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Opinión | Houston: ¡Mueren los chantas!

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Washington Abdala

COLUMNA CABEZA DE TURCO

"Hay conversaciones que no se pueden sintetizar por Zoom o por Skype". Por: Washington Abdala

Hacía tiempo que no me movilizaba algo así. Lo que impactó el coronavirus y sus matices de confinamiento ha sido imponente. Desde el sentimiento de comprensión y solidaridad -más puro- hasta reacciones de ignorancia suprema -solo hijas del temor- hemos observado por allí. Hemos visto de todo.

Es verdad, todos pasamos por distintos estados de ánimo. La inicial batalla heroica intrafamiliar, los nervios ante lo desconocido, el miedo, la angustia, la bronca, la resiliencia, el compromiso, el entendimiento por lo que estamos pasando y la responsabilidad colectiva asumida desde lo individual. Todo en medio de una montaña rusa emocional en la que los distintos protagonistas vamos de una punta a la otra. La vida es un péndulo.

El gobierno nos ha conducido como un buen “padre de familia” en medio del caos. El tono de los gobernantes no ha sido un asunto baladí. El consejo, la captación fina de que somos “frágiles” hace que los emisores (el Poder Ejecutivo) procure navegar hacia los receptores (los ciudadanos) con un talante sobrio, medido y nunca en tono cesarista. Eso ha sido clave para que el Uruguay tenga equilibrio emocional. (¿Un país puede tener equilibrio emocional?)

Por supuesto que los mal pensados de siempre creen que todo es un aprovechamiento de la hora, que se está utilizando a la pandemia para asentar “poder” desde valores inmorales y asuntos de ese calibre. Típico del que piensa así y cree que los demás se mueven con sus códigos. (Mi madre me decía de chico: el ladrón piensa que todos son de su misma condición.)

La verdad, miro, observo, veo y estoy preocupado. ¡Como no estarlo ante lo que vivimos! Es cierto, hay algunos signos de esperanza pero le tengo miedo al bicho, a su potencialidad, a que salte locamente sin razón alguna. Me inquieta. Y ya no sé si es miedo al miedo -Roosevelt- o si de veras estoy racionalizando lo que está sucediendo.

Al final, lo entendí, me costó, pero lo entendí: aceptar el presente como viene y manejarlo con prudencia pero sin transformarme en un anacoreta, esa es la línea, porque lo otro me estaba pulverizando. Volver al trabajo con medidas de distancia social, hablar con la gente que tengo que hablar -por mis tareas profesionales- vestido casi de astronauta y seguir la vida lo más parecido a lo normal dentro de la nueva normalidad es en lo que estoy.

Y allí me doy cuenta que para gente como yo, que hace de la socialización su religión, este asunto me pegó duro, pero a través de las redes -en algo- lo he ido superando. Claro, hay conversaciones de mis tareas que no se pueden sintetizar por Zoom o Skype, necesito ver gestualidades, movimientos corporales, silencios, rostros, miradas, en mi arena eso es vital (se pierde esa dimensión). Paciencia, todo se arreglará en unos meses. Peor sería vivir este coronavirus hace 20 años atrás sin telefonía móvil. ¡Quien diría que las redes sociales que arrancaron siendo recreación y divertimento mutaron al campo profesional de un día para el otro!

Y eso me impresiona de esta crisis: ya mucho trabajo se instaló desde el home office, la educación de buena calidad dictada por docentes hábiles en la red evolucionará cada vez más (hay que inspeccionarla), las distancias humanas son ahora mucho menores, mucha reunión académica podrá hacerse por la red, habrán más vínculos serios en plataformas con “marca” que habilitarán a ingresar a las mismas con cierto background previo y así, seguiremos, hasta el infinito.

Las crisis cambian los formatos de la demanda. La demanda es la que rige a la sociedad e influye sobre el hecho social. La sociedad que viene se parece mucho a la de los Supersónicos (dibujito de mi niñez) y ahora ya no es un sueño sino evidencia empírica. Entramos en nueva fase. Houston: ¡Avisen que los chantas se mueren y los vemos en las pantallas!

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