiz y cuaderno en mano. Su padre, Alcides Arotxarena, era camisero de medida, un oficio ya extinguido, y atendía el taller junto a su esposa Consuelo. Mientras don Alcides recibía a alguno de sus clientes y comenzaba a tomar medidas, el pequeño Rodolfo ya sabía cuál era su lugar. Cuando su padre cantaba un número lo anotaba en una de las columnas del libro de medidas. Y una observación adicional: "cuello bajo". Dos palabras que podrían evitar que el proyecto de camisa fuese un fracaso.

"Cuello bajo se aplica a cuando la papada que tiene el modelo es excesiva. Pienso, como ejemplo, en un tipo como (Aníbal) Troilo, que tenía un buche, de por sí grotesco, y no pudo tener un cuello alto como el de un señor delgado donde la solapa del cuello es alta", cuenta él mismo.

De ese modo, sin saberlo, comenzó a entrenar el ojo en la figura humana. Mientras tanto dibujaba, pero lo hacía como cualquier niño enfrentado a una hoja de papel, sin pretensiones de genio. Y tal vez imitando lo que hacía su padre con las tijeras, "dibujando" talles directamente sobre el modelo.

"Él insistía en que yo tenía que ser camisero porque tenía, según él, la facilidad para dibujar, que allanaba el camino. Heredaba el negocio de mi viejo, la clientela, pero había un problema enorme ahí: la vocación. Descubrí que no quería ser eso y con dolor en el alma, dije bueno, tengo que optar.", recuerda.

Rodolfo Arotxarena (60) tuvo una niñez como la de tantos. Se crió en la casona de Yaguarón y Mercedes, jugaba a la pelota en los pocos metros de la calle Curiales. El taller de camisero se encontraba en la planta baja de la casa. El oficio de su padre le permitía estar en contacto con la más selecta clientela de la sociedad montevideana y si tuvo algún privilegio fue el de ser hijo único.

Tal vez nada de ello hacía pensar que en breve haría del dibujo su pasión, su vida y su razón de ser en el mundo.

Pero la herencia de sus antepasados vascos lo había hecho tozudo. Estaba en el liceo cuando descubrió que su talento le permitiría hacer algo más que rayar cuadernos o hacer caricaturas de los profesores. Y así tomó sus dibujos, los colocó en una carpeta y salió a recorrer los diarios de la capital. Porque tenía claro que él quería ser un "dibujante de prensa".

La carpeta paseó por las redacciones de La Mañana y El Diario, por El Día y, finalmente, por El País. "El que más me sedujo fue El País porque era el diario más moderno ", recuerda.

Dejó una muestra de su trabajo y se fue con la promesa de que sería llamado en algún momento. Y al tiempo llegó la noticia.

Aquél sábado 24 de mayo de 1975 sería imborrable. Estaba en clase en el Elbio Fernández cuando le dijeron que había salido su caricatura de Aníbal Troilo publicada en Sábado Show. "Ese día casi me compro el quiosco entero", ríe ahora.

Y así empezó su carrera. Al poco tiempo comenzó a trabajar directamente en la redacción. Tenía su escritorio junto a los cronistas y regularmente salía con ellos a las notas, para escuchar, ver y aprender.

"De los cien años que cumple el diario, hay 43 que son míos", dice.

El ambiente de las antiguas redacciones terminó de forjar su carácter. Esa mezcla de príncipes y mendigos, de vieja bohemia y severos hombres de ideas, de cronistas de traje y corbata aporreando máquinas de escribir, humo de cigarrillos, tazas de café, el ruido de las teletipos o el de las cajas de los tipógrafos encajando los plomos a toda velocidad. Eran tiempos sombríos, la dictadura había carcomido los márgenes más libertarios y arrinconaba en el diario a los que se oponían feroz y calladamente. "El clima era entreverado, violento, no era sencillo hacer humor, uno no publicaba lo que quería sino lo que podía", recuerda Arotxa.

Pero, claro, eso lo comprendió mucho después. Mientras tanto era un joven que se deslumbraba con todo lo que ocurría a su alrededor. Recuerda por ejemplo una de las notas que salió a cubrir junto al antiguo jefe de la página policial del diario, Alberto Costas Cobas, por todos conocido como "El Flaco". Elegante, de una vasta cultura, implacable observador y dueño de una intrincada red de fuentes el Flaco era de la vieja estirpe de cronistas policiales. Se trataba de un incendio, cuando llegaron a la casa los bomberos habían extinguido el fuego.

—Murió una mujer, comentó El Flaco.

—¿Y ya se la llevaron?, quiso saber el joven aprendiz que lo acompañaba.

—No, está ahí, y señaló una masa informe en rincón de la devastada sala.

