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Ojos que saben ver

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Día de Iemanjá, por Jorge Ameal.

Testigos, buscadores, puentes, observadores y registro. El arte de ser fotógrafo y vivir de mirar.

Detrás de un lente, soportando plantones o frío, balas o salivazos, gastando suelas o arriesgando el físico, los fotógrafos son testigos del mundo en el que les tocó vivir. A veces son buscadores y en otras cazadores. Con sus cámaras, extensiones de sí mismos, son un puente entre los hechos y la gente, observadores de realidades, registro de la historia, protagonistas.

Las líneas de arriba fueron escritas en base a la pregunta "¿qué es ser fotógrafo?" y las respuestas de seis fotógrafos en actividad con más de 25 años de trayectoria que Domingo convocó para hablar de ellos y de su oficio. Por sus lentes pasaron presidentes e ídolos, héroes anónimos y víctimas más anónimas, opulencia y miseria, alegría y dolor, calles y miradas. Ellos mismos son historia, una historia que habla del revelador D76, el carrete y el prusiato rojo, y que hoy sabe de tarjetas de 32 GB. Ellos, que han registrado mucho, tienen mucho para decir.

Lo distinto.

En su exilio en Francia, Jorge Ameal (70) dudaba el destino de unos ahorros: un auto o una cámara. "Eran baratos los coches", ríe. "Y tomé la decisión correcta". Era 1974 y para él, que no tenía formación ni equipo, la fotografía era lo más parecido que había al cine, su pasión en el gris y violento Uruguay que había dejado atrás. Tomó cursos y se volvió aficionado, hasta que se hizo cargo de la parte comunicacional de la bioquímica en la que trabajaba en París, CDF Chimie. Eran fotos corporativas e industriales, pero que también hablaban del hombre y de su acción. Ahí comenzó su búsqueda: "Yo quiero observar la realidad y mostrarla bajo mi óptica, preocupándome de que se descubran cosas; poder ver lo que la gente no ve".

En 1986 volvió a Uruguay y comenzó a trabajar en prensa: Alternativa Socialista, Brecha, Posdata, Tres y Galería. Él, conocedor de cómo se trabajaba en Europa, estaba empapado de actualidad. Acá era otro mundo: la foto, muchas veces, "apenas rellenaba un hueco". Y a él lo hacían sentir un segundón. "Le preguntabas al periodista cómo era la nota, para saber cómo trabajar, y te respondía: '¿Para qué querés saber?'. A veces llegábamos a un lugar y decían: 'Este es mi fotógrafo'". Ameal resalta el "mi" con una sonrisa irónica. Eran épocas donde hasta que uno no revelaba, no había seguridad de tener la foto. Aún así, resalta la función formativa que tenía el editar sobre las planchas de contacto, un positivado de una película completa que a las generaciones digitales les cuesta imaginar: "Hoy se saca mucha foto, se baja a la computadora y ahí quedó. No se editan, no se eligen... y es una lástima".

Costó imponer la idea de sacar algo distinto, costaba mucho trabajar sin salir apurado. Sus exposiciones como Rambla o Lectores, donde es imposible no quedar sorprendido ante las complejidades y sencilleces de algo a la vez nuevo y reconocible, son una muestra de que vale caminar y esperar por el momento distinto. A sus alumnos del Foto Club, donde da clases desde hace más de 20 años, les pide una cosa: "Que caminen, que miren, que sean curiosos. Eso no se enseña pero se practica. Que busquen siempre, que en todo momento puede haber una foto".

Hay fotos que son encuentros y fotos que son búsquedas. En el Día de Iemanjá a mí me gusta salir todo el día, no solo a la noche y a la mañana. A las cuatro de la tarde y en playa Malvín veo a una mujer que baja la escalera vestida de largo y tacos altos. Comienzo a sacarle fotos. De pronto se da cuenta que estoy ahí y se tapa la cara con el abanico. ¡Era la foto! Solo tuve que esperar a que entrara más gente en el cuadro para culminar la composición.

Lo cotidiano.

