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Opinión | ¡De pie! ¡Viva la galletita!

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galletitas

COLUMNA — CABEZA DE TURCO

El secreto es tenerlas siempre en algún lugar de la casa. Por Washington Abdala.

Llevo años escribiendo esta columna donde abordo temas diversos que van desde la democracia en peligro hasta la ropa de verano de alguna actriz italiana que me gustó. Nunca nadie me planteó jamás una censura, una sugerencia o algo parecido. Creo que me quieren en esta casa como yo los quiero.

Me dejan hacer, no me piden un libreto, y parte de la cosa -de esta columna- es que nunca se sabe lo que escribiré (ni yo lo sé), y eso siempre me ha parecido una exigencia (para mí y para el lector) que tiene que interpretar si lo que se estampa es irónico, humorístico, mordaz o algo seriamente planteado. No me gusta escribir para el distraído.

Hoy quiero tributar un homenaje a las galletitas (¿en serio o en broma?). Mi vida ha pasado siempre por tener una galletita a mano. Es más, no creo que la existencia tenga sentido sin una galletita.

Mi niñez está asociada a los almacenes donde iba a comprar galletitas Chiquilín o Bridge (que se vendían por unidades). Vos pagabas con algunas moneditas y te ibas junto a alguna revista a vivir tu felicidad. Las envolvían en un papel y el almacenero que cobraba te las toqueteaba. Cero drama con la higiene. Sigo vivo.

Los porteños —que viven copiando lo bueno que tenemos— creen que hacen algo parecido a una galletita Chiquilín. ¡No señor! ¡No son ni parecidas! Las nuestras son oscuras, con un gustito a chocolate y con retrogusto repiqueteador interno (goce se llama eso) y si van con dulce de leche mejor que mejor.

Alberto Fernández sabe bien de qué hablo. ¡Respete a la galletita Sr. presidente! El sabe bien que la galletita Bridge es superior y que no existe nada parecido en ningún lugar del mundo.

Cuando vienen los porteños chetos y los de Lomas de Zamora, todos saben que la galletita “diosa” que existe en Uruguay es la Bridge. Ahora que volverá Maurice a Punta, ya lo verán con sus camisas blancas, tomando champagne y meta Bridge. Es muy pintoresco ver también como en todo Cabo Polonio, con tardes intoxicantes (de tanta maruja que pulula en el aire) sin embargo la gente camina con sus galletitas Bridge y sus leches achocolatadas. Mario Benedetti debió escribir sobre semejante emoción.

Tengo que hacer mi apología de una amante oculta que llevo en viajes de trabajo y que me salva de comer cosas que no me interesan, y vivir todos esos asuntos sociales que los humanos hacen para molestarse la vida los unos a los otros. Viajo siempre con dos paquetes de Solar de Anselmi, les meto un poco de queso y me siento Churchill bebiendo el amarillito. “Así somo’” les cuento, pero la combinación es un invento mío que he ido perfeccionando con los años. Nunca quesos caseros, siempre en fetas queseriles de donde sea. Ni Francis Mallman sabe este pique.

Esa combinación es increíble y produce alegría al instante. No digo que sea un fainá recién salidito, pero me calma la ansiedad y me permite estudiar tranquilo en la computadora. Que el mundo se desplome.

El secreto con las galletitas es tenerlas en un lugar de la casa (o donde sea) en algún escondrijo para que estén a mano.

En mi hogar todos hablan mal de las galletitas, que están saturadas de esto, que los químicos o que son productos masificados. Mis hijos las desprecian, pero llegada la hora todos van por ellas y en las madrugadas, más de una vez encuentro a miembros de la familia en situaciones indecorosas con “mis” galletitas. Cero dignidad. La humanidad está perdida.

La galletita nació para ser libre. Vivirá cuando ya no estemos nosotros, los simples mortales, apenas adoradores de ella y de sus atributos eternos. Será recordada más que la batalla de Lepanto y le sirve tanto al nietito sin dientes como al abuelo en igual situación. Es la musa de Homero.

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Washington Abdala

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