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Opinión | Mojones de mi niñez

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Washington Abdala

CABEZA DE TURCO

"Y en el verano los libros iban entrando". Por: Washington Abdala

La barra. Era sencilla esa vida. No hacíamos más que estar juntos. El cordoncito era un juego que solo en un Montevideo con pocos autos podía existir cuando eras niño. Pelota al cordón, si la hacías rebotar allí, de una y en un solo toque, en tiro directo tenía que ser gol. La clave estaba en que, a veces, le devolución te daba poco tiempo para hundirla.

Al trompo no llegué. Una vez me compraron uno y lo miré. No lo entendía, eso de la cuerdita al costado para hacerlo bailar: no, no llegué.

Bolitas, de a montones, no era un experto pero me defendía. No eran caras, no tengo la menor idea de dónde venían. Me acuerdo de la toma con la mano derecha (soy derecho) para bochar a otra bolita y ganarla. Y se jugaba tratando de meterla en un agujerito debajo de un árbol. Era cansador el juego y se aplicaba unas cuartas de la mano que perdí la noción de para qué eran.

En lo que la rompía era en las chapitas: unas figuritas redondas, de metal. Eran los sesenta y pico largos y se jugaba al arrime. El que arrimaba más cerca de la pared se quedaba con las chapitas de los demás. Y si lograbas pararla contra la pared (casi que no entiendo por ley física cómo se lograría esto) se ganaba por cinco y se gritaba “espejito”. Eran chapitas de jugadores de Peñarol y Nacional. (Mi predilecta era una de Raúl Castronovo, un jugador de Peñarol argentino, no sé por qué pero a esa no la largaba por nada del mundo).

Figuritas de las otras tuve, no sé cuántas. Algún álbum llené, pero me estresaba eso de tener que ir al recreo y cambiarlas en esa onda de narco obsesivo. Y había “selladas” que se obtenían poquísimo. Un día un atorrante me robó una de esas, la 27 de un álbum, cuando yo estaba en cuarto año de escuela. Tenía tres probables sospechosos, pero sin pruebas. Un desastre. La maestra del Liceo Francés no hizo nada. Aún la recuerdo con malestar por esa desidia investigativa.

Andar en bicicleta en barra con una Graziella Flor era como cargar un mamut. No entiendo cómo uno alcanzaba el equilibrio en semejante aparato siendo una pulga. (Tengo grabado el día que me la regalaron).

Llegué a comprar revistas a 25 centésimos de un peso: me daban un peso marrón (creo que era ese el color y con Artigas) y era un Duque de Hazard. Inclusive en mi barrio había trueques por menos que eso, ponías algunos centésimos y dejabas la revista vieja y te llevabas otras usadas (con alfajor incluido). Por allí, un poco más grande ingresé en El Tony y El monje loco. Pasé miles de horas leyendo eso. Por supuesto me devoré todo Patoruzú, Patoruzito y Locuras de Isidoro. Y la liga de los superhéroes, obvio.

En el barrio operaba todo eso. Al futbol siempre ladré, me ponían mis amigos por inercia, pero era malo, torpe, lento. Hasta que descubrí el arco y más o menos lo defendí con dignidad.

Por las calles, luego de venir del colegio, pasaba todo. El colegio era el gran motor socializador, pero en mi caso no lo era tanto. Aunque es verdad que guardo amigos de la escuela con los que hablo todavía. Por alguna razón el barrio me tiraba más. Y me gustaba hacer “murito”, estar en la nada con mis amigos, mirar a la gente pasar y esas cosas. En esa época, lo reconozco, tenía una onda y lograba que la piedrita fuera exactamente a donde se me antojara. Era un arma y no lo sabía. Mi madre me la sacó con algún correctivo de la época.

Y en el verano los libros iban entrando. No era con una pasión demencial pero como me llevaban al balneario, algunos se iban colando. Mi abuelo tuvo la biblioteca más fabulosa nunca antes vista, compraba de todo y por eso había cualquier cosa allí, desde libros de pintura y literatura, todos los rusos, lo que se te antojara. Y me dejaban sacar lo que se me diera la gana. Aún recuerdo eso casi como un placer absoluto. Supongo que de allí me viene la pasión por tener libros. Pasión que voy a procurar abandonar algún día (mentira) porque me asfixian, se apoderan de mi mente y no termino de estar en paz por culpa de ellos.

En fin, hicimos un paseo por mi infancia. Salió nostálgica la nota. Me gustó escribirla. Ojalá les guste.

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