En un paseo por la Rural del Prado, en quinto de escuela, Magela Ferrero (49) se encontró con un billete de 50.000 pesos. Eso costaba una cámara de casete que había visto en una farmacia de la Unión. Antes de que le requisaran el dinero en casa, la compró. No sobraba la plata, así que había que pensar qué sacar. "Le pedía a mi hermano que posara jugando al fútbol o en skate. También a mi madre llegando de trabajar. Eran cosas importantes, de todos los días. Era importante para nosotros, hijos de padres separados, la llegada de mi madre. La cámara era una compañía; me hacía pensar en mi vida cotidiana de forma diferente".

A los 18 años comenzó a ofrecer sus servicios en fiestas y eventos. Paralelamente, empezó su formación en la Casa de la Cultura del Prado y con Diana Mines. Viajó por todo el país fotografiando vinchucas para el Instituto de Higiene. Siempre con máquinas prestadas. Recién cuando entró en El Observador, en 1991, se compró su primer aparato profesional, una Canon AE2. Luego se iría a Tres, Riesgo País y Bla. Hoy expone todos los años y se dedica a sus proyectos personales, vinculados al arte y a lo experimental.

Le gusta la "noción más humana, más cercana con el error y lo finito" de la foto analógica. Le resulta difícil no conmoverse con lo que toma, sean festejos, represiones o testimonios de supervivencia. "Elijo involucrarme. La fotografía no es un instrumento de poder, es una disciplina muy humana. Vos sos un puente entre los acontecimientos y la sociedad. Tu foto es una síntesis de lo que viste. Y para lograrla tenés que haber vivido esa realidad. Priorizo la foto honesta; no una verdad revelada, sino que refleje tu compromiso".

En la Bienal de Venecia de 2011 representé a Uruguay con la serie A name is a trap. Se trataba de una serie sobre las huellas mnémicas, en este caso vinculadas a la ropa, de distintos momentos de mi vida. Y esta foto —América— muestra mi primer Levis original y el relato de cómo deseaba tener uno y cómo lo conseguí.

Lo vertiginoso.

Un día de 1974, el empleado bancario Ricardo Figueredo (67) cambió una gris y segura vida laboral de oficinista por otra con sobresaltos de lo que le apasionaba. Le costó alguna incomprensión familiar, pero también ser feliz. Desde 1993 es corresponsal de El País en Maldonado. Y bien sabemos los que trabajamos en este diario que todo lo que pasa por el Este —del glamour de Punta a incendios forestales, desde naufragios a Katy Perry— pasan por su lente. Y más aún, porque a este carolino por adopción no le cuesta nada subirse a una avioneta para registrar el derrumbe del Cilindro o irse al Congo con los cascos azules.

"Esta es una forma de vida, no un oficio. Y un oficio jodido para la vida familiar. No sé si es por esto, pero yo he tenido dos divorcios. ¡Tenés que tener una compañera que te banque! Es que vivís otros tiempos, te vas a acostar, se cayó un avión en Laguna del Sauce y ya tenés que arrancar". No se siente artista, sí un registrador de historias. No es un nostálgico de lo analógico, sí un convencido de las bondades de la inmediatez digital. No le gusta pudrirse en vida haciendo guardias en un juzgado, prefiere mil veces estar atento a los cambios de viento en la mitad de un incendio en Rocha. "Siempre hay que resolver cosas. Hay un dicho aeronáútico que dice que el mejor piloto es el que llega a viejo. Con la fotografía es lo mismo". Lo dice quien no suelta la cámara en medio de un mar picado, una turbulencia aérea o dos lenguas de fuego que se cruzan.

Fue en mayo de 2005. Un barco turco encontró a cuatro nigerianos que viajaban de polizón y los echó al agua en una balsa, en el medio de la nada, a 140 kilómetros de La Paloma. Yo fui en un helicóptero de la Naval. En un rescate se mueve todo, cuerda, barco, balsa, helicóptero, ¡no es nada fácil el negocio! Cuando tocaron suelo, yo les presté mi celular para que llamaran a su casa. Desde el punto de vista humano, fue toda una experiencia.

Lo excepcional.

