CABEZA DE TURCO 

Es muy difícil que un jurista no tenga una visión filosófica particular de la vida social. El abogado, antes de serlo, es un ser humano que vive en esa sociedad, que interpreta a la comunidad y decodifica el derecho como un instrumento para hacer justicia desde las ópticas que considera legales dentro de esa misma sociedad.

Algunos serán más liberales, otros más conservadores y están los eclécticos, por plantear tipologías que todos conocemos, y esas cosmogonías influirán en su interpretación humana de la regla jurídica. La misma norma es leída de forma distinta por los diversos intérpretes. O sea el arte del derecho no es matemático por más legalista que sea.

La materia jurídica es por naturaleza un territorio donde el contencioso, el debate, la interpretación de la norma fuerza al intérprete de la misma a un ejercicio de selección. La propia elección de la norma a aplicar denota que hay un conflicto no siempre claro. A veces la norma A puede ser liberal y la norma B conservadora y ambas podrían ser aplicables al caso X.

No es lo mismo un jurista que prioriza el derecho positivo vigente al que cree en el derecho natural del mismo. Tampoco es igual quien considera al plano supranacional internalizado al derecho interno, de aquellos que relativizan esos abordajes y poseen una mirada circunscripta al derecho interno. Ni que hablar en el plano del derecho penal, donde las visiones más recostadas hacia el perfil de la víctima o hacia el castigo al victimario emergen y el ciudadano las conoce de sobra (quizás es lo que el lector tenga más claro: está el abogado que cree que el asesino merece una atenuante por diversas consideraciones y está el jurista que considera que al mismo asesino hay que aplicarle una sanción que represente “a secas” el orden punitivo del Estado).

En un país pequeño como el nuestro, cuando se abordan algunos conflictos sociales que pueden ser desde los dramáticos fenómenos de violencia doméstica o de género, hasta el impactante capítulo histórico de los derechos humanos, quien más, quien menos, tienen una cierta visión filosófica del asunto y, de alguna forma, semejante abordaje hace que el derecho ingrese en un campo delicado afectando algo que debería ser connatural al mismo: la certidumbre que de la mano de la norma jurídica anuncia que habrá justicia.

No siempre algunos operadores de la justicia evalúan situaciones similares con similares normas jurídicas. Según quien sea el decisor la solución puede ir para un lado o para el otro. (¿No es necesario poner ejemplos, verdad?) Y esto que se supone puede suceder, en realidad, es un problema porque si la resolución de un conflicto depende del decisor o del fiscal impulsor (según como encare un asunto) en los hechos se pierde certidumbre y se gana en inseguridad. O sea se afecta la calidad democrática.

A todos nos habrá pasado de encontrarnos, alguna vez, con operadores judiciales que no consideramos que están a la altura de las circunstancias que abordan (las menos de las veces), lo propio le puede suceder a los operadores con los abogados que interactúan con ellos (mi profesión de abogado no digo que está poblada de “pícaros” pero es probable que haya -algunos pocos- que se lucen por cierta “habilidades” y no por ser modélicos como lo fue un Jorge Gamarra a quien siempre evocaremos en el recuerdo ético). Lo que de veras debería preocuparnos es cuando el terreno jurídico se ideologiza. Ese es el extremo que hay que evitar. La justicia no está para ser ejemplarizante, está para aplicar justicia. Punto.

En eso este país siempre fue garante de que había límites que no se pasaban, que la política no contaminaba al mundo judicial y que eso nos permitía -a los uruguayos- saber que ese territorio es un espacio de mesura, de racionalidad y de análisis de lo jurídico per se.

Deberíamos, entonces, seguir en ese talante.