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Un rato en las calles de Ciudad de México

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Ciudad de México es tan interminable como atractiva.

La capital azteca merece que se le dedique un buen tiempo, pero bastan unas horas para conocerla y enamorarse. Este lugar sin horizonte late a ritmo propio, y vive entre aromas y sabores.

Hace algún tiempo cumplió su sueño de mudarse a la playa: un amigo le consiguió trabajo de DJ en un boliche caribeño —le gusta la electrónica, dice— y lo disfrutó al máximo, hasta que supo que era tiempo de volver a la ciudad para terminar de estudiar. Pero Antón no se arrepiente: le encanta su trabajo de chofer, y aunque le divierte conocer gente todo el tiempo, lo que más le gusta es cruzar una y otra vez la inmensa Ciudad de México.

Dice, con un hablar suave y pausado que contrasta con esa imagen mariachi que se nos ha vendido históricamente de los mexicanos, que no hay nada como la madrugada para recorrer la ciudad, para conocerla y admirarla. Las autopistas están casi vacías y las luces de la calle y de los carteles publicitarios dan un brillo mágico a la oscuridad, en la que conviven como dormidos los edificios más modernos con las casas más antiguas.

De día, las palabras de Antón se resignifican: Ciudad de México es abrumadora. Los autos, formados como un ejército pronto para desfilar, avanzan a paso de hombre haciendo maniobras imposibles entre ómnibus y bicicletas para superarse unos a otros, y algunos choferes acalorados aprovechan los embotellamientos más complicados para acomodarse en la sombra de un árbol cercano.

El Índice de Tráfico TomTom de 2017 indica que, por segundo año consecutivo, la ciudad lidera a nivel mundial las estadísticas de congestionamiento vial. En números fríos, se traduce en 227 horas de viaje extra por año. Es mucho, pero se aprende a convivir con eso y a calcular horarios en función de un posible atasco.

Para una estadía corta en la ciudad, el asunto del tráfico es un problema, considerando además que el transporte público no cubre distancias demasiado largas y que, ante la cantidad de secuestros —un promedio de seis por día en el país, una cifra impactante— el taxi ha perdido credibilidad y sólo se aconseja tomar los que están en las paradas habilitadas. Hoy la opción más recomendable es Uber: un viaje de dos kilómetros, que puede tardar hasta 30 minutos en hora pico, cuesta entre dos y tres dólares.

Así como la advertencia del taxi, hay recomendaciones obligadas que, más tarde o temprano, los turistas escucharán. Hay que tomar sólo agua envasada, por más carteles que haya en los hoteles avisando que la que sale de la canilla es cien por ciento potable. Hay que prestar especial atención a los puestos de comida en la calle, y optar por aquellos donde las medidas de higiene sean más visibles (después del brote de gripe porcina de 2009, se ha vuelto algo más común). Y hay que evitar el exceso de picante, más que nada por la falta de costumbre.

Con este manual básico y una primera adaptación rápida —los mexicanos son extremadamente serviciales y marchan a otro tiempo, lo que puede resultar un tanto chocante en principio—, México queda abierta e invita a recorrerla como se pueda y como se quiera.

Cuestión de tiempo.

Hay infinidad de atractivos turísticos para recorrer en Ciudad de México, que amanece y anochece sin un horizonte definido. Es una de las metrópolis más contaminadas del planeta —en parte por la cantidad de vehículos que circulan, de ahí que muchas empresas estén incentivando a sus empleados para que vayan a trabajar en bicicleta—, y eso afecta tanto a sus habitantes como al medio ambiente. Que los límites se vuelvan difusos es también a causa del smog (en contrapartida, las calles están realmente limpias en comparación con Montevideo), lo que da una sensación de infinito, de distancia inabarcable.