El primer trabajo pago de Armando Sartorotti (59) fue el acto del 1° de Mayo de 1983, el primero desde el inicio de la dictadura, aún en dictadura. Sartorotti había trabajado en avícolas y fábricas, cortado calzado a mano y vendido escobas en ferias; pero siempre fue un hombre curioso y observador. Y de tanto mirar el mundo, apareció la fotografía. Aquel día fue el inicio de una carrera que lo llevó por el diario Cinco Días (que duró 20), semanarios que respondían a partidos políticos e ideologías distintas en forma simultánea (Brecha, Alternativa Socialista, Jaque y La Razón), La República, Búsqueda (donde le puso fotos a un medio que se caracteriza por no tenerlas), y sobre todo —entre 1991 y 1998 y de 2002 a hoy— El Observador, donde siempre fue editor e instauró un modo de trabajar.

"Hubo que imponer humildad. Se dice que nosotros también somos periodistas, pero la soberbia hacía que no estuviéramos informados como debíamos. Había que actuar como periodistas, solo que la herramienta expresiva es la imagen. Por ejemplo, ir a una conferencia antes de que empiece e irse luego que termine y buscar la foto, no tomar cabezas parlantes. En toda circunstancia hay una foto posible. Ser fotógrafo es mostrar cosas excepcionales en lugares comunes". Sartorotti, un bicho de prensa de esos que sufrió palos (e incluso hurtos de material) por parte de la Policía durante varias protestas callejeras, no es un nostálgico de las épocas del rollo, revelado y ampliación. Al contrario, lo entusiasma la posibilidad de vivir una "revolución que no se sabe dónde va a terminar" y la democratización de la fotografía, donde hoy cualquier fulano con un smartphone e Instagram puede tener ínfulas artísticas.

Si un fotógrafo antes se medía por entender el diafragma, la velocidad, la luz y las sensibilidades, hoy para él todo volvió a lo básico: el ojo. Eso es lo único que lo separa del resto de los mortales. "La distinción está en que yo veo ángulos y planos que no ven los otros. Yo soy un gran hincha de que los fotógrafos saquen con el celular aunque sea cosas intrascendentes, nimias, para que sea un piso del cual partir. ¡Yo quiero que me sacudan y me hostiguen a mí a sacar mejores fotos!".

Una de las fotos a la que le tengo más cariño y de más repercusión fue una que le saqué a Alfredo Zitarrosa en su apartamento. Esa foto fue a una venta anual de arte de Castells, en el 98 o 99, que incluyó fotografías. Fue la única foto que se vendió en ese remate. Por transitiva, es la primer foto en Uruguay que se vendió en un remate como obra de arte.

Lo personal.

"Siempre estás opinando. En el momento en que levantás la cámara para sacar la foto de algo que viste, ya hiciste una elección personal. ¡Porque todo lo que te rodea es fotografiable! Lo mismo si te agachás, buscás un ángulo o usás determinado lente", sostiene Diana Mines (66), una exestudiante de la Licenciatura de Historia que, cuando la dictadura cerró Humanidades, encontró en la fotografía un lenguaje más difícil de censurar. Revelaba en su casa y ampliaba en el comedor con sus compañeros del Foto Club. No faltaba quien abría el baño de golpe, velando todo el material y ganándose el odio colectivo. Continuó su formación en San Francisco, Estados Unidos, en una escuela muy similar a Bellas Artes y una carrera muy distinta a cualquiera de acá: Licenciatura en Bellas Artes con especialidad en Fotografía. "Toqué el cielo con las manos". Volvió en 1980 y no revalidó su título; no tenía cómo.

Aquí fue docente en la Universidad Católica e instaló su propio estudio. Estuvo en Jaque, pero aunque no le disgustaba, la fotografía de prensa no era lo suyo. De a poco su obra —muy personal, más sugerente que explícita— se ha ido despoblando de gente. "Cuando algo me llama para levantar la cámara es como si yo respirara. La cámara es una extensión mía, de mi mano y mi ojo".

Se bancó que al principio la miraran raro por ser mujer y fotógrafa (ver aparte), que tomaran sin permiso una foto suya a monseñor Partelli para la tapa de un libro y el ser "menos dueña del momento" en esta era digital. Lo bancó porque hay grandes satisfacciones: en 2010 le dieron el Premio Figari a los artistas visuales; fue el segundo para la fotografía, el primero fue a Alfredo Testoni.

