Publicidad

Opinión | Mi abuelo

Compartir esta noticia
Washington Abdala. Foto: El País

Cabeza de Turco

"Habrá algo de idealización con mi abuelo como lo viven todos los nietos".

Yo tendría unos once años y mi abuelo se había muerto hacía muy poco. Los abuelos son importantes para todos, pero para mí, mí abuelo significaba algo superior. Me acogió en su casa junto a mi madre en momentos en que quedamos a la intemperie por razones de la vida. Su casa fue mi casa. Era médico, pintor, lector, carpintero amateur, intelectual, una bella persona. Principista, hijo de sangre vasco francesa. En su morada tenía murales escritos (por él mismo) con pensamientos griegos y máximas hipocráticas. Supongo que quería grabarle en la mente a sus hijas lo que consideraba relevante. La casa era estilo Bello y Reboratti pero con un altillo grande donde guardaba allí sus pinturas y miles de herramientas.

Cuando se muere mi abuelo fuí a su cuarto varias veces a sentir su olor. Los abuelos (los humanos) producimos olores únicos. Por un tiempo iba por allí y al sentir su olor revivía parte de él. Cuando leí en algún cuento de Paul Auster que contaba ésto supe bien que era verdad.

Recuerdo que por las mañanas temprano -cuando viví algunos años con mi abuelo- él oía en la radio a alguien llamado Greco a eso de las seis de la mañana. El individuo era un especie de crítico de todo y mi abuelo lo sentía a manera de conexión con el mundo. Lo dejaba malhumorado, por decir lo menos.

Como buen médico vivió su vida sirviendo a los demás, puso una clínica en su casa (tengo su microscopio) y era de la generación que no pensaba en hacer dinero con la medicina, gente que sentía la profesión con vocación pura. Luego la vida nos demostró que había otros que mezclaban la medicina con los billetes. Mi abuelo no integró nunca ese club.

Cuando mi abuelo se muere, no demasiado veterano, de él me quedaron unos zapatos, una camisa blanca y algunos cuadros. Yo he hecho garabatos toda mi vida, porquerías, supongo que tratando de emular algo de mi abuelo. (Indecencia lo que pinto, lo sé).

La camisa, era una camisa rara, la tuve que esperar varios años para usarla porque me quedaba grande, era como de nylon pero fina y con rayitas. Un nylon que no daba calor, fresquita, linda. Los zapatos tenían una puntita triangular en su punta, zapatos de los setenta. (Luego, con Jorge Batlle en otra oportunidad, una viuda nos regaló zapatos de su ex esposo que se parecían muchísimo a esos zapatos. Era un mundo second hand implícito, no se comentaba, pero existían esas cosas).

Pregunto a mis tías y a mi madre por mi abuelo materno y logro develar algunas cosas; hay otras que aún no logro entender. ¿Como pudo hacerse médico sin un peso? ¿Como empezó tan de abajo y logró que sus hijas fueran profesionales?

Supongo que habrá algo de idealización con mi abuelo. Le debe pasar a todos los nietos, así que sepan perdonar.

Igual, tenía la biblioteca más grande que yo conocí en mi vida. Libros de todo, de historia, política, literatura, medicina y asuntos que le repugnaban pero que quería conocer. Allí conocí libros malditos como “El judío Internacional” de H. Ford hasta “El hombre nuevo” de Milován Djilas. (Siempre me dejaba sacar un libro por semana para que lo leyera). Mi abuelo era un tipo de carácter, más de una vez tuvo alguna que otra rabieta con gente con la que discrepaba, no te lo llevabas con prepotencia en nada. Le encantaba tener a toda la familia reunida y hacía cierto culto de ese momento. El almuerzo dominical ampliado era todo un menester que se ritualizaba con pastas (mi abuela era hija de italianos) y allí se vivía un ambiente de disfrute familiar. No lo recuerdo odiar o blasfemar, lo recuerdo pintando.

Son recuerdos intensos, no tengo la fotografía mental exacta de lo vivido pero tengo las emociones de todo ese asunto. Y las emociones son punzantes, agudas, precisas, quirúrgicas y no mutan. Solo son, están allí, por siempre y para siempre.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad