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En el Fin del Mundo de Colombia nace la vida

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El Fin del Mundo en Colombia no es un escenario apocalíptico sino un lugar donde la vida comienza.

Lugares que durante varias décadas han permanecido ocultos, inaccesibles y, en muchos casos, castigados por los rigores de la guerra se tornan destinos que eligen cada vez más los turistas.

Puede ser la magia de un país rico en especies, bañado por ríos y mares, y arropado por todos los climas. Puede ser una recompensa al dolor que por años ha dejado el conflicto armado en esta zona. Puede ser que, en medio de la selva amazónica, la Tierra se divida en dos.

Contrario al estigma que carga su nombre, el Fin del Mundo en Colombia no es un escenario apocalíptico. Es tal vez el único fin del mundo donde la vida comienza: las aves vuelan libres, confluyen todos los verdes de las plantas, los sonidos de la selva amazónica conectan con la naturaleza y el agua, abundante y pura, brota con la fuerza del chorro virgen que expulsa la montaña hasta caer en un abismo de 75 metros.

Esta cascada, extraviada entre las montañas que separan a Mocoa de Villagarzón, puede ser el secreto mejor guardado del Putumayo, un departamento de clima tropical húmedo, con una superficie de casi 25.000 kilómetros cuadrados, hogar de 12 pueblos indígenas y del yagé, una planta ancestral que algunos blancos han convertido en droga recreativa.

El camino de entrada a este paraíso escondido está en el kilómetro 6 de la vía que conecta a estas dos poblaciones. Una señal de tránsito café, de letras blancas, salpicada por el polvo que levantan las tractomulas cargadas de crudo que han maltratado el asfalto, anuncia la ruta.

Es una mezcla de césped y tierra que lleva hacia un puente colgante de madera que atraviesa las briosas aguas del río Mocoa y que abre un sendero hasta la casa de la familia Huaca, propietaria de gran parte de las tierras del Fin del Mundo. Venden bebidas, alquilan caballos para los que no se sienten capaces de subir a pie y botas de caucho para no mojarse en el camino.

En una charla de 20 minutos, Doris cuenta cómo la comunidad se ha organizado para recibir a los turistas con una oferta atractiva y responsable. Cobra 2.500 pesos por persona (25 pesos uruguayos), dinero que se invierte en la adecuación de un camino que cuando lo empezaron a delinear sacó a la luz enormes piedras una junto a otra, que no se sabe si son ancestrales o fueron puestas hace pocos años. Dice que antes el ingreso a esta área era libre, pero que la gente se perdía entre los laberintos de la selva. Ahora, los visitantes solo pueden pasar si van acompañados de un guía.

Carmen Velásquez es una de ellas. Nació hace 56 años en Mocoa y al menos una vez a la semana va hasta el Fin del Mundo. En cada paso, en cada curva, en cada claro que se despeja en medio de la espesa selva comparte un dato: los tipos de árboles, las especies de aves, las comunidades indígenas que habitan, el clima, la altitud…

Vive orgullosa de su región, que por años fue considerada zona roja, pero que hoy es tan tranquila como sus paisajes. Para hacer el recorrido dice hay 15 operadores turísticos formalizados, un número que crece desde hace cuatro años a la par del volumen de visitantes.

En su mayoría son extranjeros. Recuerda al belga Phillip, propietario de un hostal hasta hace unos meses. Dice que él fue quien se encargó de poner al Putumayo en reconocidas guías de turismo en la web, como Tripadvisor.

Serpenteando la selva.

El ascenso comienza tranquilo. Algunos hilos de agua se deslizan por esas piedras planas y simétricas de origen desconocido. Una lluvia repentina se transforma en aguacero y hace que las frías gotas se cuelen entre los árboles, como si se tratara de una sombrilla rota.

Es un refresco para paliar el sofoco que provoca la humedad de la selva y del que pocos se salvan, pues como dicen los pobladores: "Si viene a la selva, prepárese porque llueve porque llueve".

El punto más alto del recorrido está a 400 metros sobre el nivel del mar. Alcanzarlo por caminos que serpentean la vegetación no es tan desgastante como subir una pendiente. La exigencia depende de la inclinación de algunos tramos, que varía y deja algunos respiros. De cuando en cuando aparecen "paraderos" donde gente de la zona vende agua, café y trozos de ananá dulce para recargar energía. El descenso se mantiene en las entrañas de la selva. También benévolo, descansa en espacios planos, aunque algunos pasajes tienen vacíos amortiguados por escaleras de madera.