Y también hay pequeñas inmensas satisfacciones. "Una vez fui con gente del Foto Club a Tristán Narvaja y un matrimonio italiano que tenía un puesto de frutas y verduras me preguntó cuánto le cobraba por sacarles una foto para enviarla a Italia. Le dije que nada. El hombre acomodó el puesto, llamó a toda la parentela y se abrazaron. Vine, revelé, amplié y me di cuenta de que el hombre había levantado el brazo y tenía un billete en la mano. Me conmovió todo: la unidad familiar, las miradas de orgullo, el puesto hermoso y el billete. Me imaginé la pobreza de esta gente cuando salieron de Italia. La foto era un mensaje, y el mensaje era: No se preocupen, estamos bien, hay dinero para comer". Diana realmente lamenta no saber qué pasó con el negativo.

Rara vez programo una serie, pero cuando lo hago siempre estoy con las antenas paradas, ¡y con la cámara! Yo fui a la casa de una amiga en Ciudad de la Costa y estaban sus nietos jugando. Empecé a sacar fotos y cuando se dieron cuenta empezaron a gesticular (tipo diosa Kali). Y esa foto fue parte de mi serie Zona de Juegos.

La mirada.

Los aparatos rusos eran los más baratos si se quería ser fotógrafo. Un muy joven Carlos Contrera (61) arrancó en 1975 con una máquina Smena —elemental, sin fotómetro, pero que dejaba regular la velocidad y el diafragma— y una amplificadora Opa. Su interés era la fotografía ciudadana, urbana y callejera. Le gustaba retratar la alegría de un grupo de amigos, justamente en épocas que no había mucha alegría y no convenía estar mucho tiempo en la calle (y menos con una cámara en la mano). De alguna forma, sigue ese camino.

"Revelar en casa significaba bloquear el baño por tres horas con el consentimiento, a regañadientes, de mi familia. Tenía que ser el domingo, a la hora de la siesta". No culminó Medicina por culpa de la dictadura pero sí terminó siendo un autodidacta de la imagen. Volvió del exilio en 1984, dos días antes de las elecciones. Pasó por la puerta de La Hora con su mochila de fotógrafo y quedó. Siguieron Reuters, La República, El Observador y la Intendencia de Montevideo (donde sigue hasta hoy, en el Centro de Fotografía).

La pedrada de un manifestante le pegó en la mano, le rompió la cámara y lo noqueó el día del desafuero del senador José Germán Araújo, en 1986. En días de partidos internacionales, apuraba los tiempos subiendo la temperatura del revelador, lo que terminaba dañando los negativos. En épocas de giras municipales por Europa, recorría bellísimas ciudades conociéndolas a través de su lente, casi sin tiempo entre autos oficiales y hoteles. Hoy encara su oficio desde otro lugar. "Como fotógrafo, vos sos testigo histórico del período que te toca vivir. Acá, en el Centro de Fotografía, mi tarea fundamental es seguir la evolución de la ciudad. Trabajar acá me permitió aquilatar la importancia que tiene la fotografía como registro urbano. Hoy ves fotos de la construcción de la Rambla y te asombra la maquinaria, las condiciones laborales. Entonces, dejar un hilo conductor es fundamental".

Una buena foto tiene que conmover, sostiene. El instinto del fotógrafo hace que aunque no se mire por el visor, se sepa qué abarca la cámara, asegura. Se entusiasma al hablar de lo que considera clave: "Un fotógrafo es lo que se enfoca, se elige, se encuadra. ¡Un fotógrafo vale por su mirada y su sensibilidad!". En cada aspecto golpea la mesa. La técnica para él está subordinado a la composición, mucho más en estos tiempos "en que la técnica viene resuelta" por las cámaras digitales. "Un fotógrafo vale por eso y no por una foto aislada, sino por lo que sos capaz de contar, por tu trayectoria". Como en el caso de él. Como en el resto. Como en muchos artistas y obreros de la cámara más.

Fue en 1986, en un hogar del Consejo del Niño, en Treinta y Tres. Este flaco me vio con la cámara, me corrió de atrás y me invitó: "Venga a mi cama a sacarme una foto". Y así fue. Fue increíble, fue como si supiera que al subirse a su cucheta, mirando para adelante, con las piernas extendidas y con esa luz, quedaba una foto bellísima. Esa foto ganó el primer premio Situación de la Infancia de Unicef, en 1990.

