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Opinión | Ser Stalin y decidir muertes

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Washington Abdala. Foto: El País

COLUMNA CABEZA DE TURCO

"Este tiempo permitió medirle el aceite al motor mental de los líderes". Por: Washington Abdala

"Te digo la verdad”. “Mi problema es que soy muy frontal”. “Lamento, pero dejáme que te diga lo que sinceramente siento”. “Yo no puedo decir otra cosa que no sea lo que me sale del alma y punto”. “¿Vos querés que te cante la justa o que te llene a cuentos?”. Y podría recuperar cientos de expresiones como estas que trafican lo falso con lo verdadero y que en realidad son ejercicios retóricos para afirmar falsedades. En realidad son premonitorias de una catársis de devoluciones emotivas que poco tienen que ver con el punto de debate. ¿Quién es el otro para decir la “verdad”?

La posmodernidad coronaviruseada nos ha permitido ver y oír más a los gobernantes de todos lados del mundo. Como el asunto genera tanto miedo, el gobernante queda al desnudo frente al ciudadano y no hay manera de no juzgarlo. El que habla con el corazón y con el pecho al descubierto, se le nota. El que sanatea, también se le nota. Y el que es solo un agitador para su provecho, también se le nota. Allí también, el que dice su verdad -que puede ser o no compartida por el resto de la comunidad- está haciendo un ejercicio de búsqueda de sinceridad. La verdad siempre es colectiva…, cuando terminamos de entenderla, y no siempre es sencillo semejante desafío.

El Coronavirus obligó a estar en los medios de comunicación a protagonistas que jamás imaginaron que serían estrellas mediáticas. De un día para el otro (esto no corre para los presidentes obligados al micrófono, pero sí para médicos, virólogos, pediatras, gerontólogos, periodistas, psicólogos, matemáticos, coucheadores, deportistas, cocineros y cualquiera que tuviera algo que decir en medio de esta alienación confinada que vivió medio planeta). Allí nació un nuevo comunicador que supo colgarse del rating o de la red social pero no necesariamente evacuando demandas humanas con la entidad y seriedad que se merecen. Sin embargo todos nos transformamos en pacientes, todos supimos y sabemos discriminar los médicos de primer nivel de los chantas. Y eso ha sido un ejercicio de madurez colectivo. No siempre las sociedades atienden a los jefes de la tribu (siempre Max Weber, lo estudió casi todo) y en no pocas oportunidades se dejan llevar por el liderazgo carismático y los resultados históricos están a la vista: buenos algunos, desastrosos demasiados.

Las redes sociales -a su vez- se poblaron de desafíos tik tokescos que al principio son divertidos, al rato son banales y con los días ni se recuerdan-. Los debates en Twitter avivaron las horas de tedio.

La televisión es visitada por seres humanos que creen estar viviendo sus “quince minutos de fama” y a cual más obvio, repiten lo elemental, se eternizan allí y nos cansan con consignas que a esta altura deberíamos saber de memoria pero como el humano es desobediente por naturaleza se juega esa tensión. Instagram siguió siendo un solaz, allí no hay Coronavirus, es Disney internética.

El nivel de fatiga, cansancio mental, agotamiento y enojo (bronca e ira) que trajo consigo esta pandemia no está escrito en ningún lado. Ya llegarán los papers de los psicólogos. Y no es como -tontamente- escriben algunos intelectuales que todo este asunto se montó para asfixiar a las masas y quitarles democracia. Es al revés: todo este asunto nos explotó en la cara y las inequidades del sistema en atención sanitaria hubo de ser arreglada -en buena parte del planeta- donde se entendió que la menor cantidad de gente no debía morir. Punto. Cualquier otra consideración debe arrancar de allí. O ser cretino y creer que se puede ser Stalin y decidir quien muere por la voluntad del gobernante.

Ser presidente o primer ministro en varios países -en estos tiempos- permitió medirle el aceite al motor mental de los líderes. Algunos pocos salvan con nota mientras a otros se los tragó la historia.

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