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La inmensidad azul y blanca

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Antártida. Foto: Antártida & Expedition

Viajes

Una travesía a través de la Antártida liderada por una exploradora que primero hizo el viaje por su cuenta. Un continente que es tan deslumbrante como inclemente.

Hace un poco menos de dos años, la enfermera sueca Johanna Davidsson rompió el récord femenino de velocidad al esquiar, sola y sin ayuda, desde Hercules Inlet, en la costa del continente antártico, hasta el Polo Sur, en 38 días, 23 horas y 5 minutos. Fue el 24 de diciembre de 2016.

En el polo, ese extremo del mundo que tantos —aventureros y exploradores, hombres y mujeres comunes y corrientes, ancianos y hasta adolescentes— buscan para romper algún tipo de récord (deportivo o personal), prácticamente no sorprende escuchar las marcas que cada uno ha batido para llegar. Es como si el frío, que en la latitud 90 sur alcanza los 30 grados bajo cero, congelara cualquier emoción que pudiera dar sentido mayor a la epopeya. Y cuando el hielo le gana al sentimiento, hay un problema: qué importa si quien batió un récord lo hizo caminando o con esquíes; si tuvo ayuda logística o lo hizo en solitario; si bajó cinco, seis o veinte kilos o si estuvo a punto de perder los dedos por el frío. Hay tantos y tantas que lo han intentado o que lo han hecho, que las historias pronto suenan un poco familiares. Muy, muy lejanas a las travesías mortales de Robert F. Scott, Roald Amundsen o Ernest Shackleton, que intentaron conquistar esta masa de 14 millones de kilómetros cuadrados de hielo con lo puesto.

Y sí, puede que ahora, frente a esos nombres legendarios, los nuevos récords logrados con tecnologías del siglo XXI suenen menos impresionantes. Pero todo cambia cuando uno escucha a una mujer como Davidsson una mañana de diciembre, vestida de pantalón y polera celeste manga corta, en Terranova, la carpa-biblioteca que ALE (por Antarctic Logistics & Expeditions, la empresa que se dedica a la logística necesaria para deportistas y personas comunes y corrientes que quieran cumplir su deseo de llegar al continente blanco y al Polo Sur) tiene en Glaciar Unión, en el corazón de la Antártida.

Un lugar donde las temperaturas en meses como este diciembre alcanzan los 10 grados bajo cero cuando hace “calor”, y que sirve de campamento para quienes llegan a hacer cosas como investigar (como los chilenos de un centro privado que vienen aquí cada año desde el cierre de la base chilena Glaciar Unión), subir el Monte Vinson (de casi 5.000 metros y una de las famosas Siete Cumbres), tirarse en paracaídas, esquiar los 111 kilómetros de la ruta del “último grado” —entre los paralelos 89 y 90—, o pasar un día o una noche en el Polo Sur.

Davidsson, hoy convertida en guía, abre su laptop y cuenta cómo fue su propia travesía. Y todos los que estamos ahí, arropados hasta las pestañas, la escuchamos a ella, baja y menuda, hablando de los problemas que tuvo que sortear para llegar al polo. No fueron ni el frío ni el hambre, ni el cansancio, ni la distancia. Es su voz, entre aterrada y emocionada, que se escucha en el video que grabó el día en que el avión de ALE la dejó, sola, en el punto de partida de su viaje. Es ella intentando apagar las velas mágicas —que nunca se extinguen, incluso en la Antártida— que le puso a su pastel el día en que celebró su cumpleaños casi congelada en su carpa. Es ella tratando de curar las llagas vivas que aparecieron en su piel por el frío. Es ella, con el agua corriéndole por la nariz, llorando después de haber alcanzado ese hito geográfico llamado Polo Sur.

Entre el récord y la persona hay tanto y tan poco a la vez: unas velas, unas heridas y unas lágrimas que inundan un rostro curtido por el frío luego de haber logrado una hazaña que de lo que más tiene es de personal. Bien lo sabemos nosotros, los que escuchamos, cada uno batallando por su propia hazaña diaria: los cien pasos que hay que dar desde las carpas en que dormimos en medio del hielo de Glaciar Unión, con el indescriptible Monte Rossman y los Ellsworth de fondo, hasta las cabinas habilitadas como baños, donde todos los desechos orgánicos son recolectados y llevados de nuevo al lugar de origen para no contaminar. O los 200 pasos que hay hasta las “duchas” (que en ALE aconsejan usar solo cada dos o tres días para cuidar el agua, que derriten de la nieve con un especial y costoso sistema), o hasta la carpa donde cada día comemos.

Son pasos que, a veces, cuando la nieve cae suave y con sol, son acompañados por una brisa húmeda que empapa el rostro como rocío matinal. Pero cuando la nieve cae con fuerza y viento, se siente como agujas que se clavan con rabia en la cara y en las manos, a pesar de los guantes.

Entonces, uno piensa si realmente vale la pena ir a comer, ducharse, al baño. No es fácil decidir. Menos ahora que la Antártida vive su comienzo de verano más inclemente de los últimos años.

Grandes derrotas

“Los hombres no se hacen a partir de victorias fáciles, sino de grandes derrotas”, decía el explorador inglés Ernest Shackleton, uno de los primeros en intentar llegar al Polo Sur, venerado aun cuando nunca logró su objetivo. Todos quienes dormimos en las carpas de ALE en Glaciar Unión lo sabemos. Lo supimos antes de llegar aquí, y lo sabremos, también, días después.

“Era mi sueño. Luché muy duro para estar aquí. Quería estar sola y lo disfruté. Cuando empecé, mis mayores miedos eran el frío y el viento, pero me entrené durante años —mental y físicamente— para lo difícil. Lo más duro fue cuando estaba llegando al polo, los últimos 10 días, porque decidí ir más rápido y dejar de disfrutar el viaje”, dirá más tarde Davidsson mientras conversamos con un café. Pareciera hablar de un sitio apartado cualquiera, y no de la Antártida, el continente más frío y seco del mundo.

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