DE RAPIDECES Y DE ILUSIONES

Así como hay amantes del vinilo, hay fotógrafos para quienes revelar un rollo es parte del corpus de una fotografía. Para aquellos que trabajan en prensa, como Ricardo Figueredo o Armando Sartorotti, la inmediatez y calidad de los tiempos digitales de hoy, además de no limitarse a un rollo de 24 o 36 tomas, pulverizan cualquier reivindicación nostálgica.

Para Magela Ferrero, esta evolución es un buen insumo para filosofar. "La fotografía digital nos expone a la ilusión de lo infinito y lo perfecto. Pero igual se te termina la luz". La luz es la clave en la fotografía. "Con película, tu cercanía con el error, con lo humano, es más estrecha".

CERCANÍAS Y DIFERENCIAS DE GÉNERO

Diana Mines dice que la miraban raro por ser mujer. "A veces la gente dudaba si sabría sacar fotos". No es la única rareza. Las fotógrafas deben soportar desde insinuaciones de sus retratados hasta barbaridades de las hinchadas de fútbol. Eso y el ninguneo profesional.

"En un momento, las fotógrafas no nos animábamos a mostrar nuestras fotos, porque las considerábamos algo muy personal", dice. Así, en 1988 once de ellas —entre quienes estaban Nancy Urrutia, Estela Peri, Maida Moubayed y Lilián Castro— organizaron una muestra en el Centro de Exposiciones municipal titulada Campo minado, un nombre por demás expresivo. "Nos fue muy bien, fue un impacto muy grande, aunque la reacción de algunos colegas hombres fue no entender por qué nos habíamos aislado; algunos se ofendieron...".

Desde lo profesional, Mines considera que las miradas masculina y femenina son distintas. "Siempre tuvimos la sensación que entre nosotras había un acuerdo, una manera de sentir la fotografía. Cuando mirás con los dos ojos abiertos ves una síntesis; pero si te tapas uno y otro, las imágenes son diferentes, todavía más cuando te acercás al objeto. Yo hago de cuenta que las miradas del hombre y la mujer son eso: cuando ves algo lejano a nuestras vivencias y realidades, lo vemos parecido; cuando nos acercamos, son muy diferentes".

UN PELOTAZO DEL CHONGO ESCALADA Y EL FINAL DEL MEDIOMUNDO

Héctor Devia tiene 79 años y durante 53 años, entre 1650 y 2003, cuando se jubiló, fue fotógrafo de El País. Comenzó trabajando con placa de vidrio, en la época en que los materiales eran carísimos. "Ibas al partido de fútbol y te daban un chasis con dos películas. No era para sacar dos fotos, sacabas una y la otra era por si pasaba algo increíble. ¡Y había que traer el gol! Teníamos otro instinto... hoy veo que sacan cien fotos y se supone que el gol está ahí. No tenías teleobjetivos, sacabas al costado del arco. Una vez me comí un pelotazo del Chongo Escalada".

Amante y conocedor del tango, Devia se destacó sobre todo en el fútbol y en el arte. Se entusiasma al recordar aquellos tiempos. Gesticula cuando habla del revelado, acelerado a más temperatura o frenado con ácido aséptico, cuenta que tenía las uñas negras de tanto meter los dedos en revelador y fijador, porque la pinza rara vez se usaba, de Lágrima Ríos en un vestido de raffia, de la Coca Sarli vestida y desnuda, del piñazo de Machiñena a Trobo, del Mediomundo...

"Yo fui el único fotógrafo que estuvo el día del lanzamiento del Mediomundo, en 1978. El único fotógrafo que pudo entrar ahí fui yo. Pude hacerlo porque vivía a la vuelta, aprendí a bailar ahí, y bailaba bien, ¿eh?". Devia muestra imágenes de las jornadas finales del conventillo. El blanco y negro resalta la desesperanza presente en los rostros en los patios, plantas y balcones. "Los vecinos quisieron despedirse con una llamada. Tras negociar con las autoridades, salieron bailando por Cuareim, Gonzalo Ramírez, Yi, Durazno... cuando volvieron ya estaban tapiando...".

Día de Iemanjá, por Jorge Ameal.
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Rescate de polizones nigerianos, por Ricardo Figueredo.
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Situación de la Infancia, por Carlos Contrera.
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Zona de Juego, por Diana Mines.
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América, de Magela Ferrero.
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Alfredo Zitarrosa, por Armando Sartorotti.
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Armando Sartorotti.
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