Tras una hora de caminata, una piscina natural anuncia que el Fin del Mundo está cerca. "Se le conoce como pozo negro y tiene ocho metros y medio de profundidad", dice Carmen. No hay corrientes fuertes ni piedras que impidan un baño a los turistas.

La siguiente parada es la cascada del Almorzadero, con aguas de hasta tres metros de profundidad. A un costado, escondido bajo una enorme piedra cuya puerta de entrada es una refrescante cortina de agua, está el negocio de Julián, poblador de la zona. Vende refrescos, almuerzos y comida para picar.

Es también un mirador que anuncia el tramo final. A unos metros, un puente de piedra formado por el paso del agua, que durante años rompió la roca, ayuda a cruzar la quebrada Dantayaco, que surte de agua a la cascada del Fin del Mundo.

"La quebrada se llama así porque la parte de la serranía donde está fue una zona en la que habitaron dantas o tapires terrestres", dice Carmen. El complemento, yaco, representa en lengua inga una de las mayores riquezas de la región: el agua. Por eso muchos otros lugares de la zona lo llevan en su nombre.

Cuatro kilómetros de travesía finalizan donde la montaña desaparece. El agua no encuentra más terreno hacia el horizonte y cae a un vacío de 75 metros. Es el Fin del Mundo. Y en un espejismo, justo en frente un nuevo mundo nace con el tapete verde de la Serranía de los Churumbelos, que se extiende por los departamentos de Caquetá, Cauca, Huila y Putumayo. Al fondo, un par de calles y casas dejan ver a Mocoa.

Ahí, en medio de la nada, con el interminable sonido del paso del agua, la conexión con la naturaleza es absoluta. No hay contaminación. No hay violencia.

Asomarse sobre el borde de la montaña es la recompensa para los aventureros luego de una travesía de hora y media por el corazón de la selva. Un desafío que todo visitante debe asumir, aún si el vértigo se muta hacia un miedo que frena.

Boca abajo, arrastrándose sobre la piedra, está la mejor postal de la cascada chocando metros abajo con la tierra para seguir su curso. El escenario soñado para los amantes del rapel, que se reúnen para desafiar la gravedad mientras el agua corre cuesta abajo.

Cañones y más agua.

Las extrañas formas de las rocas muestran rasgos de animales: la boca de un león, la nariz de un oso, las garras de un puma. Todas estas siluetas han sido formadas por el agua, dicen algunos pobladores del Putumayo. Otros aseguran que sus particulares figuras, su tono grisáceo y su porosa superficie son producto de actividad volcánica del pasado.

Pero los indígenas piensan distinto. Para ellos, la magia del cañón del Mandiyaco, a 25 minutos de Mocoa, donde el Putumayo llega a sus límites y se estrella con la bota caucana, no tiene nada que ver con el agua: es la formación propia de las piedras.

Está fuera del Fin del Mundo, pero también se esconde entre montañas y ríos interminables. "El agua que fluye sobre el cañón se llama Mandiyaco y significa en lengua inga el río que manda. Se le conoce así porque cae al río Caquetá, que tiene un nivel muy alto, y aun así el Mandiyaco lo arrincona cuando se crece", dice Carmen.

No es un lugar para bañistas pese al antojo que provocan sus aguas. La cercanía de las piedras y las fuertes corrientes obligan al turista a mantenerse fuera, además de que no se conoce la profundidad.

El acceso bordea las barandas del puente que separa al Putumayo del Cauca. Un puente colgante de 134 tablas de madera, que atraviesa el cañón, es el punto perfecto para las fotografías. A un lado se ve el choque de aguas del Mandiyaco, de un café más oscuro, con el río Caquetá. Al otro, cerca de 200 metros de los 400 que conforman el cañón.

"Es otro de los lugares de visita fija, un espacio para liberar energía y recargarse", dice la guía.

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El Fin del Mundo en Colombia no es un escenario apocalíptico sino un lugar donde la vida comienza.

VIAJESEl Tiempo/GDA

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