"Cuando la vi parecía una escultura de Nantes, porque aquello era un sillón de alambre con algo que estaba totalmente carbonizado, negro, y era un cuerpo que había ahí, yo no lo podía creer", recuerda.

Sí, en una redacción se ve de todo. De lo sublime a lo horrendo, como quien pasa una página. "Conocí plumas extraordinarias, gente increíble, que no necesariamente eran periodistas, pero tuve la suerte de conocer ricos tipos en mi vida", dice.

La lista es extensa y plagada de notables de la cultura uruguaya: Jaurés Lamarque Pons, Manuel Espínola Gómez, Nelson Bayardo, Carlos Maggi, Amalia de la Vega, Daniel Vidart, Hugo García Robles, Miguel Villasboas —que le escribió un tango: El Vasco Arotxa—y algunas figuras políticas de primera línea, como el expresidente Jorge Batlle, con quien Arotxa mantuvo "muy linda" amistad por años.

Arotxa dibuja todos los días, aunque no publique su pasión no tiene pausa.
Arotxa dibuja todos los días, aunque no publique su pasión no tiene pausa.

Conoció a los maestros Leonardo Galeandro y a Jorge Centurión, veteranos colegas que le mostraron el camino del oficio. Hermenegildo "Menchi" Sábat, uruguayo nacionalizado argentino fue un punto de referencia en sus comienzos, tal como él mismo lo comenta.

Por el afilado lápiz de Arotxa han pasado los principales exponentes del elenco político uruguayo. Irreverente, irónico, inteligente, implacable y, la mayoría de las veces, desopilante, el estilo de Arotxa hoy es una marca que va más allá del retrato coyuntural. Un trazo capaz de reducir a un puñado de símbolos a varias personalidades: representó sin cara a Jorge Larrañaga, a Luis Lacalle Pou, Rafael Michelini y Juan Andrés Ramírez, que en síntesis era una peinada a la gomina; los zapatos rojos de María Julia Muñoz, o la serie dedicada a Obdulio Varela, por citar algunos. De ahí su gigantografía de Carlos Gardel, el otro maestro al que escucha religiosamente cada día, o sus innumerables dibujos dedicados a la fiesta del candombe. Artista polifacético, que además de pintó, fuera de la caricatura, su series Caudillos y Silencio.

—¿Qué es el humor para vos?

—Así como un caricaturista siempre es un humorista, un humorista no siempre es caricaturista. Con los políticos es lo mismo, el político quiere perpetuar su imagen, el artista su obra, bien distinto. El político se expresa y encubre, el caricaturista se expresa y descubre. Entonces la relación que existe es muy complicada. Hay políticos que más allá de la magistratura que les toque desempeñar, uno los ve y no son personajes, pero hay tipos que sí lo son. Jorge Batlle y Pepe Mujica, te gusten o no te gusten, son para una pieza teatral, de acá a donde vos quieras, porque son tantas las condiciones que tienen que te arrancan fastidio o risa.

En tres dimensiones

Arotxa siempre necesita dibujar. Pero a veces el papel y las dos dimensiones no alcanzan. Eso sintió el 11 de septiembre de 2001, cuando cayeron las torres gemelas en la ciudad que más ama. Recorriendo se encontró con el armazón desvencijado de un viejo globo terráqueo y la idea estalló en su cabeza. Con bastante trabajo encontró un tornero en la Unión al que encargó el trabajo: "Necesito una bola de madera maciza que tenga cincuenta centímetros de diámetro", le dijo al tornero. Le llevó la madera y al mes volvió por el encargo. "Acá la tenés, llevátela y nunca más me traigas nada, casi me mata esta bola", le dijo el tornero. Luego la pintó con los colores de la bandera estadounidense, pero en vez de estrellas colocó cruces. Hoy el símbolo del 11/S es lo primero que ve quien cruza el umbral de su casa.

SUS COSAS.

Colecciones. Desde viejos porrones de cerveza del siglo XIX, hasta carteles esmaltados de publicidad, otrora característica en los viejos almacenes de ramos generales, con las que cubrió todas las paredes de una de las habitaciones de su casa en Parque Batlle.
?Una ciudad. Si tuviera que elegir una ciudad sería Manhattan, uno de los sitios "que más amo en el mundo", al punto que festejó tres cumpleaños en esa barrio de Nueva York. Pero para los 60, invitado por unos amigos a San Pablo, aprovechó a festejar allí su cumpleaños junto a su esposa Magdalena.
?Gourmet. "García Robles me enseñó todo lo que sé de gastronomía", asegura. Le gusta cocinar y a veces lo hace, aunque reconoce la "magia" de su esposa y se suele rendir a ella. También es un gourmet del café, que compra en granos y lo muele con una vieja máquina para preparar el espresso.

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