Entre esos atractivos que aparecerán en las recomendaciones frecuentes de cualquier viajero está Coyoacán, que en un día de semana está a una hora de distancia de mi hotel en Polanco, y entre otros puntos de interés alberga el Museo Frida Kahlo —la Casa Azul, donde se crió la artista—, o un mercado tradicional donde conviven los sabores típicos del país con artesanías, disfraces, vestimenta y más. Las pirámides de Teotihuacán, otra de esas paradas obligadas para turistas aún cuando el calor y la cantidad de visitantes que circula puede ser abrumadora, quedan a unos 60 kilómetros desde donde estoy. Y no es un mal plan, pero al final, las horas que voy a estar en la ciudad son muy pocas como para perderlas en un auto que más que avanzar, parece arrastrarse por la autopista.

Y hay una ventaja: Polanco es un barrio —para los mexicanos, una colonia— de ensueño donde convive buena parte del encanto local, el de una ciudad inmensa que curiosamente se siente familiar. Hacia afuera, sobre las vías principales, los rascacielos enormes de vidrios espejados brillan bajo el sol, como si el futuro se empeñara en demostrar que ya está ahí, avanzando. Y hacia adentro, en las calles con nombres de intelectuales y escritores, las casas pequeñas de terminaciones imperfectas y colores vibrantes, se aferran a una identidad que se respira y mantienen una tradición viva.

A pocas cuadras, el Museo de Antropología ofrece una mirada en profundidad al poblamiento de América, gracias a una colección monumental que reconstruye sobre todo la historia de las primeras civilizaciones de Centroamérica, pero que extiende su alcance un poco más allá. Es difícil precisar cuánto se necesita para recorrer este recinto: tiene 23 salas permanentes y una para exposiciones temporales, y una extensión de casi ocho hectáreas por donde se distribuye un exceso de información. Un par de horas bastarán para llevarse una impresión interesante, pero se necesitará al menos un día para visitarlo con cierta atención.

Pero ya se sabe que es muy difícil controlar el tiempo adentro de un museo, entonces para un viaje fugaz la mejor opción sigue siendo caminar las calles, mirar tratando de abarcar lo más posible.

En ese sentido, no hay como pasear una noche por Polanquito, el centro gastronómico de Polanco. Repleto de restaurantes con ofertas diversas, y con una arquitectura variada que se esfuerza por darle espacio aunque sea a un poco de vegetación, se parece al Palermo porteño por la noche pero se diferencia en su calidez y en su ambiente casi familiar. Y en sus precios, porque en México todo, pero sobre todo comer, es barato.

El Péndulo es, entre tantas que hay por allí, una opción de lo más interesante. Es una sucursal de una cadena de "cafebrerías" (o sea, café o restaurant y librería), que permite comer en un ambiente distendido y repleto de libros; como la Escaramuza de Montevideo, pero más antigua. El menú incluye la típica comida local que uno puede esperar y otra cantidad de opciones, sobre todo muchas vegetarianas. Una cena para dos con una entrada de panificados y salsas, una hamburguesa de portobello con guarnición, tacos veganos con un guacamole imposible por el picante y un par de cervezas rondan los 450 pesos mexicanos, o sea 25 dólares.

De cualquier manera, hay bares que ofrecen "platos fuertes" desde tres dólares y en la calle, las típicas tortas de jamón cuestan poco más de un dólar.

Para llegar más temprano y quedarse hasta la noche también está La Condesa (y muy cerca Roma, un centro bohemio y artístico), a 20 cuadras de Polanco y de una frescura envidiable. Toparse con niños y perros en unos parques de impecable cuidado, tomar un jugo en un restaurant que a la vez es tienda saludable (el aroma a fruta fresca de ese lugar, Ojo de Agua, es inolvidable), cenar luego e ir a una mezcalería por un par de mezcales ahumados —una experiencia mucho más interesante que la del tequila— es un recorrido perfecto que hace que tres o cuatro horas valgan (mucho) la pena.

Aromas, sabores y músicas sobran en Ciudad de México, una ciudad que vale visitar con tiempo pero que merece cada escaso minuto que se le pueda dedicar. Y Antón tenía razón: si recorrerla es disfrutable, verla vivir de noche, con su color y su ritmo propio, es único.

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Ciudad de México es tan interminable como atractiva.

VIAJES&BELÉN FOURMENT

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